Siervos y amigos de Cristo Jesús
Por San José celebramos el Día del Seminario. Este año lo haremos el domingo, día 22 de marzo. En esta día, nuestros Seminarios están en el primer plano de nuestra atención, de nuestra oración y de nuestra ayuda económica. El Seminario es el Cenáculo de nuestra Iglesia diocesana, tiempo y lugar en que se forman nuestros futuros sacerdotes y pastores de nuestras comunidades.
Para san Pablo, los sacerdotes son «servidores de Cristo» (1 Cor 4,1). Esta es la grandeza, dignidad y belleza del sacerdocio ordenado al que están llamados y se preparan nuestros seminaristas, la vocación fundamental y la identidad del sacerdote. Pablo siempre se presenta así: «Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación». Este es el carnet de identidad invisible de todo sacerdote: «Siervo de Cristo».
El servicio esencial que el sacerdote está llamado a ofrecer a Cristo es continuar su obra en el mundo: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). Esta palabras, además de el poder para actuar como «enviados» por Cristo», indican el motivo y el contenido del envío, que es el mismo por el que el Padre envió a su Hijo al mundo. Ante Pilatos, Jesús afirma que ha venido «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). Continuar la obra de Cristo comporta que el sacerdote dé testimonio de la verdad: es decir, tanto de la «realidad» divina como del «conocimiento» de la realidad divina. Desde esta perspectiva, la tarea del sacerdote no se limita a proclamar las verdades de fe, sino que debe ayudar a experimentarlas, a entrar en contacto íntimo y personal con Dios, al encuentro con Cristo, a través del Espíritu Santo. El sacerdote no puede limitarse a enseñar las verdades de fe, sino que ha de ayudar a hacer la experiencia de Dios. Además, como Jesús dice a Nicodemo: «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él», «porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16-17). Jesús vino a revelar a los hombres el amor misericordioso del Padre. Su predicación se resume en las palabras a sus discípulos en la Última Cena: «¡El Padre mismo os quiere!» (Jn 16, 27). Ser continuador en el mundo de la obra de Cristo significa asumir esta actitud ante todos, incluidos los más alejados, los que no tienen fe, y de modo preferencial ante los pobres. No juzgar, sino salvar; no condenar, sino ser brazo de la misericordia de Dios.
Los sacerdotes son continuadores de la obra de Cristo y, sobre todo, de su persona. Jesús no tiene sucesores, pues está vivo, resucitado y presente. La tarea de sus ministros es representarle, es decir, hacerle presente, dar forma visible a su presencia invisible. Un día unos griegos pidieron a Felipe: «Señor, queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21); el mismo deseo, más o menos explícito, lleva en el corazón quien se acerca hoy al sacerdote. Todo sacerdote tiene que ser por lo menos un «mistagogo», que lleva a las personas al encuentro personal con Cristo. Ésta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y de los sacerdotes en nuestro tiempo.
Por ello al título de «¡siervos de Cristo!», le acompaña siempre ¡el de amigos de Jesús! «A vosotros os he llamado amigos» (cf. Jn 15.15). Jesús nos ha elegido, como a los Doce, para estar con Él y enviarnos a predicar (cf. Mc 3,14-15). Estar «con» Jesús significa compartir con Jesús su vida, sus pensamientos y sentimientos, sus objetivos, su espíritu, su pobreza y su amor por los más pobres. De aquí que el alma de todo sacerdote sea su relación personal, llena de confianza y de amistad con la persona de Jesús. La acción pastoral de todo ministro de la Iglesia no es más que la expresión concreta del amor por Cristo. «¿Me amas? Entonces, ¡apacienta!».
Oremos por nuestros seminarios, por los seminaristas y por las vocaciones.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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