Vigilia Pascual
Segorbe. S.I. Catedral, 19 de abril de 2014
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- “No está aquí. Ha resucitado, como había dicho” (Mt 28,6). Este es el anuncio del ángel vestido de blanco a María Magdalena y a la otra María, que habían acudido a ver el sepulcro. Esta es la gran noticia en la Noche Santa de Pascua: Cristo Jesús ha resucitado. Es la Pascua del Señor: Jesús, el Crucificado, ha pasado a través de la muerte a la Vida, Cristo ha pasado con su cuerpo a una nueva vida, la vida gloriosa de Dios. El Señor vive para siempre.
Esta es, queridos hermanos, la razón de nuestra asamblea litúrgica en esta Vigilia Pascual, la fiesta cristiana por excelencia. Esta es la razón de nuestra alegría pascual ¡Aleluya, hermanos! Alegrémonos porque Jesús ha resucitado; gocemos de la presencia del Señor Resucitado en medio de nosotros. En medio de la oscuridad de la noche, Cristo Jesús ha sido liberado de la muerte y llenado del Espíritu de Dios, el Espíritu de la Vida.
- “Demos gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 117). La Palabra de Dios nos lo ha recordado. Dios no es un dios de muerte, sino el Dios del Amor y de la Vida.
En la primera creación del mundo, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas primeras y las llenó de luz y de vida. Lo primero que Dios creó fue la luz: «Que exista la luz»; la luz para ver a Dios, para descubrir la verdad y el bien, para descubrir la armonía la belleza de toda la creación. Dios creó todas las cosas y al hombre por amor y para la vida misma de Dios, para la verdad y el bien, para la amistad de todos con Dios. ¡Y vio que era muy bueno! Ahora, en la nueva creación, el mismo Espíritu ha actuado poderosamente en el sepulcro de Jesús y ha llenado de Vida nueva y gloriosa a Jesús, el primogénito de toda la nueva creación.
Cuando el hombre en uso de su libertad rechaza la vida y el amor de Dios, cuando rompe la armonía de la creación y rechaza la amistad de Dios, Dios en su infinita misericordia no le abandona. En la culpa humana, Dios muestra su amor misericordioso y promete al Salvador. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor! Para rescatarnos del pecado de Adán nos dio al Salvador, quien muriendo nos libera del pecado y de la muerte, y resucitando triunfa sobre la muerte y nos devuelve la vida.
Dios no abandona nunca al hombre. Dios no es un dios lejano. Dios está presente siempre y pasa permanentemente por la existencia del hombre, de cada hombre: pasa por la vida de Adán, pasa por la existencia de Abrahán evitando la muerte de su hijo Isaac, pasa por la historia de su Pueblo Israel y lo salva de la esclavitud de Egipto. Y en el paso del Mar Rojo nos prepara para entender el paso de Cristo a una nueva existencia, liberándonos a todos, como un nuevo Moisés que guía a su pueblo a través de las aguas del Bautismo. Dios pasa haciéndose oír por la voz de los profetas que recordaban su amor eterno hacia su pueblo: un amor que se convierte en alianza eterna, que sacia la sed de vida del hombre; un amor que por el camino de los preceptos de la vida conduce a la auténtica sabiduría; y un amor que da un corazón nuevo y un espíritu nuevo.
Pero sobre todo, Dios pasa por la existencia entregada de su Hijo: Dios no lo abandona en la muerte, le ‘hace pasar’ por la muerte a la vida. El Viernes Santo, escuchábamos conmovidos la pasión y muerte de Jesús en la Cruz; y depositábamos su cuerpo en el sepulcro. Esta Noche santa escuchamos: “No está aquí. Ha resucitado”. Es la Pascua del Señor, su paso de la muerte a la vida gloriosa y sin fin. Es el triunfo de la Vida de Dios sobre el pecado y sobre la muerte.
- Anunciemos por doquier que es la Pascua: que Dios “ha pasado” y pasa por la vida de los hombres desde la misma creación para mostrarnos que nos ama; que este mismo Dios, en la plenitud de los tiempos “ha hecho pasar” a Jesús de la muerte a la Vida; y que «ha pasado”, por nuestras vidas para liberarnos de nuestras esclavitudes y miserias, para llevarnos a la Vida nueva de Dios por el Bautismo.
Sí, hermanos. En la Pascua no sólo cantamos la Resurrección del Señor; su Resurrección nos concierne a cada uno de nosotros, tiene que ver con cada uno de nosotros, bautizados. Nos lo ha recordado San Pablo en su carta a los Romanos: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nuestra existencia está unida a Él en una muerte semejante a la suya, lo estará también en una resurrección como la suya” (Rom 6, 3-4). La Pascua de Cristo es por ello también nuestra propia Pascua.
Por ello, ¿qué mejor ocasión que la Vigilia pascual para ser incorporados al misterio pascual de Cristo y para hacer memoria de nuestra incorporación a él por el Bautismo? Esta noche tenemos la dicha de celebrar el bautismo de estos niños -Israel y Celia-, de recordar nuestro propio bautismo y de renovar con corazón agradecido nuestras promesas bautismales. Y lo haréis con una nueva fuerza y alegría renovada, vosotros, los miembros de la tercera comunidad de la Trinidad de Castellón, que tras largos años de recorrido habéis concluido el Camino Neocatecumenal.
La mejor explicación que se puede dar de todo bautismo y del bautismo que estos niños van a recibir, son esas palabras de San Pablo. El nos enseña que ser bautizados significa ser incorporados a la Pascua del Señor, pasar con Cristo de la muerte del pecado a la vida en Dios. Como estos niños en esta noche Santa, como nosotros un día, por el bautismo renacemos a la nueva vida de la familia de Dios: lavados de todo vínculo de pecado, signo y causa de muerte y de alejamiento de Dios, Dios Padre nos acoge amorosamente como a sus hijos en el Hijo y nos inserta en la nueva vida resucitada de Jesús.
Como nosotros un día, así también, vuestros hijos, queridos padres, quedarán esta noche vitalmente y para siempre unido al Padre Dios en su Hijo Jesús por el don del Espíritu Santo en el seno de la familia de Dios. A partir de hoy serán hijos de Dios en su Hijo, Jesucristo, y, a la vez, hermanos de cuantos formamos la familia de los hijos Dios, es decir, la Iglesia.
Como al resto de los bautizados, esta familia de la Iglesia, en que hoy quedan insertados, no los abandonará nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta familia es la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta familia no los abandonará incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de su vida. Esta familia les brindará siempre consuelo, fortaleza, aliento y luz; les dará palabras de vida eterna, esas palabras de esperanza que iluminan y responden a los grandes desafíos de la vida e indican el camino exacto a seguir hasta la casa del Padre.
Vuestros hijos reciben hoy una nueva vida: es la vida misma de Dios, es la via eterna, germen de felicidad plena y eterna, porque es comunión con Aquel que ha vencido la muerte y tiene en sus manos las llaves de la Vida. La comunión con Cristo es vida y amor eternos, más allá de la muerte, y, por ello, es motivo de esperanza. Esta vida nueva y eterna, que hoy reciben vuestros hijos y que hemos recibido todos los bautizados, es un don que ha de ser acogido, vivido y testimoniado personalmente. Los padres y padrinos, haciendo las promesas bautismales diréis, en su nombre, un triple ‘no’: diréis ‘no’ a Satanás, el padre y príncipe del pecado, a sus obras y a sus seducciones al mal, para vivir en la libertad de los hijos de Dios; es decir, en su nombre renunciaréis y diréis ‘no’ a lo que no es compatible con la amistad que Cristo les da y ofrece, a lo que no es compatible con la vida verdadera en Cristo. Pero, ante todo, en la profesión de fe, diréis un ‘sí’ a la amistad con Cristo Jesús, muerto y resucitado, que se articula en tres adhesiones: un ‘sí’ al Dios vivo, es decir a Dios creador, que sostiene todo y da sentido al universo y a nuestra vida; un ‘sí’ a Cristo, el Hijo de Dios que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida; y un ‘sí’ a la comunión de la Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro tiempo y en nuestra vida.
¡Que el amor por vuestros hijos, que mostráis hoy al presentarlos para que reciban el don del bautismo, permanezca en vosotros a lo largo de los días! ¡Enseñadles y ayudadles con vuestra palabra y, sobre todo, con vuestro testimonio de vida a vivir y proclamar la nueva vida que hoy reciben! ¡Enseñadles y ayudadles a encontrarse personalmente con Jesús para conocerle, amarle y vivir tras sus huellas! ¡Enseñadles y ayudadles a vivir en la comunión de la familia de Dios, como hijos de la Iglesia, a la que hoy quedan incorporados, para que participen de su vida y de su misión! !Enseñadles a vivir la alegría del Evangelio que brota de la experiencia de ser amados por Dios! !Apoyadles para que compartan con otros la alegría del Evangelio!
- También nosotros, los ya bautizados, recordamos hoy el don de nuestro propio bautismo renovando las promesas bautismales, por las que decimos ‘no’ a Satanás, a sus obras y seducciones para vivir la libertad de los hijos de Dios, y haciendo la profesión de fe en Dios Padre, creador de todo, en Cristo Jesús, muerto y resucitado para la vida del mundo, y en el Espíritu Santo que nos une y mantiene en la comunión de la Iglesia. Es una nueva oportunidad para dejar que se reavive en nosotros la nueva vida del nuestro bautismo. San Pablo nos exhorta a que “andemos en una vida nueva”. Si hemos muerto con Cristo, ya no podemos pecar más. ¡Vivamos con la ayuda de la gracia la nueva vida: la vida de hijos de Dios en el seguimiento del Hijo por la fuerza del Espíritu Santo en el seno de la Iglesia!.
El Espíritu Santo clama en nuestro corazón y nos mueve a dirigirnos a Dios para decirle: “!Abba¡ ¡Padre¡”. Porque somos en realidad hijos adoptivos de Dios en Cristo Jesús, “muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rom 4,25). Con espíritu filial, dispongámonos, hermanos, ahora a celebrar el bautismo de estos niños. Movidos por este mismo espíritu filial renovemos nuestras promesas bautismales y participemos luego en la mesa eucarística. Hacedlo vosotros, queridos hermanos y hermanas, que concluís el Camino Neocatumenal y os habéis preparado de modo especial para renovarlas solemnemente en esta S.I. Catedral-Basílica ante mí, sucesor de los Apóstoles. Vuestras túnicas blancas de lino son signo de vuestra nueva vida bautismal que os acompañarán también en el tránsito hacia la casa del Padre. En vuestros escrutinios habéis visto de dónde procedías cada uno: en algunos casos seguro que de un mundo de destrucción y de miseria, por vivir alejados del amor de Dios por el pecado; pero también habéis experimentado el amor de Dios en Cristo, su misericordia infinita que os ha re-creado haciendo de vuestra propia historia una historia de salvación.
Renovados así en el amor de Jesucristo podréis y podremos todo seguir nuestro camino en el mundo bajo la mirada del Padre y con la fuerza del Espíritu. Fortalecidos así en la fe y vida cristianas estaremos prontos para dar razón de nuestra esperanza y para llevar a nuestros hermanos el mensaje de la resurrección. “!El no está aquí. Ha resucitado. Aleluya!”. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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