San Vicente, predicador y testigo de la Misericordia
Queridos diocesanos:
Este segundo Domingo de Pascua es el Domingo de la Divina Misericordia. Dios es misericordia; éste es su nombre, nos dijo el papa Francisco. Dios es amor; un amor fiel, que ama a sus creaturas y las sigue amando, incluso cuando se alejan de Él por el pecado; un amor compasivo y misericordioso, entrañable como el de una madre, que sufre y se compadece ante cualquier sufrimiento humano; un amor que está siempre dispuesto al perdón, a la reconciliación y a la sanación.
Jesús, el Hijo de Dios, con sus palabras, gestos y obras, nos muestra este rostro de Dios. Él es la misericordia encarnada de Dios; y su Pascua –su Pasión, Muerte y Resurrección- es la manifestación suprema de la misericordia divina. Por su amor misericordioso, el Padre envía al Hijo al mundo, que se entrega al Padre hasta la muerte en la Cruz por amor a la humanidad para la redención de los pecados y la reconciliación con Dios, entre los hombres y con la creación; en su amor misericordioso, el Padre acoge y acepta la ofrenda de su Hijo Jesús y lo resucita a la vida gloriosa, salvando a la humanidad; y, por amor, Cristo resucitado envía el Espíritu Santo para que su obra redentora y salvadora siga llegando a la humanidad a través de su Iglesia.
Jesús, ya resucitado, se aparece a sus Apóstoles y les anuncia el don de la misericordia de Dios: “Paz a vosotros… Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn 20, 21-23). Antes, Jesús les había mostrado sus manos y su costado, es decir, las heridas de la Pasión, sobre todo la herida de su corazón, fuente de la que brota la gran ola de la misericordia que se sigue derramando sobre la humanidad. El corazón de Jesús crucificado y resucitado es el manantial inagotable de la misericordia divina: una misericordia que, a la vez que reconstruye la relación de cada uno con Dios, con los demás y con la creación, suscita entre los hombres nuevas relaciones de fraternidad, de compasión y de solidaridad, y se convierte en fuente permanente de la paz.
Con la resurrección de Cristo y el envío del Espíritu Santo, una nueva corriente de vida divina irrumpe en el mundo. San Pablo nos dice que Dios en su gran misericordia nos ha hecho nacer de nuevo en el bautismo. Esta es la razón por la que los cristianos podamos y debamos colocarnos ante el mundo de una manera diferente: liberados del odio y del egoísmo, abiertos a Dios y a los demás, podemos y debemos ser misericordiosos como el Padre, sembradores de misericordia y de perdón, de reconciliación y de paz. Jesús nos envía a los cristianos como entonces a los Apóstoles a predicar, de palabra y con obras, la misericordia de Dios, a usar misericordia y compasión con los demás especialmente con los pobres, desahuciados y menesterosos, a ser promotores de reconciliación, de unidad y de paz.
Así lo entendió y vivió san Vicente Ferrer como hemos podido celebrar y recordar durante el Año Jubilar Vicentino que termina este lunes, 29 de abril. En nuestras peregrinaciones y celebraciones hemos experimentado la misericordia de Dios recibiendo la indulgencia plenaria por todos nuestros pecados. En conferencias y exposiciones hemos podido conocer un poco más a este gran santo valenciano: Vicente fue un predicador incansable del Evangelio de la misericordia divina que invitaba a la conversión; y un itinerante infatigable que, como Jesús, iba de aldea en aldea animando a reconocer el poder de la misericordia de Dios que llega a todos, sin acepción de personas, para consolar, sanar, fortalecer y perdonar. Como Domingo de Guzmán, Vicente experimentó una compasión que le movía a predicar y que al mismo tiempo le llevaba a acercarse y a hacerse hermano de los que esperaban consuelo: enfermos, discapacitados, dolientes y desterrados de la sociedad. Este amigo de Dios no escatima sus fuerzas, sino que acoge en su humanidad una fuerza y un fuego que recibe de Otro, mucho más grande que él: el Señor resucitado, prodigio de la misericordia de Dios que cambia radicalmente el destino de la humanidad.
Este es el legado de este Año Jubilar Vicentino y el mensaje del Domingo de la divina Misericordia. A la humanidad, que parece dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don su amor, que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz. Abramos nuestro corazón a la Misericordia de Dios en Cristo resucitado.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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