Domingo de Ramos
17 de abril de 2011
(Is 50,4-7; Sal 21; Filp 2,6-11; Mt26, 14-27, 66)
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Con el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor comienza la Semana Santa: un año más nos disponemos a celebrar los misterios santos de nuestra redención: la pasión, muerte y resurrección del Señor.
“¡Hosanna, el Hijo de David!” y “¡Crucifícalo!” son las dos palabras, que sintetizan la celebración de este Domingo. En la procesión hemos salido al encuentro del Señor con cantos y con palmas en nuestras manos. Hemos revivido lo que sucedió aquel día, en que Jesús, en medio de la multitud que le aclama como Mesías y Rey, entra triunfante en Jerusalén montado en un pollino. Tras la procesión de palmas nos hemos adentrado en la celebración de la Eucaristía, en que se actualiza la pasión y muerte en cruz de Cristo, que hemos proclamado en el relato de la Pasión, este año según San Mateo.
La Palabra de Dios fija nuestra atención en Aquel que va a ser el centro de cuanto vamos a celebrar en estos días santos. Cristo Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, fiel a la voluntad del Padre y por un amor infinito hacia la humanidad, sigue el camino que le llevará a la cruz con el fin de abrirnos las puertas del Amor de Dios y de la Vida.
Jesús se entrega voluntariamente a su pasión; no va a la cruz obligado por fuerzas superiores a él, sino por amor obediente a la voluntad del Padre y amor hecho entrega total a la humanidad. “Cristo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Escrutando la voluntad del Padre, Jesús comprende que ha llegado su hora, y la acepta con la obediencia libre del Hijo y con infinito amor a los hombres. Jesús va a la cruz por nosotros; él lleva nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados le llevan a la cruz: fue triturado por nuestras culpas, nos dice Isaías (cf. Is 53, 5). El proceso y la pasión de Jesús continúan en el mundo actual; lo renueva cada persona que, pecando, rechaza a Cristo y su amor, y prolonga así el grito de aquella gente amotinada: “No a éste, sino a Barrabás. ¡Crucifícalo!”.
Al contemplar a Jesús en su pasión, vemos en él los sufrimientos de toda la humanidad. Cristo, aunque no tenía pecado alguno, tomó sobre sí lo que el hombre no podía soportar: la injusticia, las mentiras, las violencias, los adulterios, el pecado, el odio, el sufrimiento y, por último, la muerte. En Cristo, el Hijo del hombre humillado y sufriente, Dios acoge, ama y perdona a todos. En la cruz, Dios restablece la comunión con los hombres y de los hombres entre sí, y da de este modo el sentido último a la existencia humana. No somos fruto del azar; somos creaturas del amor de Dios y estamos llamados a su amor. La cruz es el abrazo definitivo de Dios a los hombres. Desde ese abrazo de Cristo en la cruz lo más hondo del misterio del hombre ya no es su muerte, sino la Vida sin fin en el amor de Dios. La cruz ha roto las cadenas de nuestra soledad y de nuestro pecado; la cruz ha destruido el poderío del pecado y de la muerte. Desde la pasión del Hijo de Dios, la pasión del hombre ya no es la hora de la derrota, sino la hora del triunfo: el triunfo del amor infinito de Dios sobre el pecado y sobre la muerte.
La Semana Santa nos invita a acoger este mensaje de la cruz. Al contemplar a Jesús, el Padre quiere que aceptemos seguirlo en su pasión, para que, reconciliados con Dios en Cristo, compartamos con El la resurrección.
“Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9). Estas palabras del apóstol san Pablo expresan nuestra fe: la fe de la Iglesia. La Semana Santa nos sitúa de nuevo ante Cristo, vivo en su Iglesia. El misterio pascual, la pasión, muerte y resurrección, que revivimos durante estos días, es siempre actual. Todos los años, durante la Semana santa, se renueva la gran escena en la que se decide el drama definitivo, no sólo para una generación, sino para toda la humanidad y para cada persona. Nosotros somos hoy contemporáneos del Señor. Y, como la gente de Jerusalén, como los discípulos y las mujeres, estamos llamados a decidir si lo acogemos y creemos en él o no, si estamos con él o contra él, si somos simples espectadores de su pasión y muerte o, incluso, si le negamos con nuestras palabras, actitudes y comportamientos.
Como cada año, estos días santos quieren conducirnos a la celebración del centro de nuestra fe: Cristo Jesús y su misterio Pascual. Este es el centro de todas las celebraciones de esta Semana Santa, de las litúrgicas, de las procesionales y de las representaciones de la pasión. Pero ¿creemos de verdad en Cristo Jesús y en su obra de Salvación? Y, si es así, ¿ayudamos a otros a acercarse a Jesús para avivar y fortalecer la fe? ¿Ayudamos a nuestros Cofrades a que su participación en los desfiles sea en verdad expresión comunitaria y pública de esa fe? Estas preguntas no son mera retórica, ni consideraciones pías. Tocan el núcleo esencial de nuestra Semana Santa, que con frecuencia queda olvidado, desdibujado o diluido en nuestras procesiones. Vivamos el sentido genuino de nuestra Semana Santa.
En la pasión se pone de relieve la fidelidad de Cristo a Dios Padre y a la humanidad; una fidelidad que está en contraste con la infidelidad humana. En la hora de la prueba, mientras todos, también los discípulos, incluido Pedro, abandonan a Jesús (cf. Mt 26, 56), él permanece fiel, dispuesto a derramar su sangre para cumplir la misión que le confió el Padre. Junto a él permanece María, silenciosa y dolorosa. Aprendamos de Jesús y de su Madre, que es también nuestra madre. La verdadera fuerza del cristiano está en vivir fiel a su condición de cristiano y en su testimonio de la verdad del Evangelio, resistiendo a las corrientes contrarias, a las incomprensiones, a los hostigamientos, a los escarnios y a las mofas. Es el camino que vivió el Nazareno; es el camino de sus discípulos, los cristianos, hoy y siempre.
En su pasión y muerte, Jesús, el Hijo de Dios, nos ha abierto el camino para que todos podamos seguirle, con la certeza de que, por difícil y duro que nos parezca el camino, quien le siga encontrará en Él la Vida y la Salvación. Os invito a vivir estos días acercándonos al Sacramento de la Confesión, para que, purificado nuestro pasado, dejemos que Cristo brille en nosotros.
En estos días santos se hace presente todo lo más grande y profundo que tenemos y creemos los cristianos. ¡Abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo que nos ama! Que nuestra participación en las celebraciones nos adentren en un renovado despertar de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor.
Así se lo pido a María que supo estar al lado de su Hijo Jesucristo. Que Ella, como buena Madre, nos ayude a ser fieles seguidores de su Hijo. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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