Queridos diocesanos:
Con motivo de la “Jornada mundial del emigrante y del refugiado”, el domingo 18 de enero, el papa Francisco nos ha ofrecido un interpelante mensaje bajo el lema: “Una Iglesia sin fronteras, madre de todos”. La solicitud especial de Jesús «por los más vulnerables y excluidos nos invita a todos a cuidar a las personas más frágiles y a reconocer su rostro sufriente, sobre todo en las víctimas de las nuevas formas de pobreza y esclavitud». El Señor mismo se identifica con los hambrientos, sedientos, forasteros y encarcelados (cf. Mt 25,35-36). De aquí que sea misión de la Iglesia amar a Jesucristo, adorarlo y amarlo, especialmente en los más pobres y desamparados; entre éstos, están ciertamente los emigrantes y los refugiados.
La Iglesia está llamada a ser una Iglesia sin fronteras y madre de todos, a abrir sus brazos para acoger a todos los pueblos, sin discriminaciones y sin límites, y a anunciar a todos que «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16) con palabras y con obras de misericordia, de acogida, de solidaridad y de amor fraterno: nadie puede ser considerado inútil, fuera de lugar o descartable. Si vive realmente su maternidad, la comunidad cristiana alimenta, orienta e indica el camino, acompaña con paciencia, se hace cercana con la oración y con las obras de misericordia.
Este día es una jornada que tiene como fin sensibilizarnos ante el fenómeno de la emigración en general y entre nosotros. Nos urge revisar nuestras actitudes y nuestros comportamientos ante los emigrantes y sus familias, para dar una respuesta acorde al Evangelio y a la Doctrina social de la Iglesia. Como creyentes y como Iglesia no podemos quedar indiferentes ante tantas personas y familias, que con fe y esperanza buscan un futuro mejor entre nosotros, ni ante el trato no acorde a su dignidad de que son objeto con frecuencia. Toda persona tiene derecho a emigrar; es uno de los derechos humanos fundamentales, que facultan a cada uno a establecerse donde considere más oportuno para una mejor realización de sus capacidades y aspiraciones y de sus proyectos (cf. GS 65). Si es cierto que cada Estado tiene el derecho de regular los flujos migratorios y adoptar medidas políticas dictadas por las exigencias generales del bien común, esto ha de hacerlo siempre garantizando el respeto de la dignidad de toda persona humana. La mayoría de los emigrantes hacen uso de este derecho obligados por la necesidad de buscar oportunidades que no encuentran en su país de origen.
La emigración afecta antes que nada a personas que como tales tienen la misma dignidad que los autóctonos. Con frecuencia, sin embargo, existen prejuicios, falsas valoraciones o tratos inhumanos que hemos de superar. Los emigrantes son personas humanas, con la misma dignidad que los nativos. Hay que evitar todo comportamiento racista, xenófobo o discriminatorio. Y es necesario, ante todo, fomentar actitudes y comportamientos positivos desde principios elementales del derecho, de la justicia y de la solidaridad.
Recordemos las palabras de Jesús: “fui extranjero y me acogisteis” (Mt 25,35). Jesús se identifica con la persona del emigrante y nos manda acogerlo y amarlo, como si de Él mismo se tratara. Con estas premisas aprenderemos a respetarlos y valorarlos en su diferencia, a acogerlos fraternalmente, a ayudarles en sus necesidades y a facilitarles la integración armónica en nuestra sociedad. Ellos suponen una riqueza laboral, económica, cultural para nuestra sociedad, pero son también una riqueza para nuestra Iglesia, por la que hemos de dar gracias a Dios.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón