Andilla, una importante villa de la antigua Diócesis de Segorbe
Andilla, una importante villa de la antigua Diócesis de Segorbe.
La historia del pintor y dorador Sebastián Zaidía
Desde tiempos medievales donde los oficios, especialmente los artísticos, luchaban por anteponer su propio prestigio, cada vez más acusado en una sociedad corporativa, se vino a referir al ensalzamiento de la figura de Dios, cada uno desde su perspectiva profesional e interés, como el primer y supremo artista modelando, insuflando color con su aliento, cual escultor, pintor u orfebre creador de la figura del ser humano y de todas las cosas visibles e invisibles. «Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente». Gen 2, 7.
No obstante, desde tiempos inmemoriales, las técnicas artísticas, inevitablemente, se veían necesitadas de colaborar entre sí para la realización de la mayor parte de las obras. Tal es el caso de la pintura y la escultura, que siempre necesitaron recurrir entre ambas en busca de la excelencia de los acabados. Una circunstancia especialmente importante en el ámbito hispánico, donde la trascendencia de la imaginería y del color en la figura constituían, prácticamente, el alma de las representaciones iconográficas destinadas al culto, siendo interpretadas por maestros diferentes. Una rama menos estudiada pero que ha recibido la atención pormenorizada y el estudio de muchos compañeros historiadores del arte [Buchón Cuevas, 2012]. Una reciente exposición en el Museo del Prado, «Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro», testimonio de la importancia del color en la escultura desde la antigüedad, viene a confirmar el cada vez mayor interés al respecto del estudio de todas estas interrelaciones tan interesantes en la génesis de una imagen religiosa.
Esta realidad se hizo muy patente en el Reino de Valencia y en su organización gremial, durante los siglos XVI, XVII y XVIII, con las intervenciones de pintores-doradores especializados en los acabados de las piezas escultóricas de tallas y retablos. Por ello, desde principios del quinientos, era habitual la división de artífices entre pintores de sargas, de imaginería o retablos, de dorado y policromado (y estofado) en tablas y a la morisca (para artesonados de madera y muros). Unas disciplinas a cuyo ejercicio se accedía a través de su examen pertinente, que acreditaba su dominio. Si bien, no muy a menudo, se dio el caso de grandes maestros que reunían dichas capacidades oficiales en su propia persona, como Pedro Roldán, Alonso Cano o Francisco Salzillo.
Dentro de las actividades citadas, la considerada menor era el dorado, aunque la situación fue cambiando a lo largo de los años con la trascendencia y necesidad de esta labor con los nuevos retablos y tipos clasicistas o romanistas emanados de las disposiciones conciliares de Trento, llegando a una equidad que acabó conllevando muchas disputas entre pintores y doradores desde el siglo XVII. El oficio de dorador necesitaba de la buena destreza en el manejo de los utensilios, de la aplicación del bol, los temples y el óleo; es decir, expertos en el arte de dorar, estofar y encarnar. En Valencia, a principios del quinientos, constituía una actividad vinculada al pintor de retablos. No obstante, con la fundación de un Colegio de Pintores en la ciudad en 1607, ya se puede apreciar la citada diferenciación entre ambos en sus capítulos, contemplando las diferencias de especialización que venimos señalando [Tramoyeres Blasco, 1912-Baixauli Juan, 2001].
La decisión de colegiarse frente a la competencia desleal y de poca calidad de la Valencia del momento, resultó iniciativa reivindicativa de las aspiraciones de trece maestros: Cristóbal Llorens, Miguel Joan Porta, Vicente Cros, Juan Sariñena, Francisco Ribalta, Samuel Bolsculs, Sebastián Zaidía, Abdón Castañeda y Francisco Peralta, además de los doradores Gil Bolainos, Gaspar Ferri y Francisco Blasco, padre e hijo. Como era de esperar, el pleito ante la Real Audiencia con el resto de maestros que quedaban fuera, resuelto a su favor en 1616, no hizo más que comenzar alcanzando, incluso, la propia figura del monarca Felipe III, quien fue requerido, indirectamente, por los afectados en el conflicto.
En esta línea encontramos a nuestro Sebastián Zaidía o Saydia, documentado por vez primera en 1593, actuando en nombre de Luis Mata, posiblemente su maestro, ante la Diputación de Valencia, en la conclusión de los trabajos de la decoración de la «Sala Nova» del Palau de la Generalitat, donde trabajaría en la conclusión del hueco en el rincón de los Contadores con la efigie al vivo del portero de la Diputación, Jaime Navarro [Benito Doménech, 1987]. Ya era, de alguna manera, un reconocido pintor de la capital, realizando obras de las características comentadas.
Entre 1602 y 1606 cobraba por la pintura y dorado del retablo mayor, de la Iglesia parroquial de Andilla, localidad importantísima de la antigua diócesis de Segorbe hasta 1960 y, por aquel entonces, bajo el señorío de Miguel de Rebolledo, siempre en conflicto con la autoridad eclesiástica. Constituye éste un capítulo aparte, por su gran importancia, dentro de las poblaciones del antiguo obispado, sobre todo ante su gran trascendencia patrimonial, cultual y cultural. Es bien sabida la presencia de sus dos magníficas portadas renacentistas conservadas, de hacia 1530, su gran nave con presbiterio de bóvedas nervadas y sus sobresalientes restos artísticos, conservados a duras penas tras la destrucción de la guerra civil.
El retablo, una obra realizada durante los pontificados de Ruiz de Lihori y Martín de Salvatierra y de un magnífico estilo romanista en talla y policromía, fue destruido en 1936 y del que conservamos una hermosa foto con sus puertas para protección del polvo realizadas en tiempos del obispo Ginés de Casanova, del taller de los Ribalta [Montolío-Olucha, 2002],-además de unas pequeñas escenas de la Anunciación, Nacimiento, Epifanía y Resurrección-, había sido encargado al escultor José González en 1576 concluyéndolo, tras su fallecimiento en 1584, el murciano Francisco de Ayala quien, en un principio, se disponía se hiciese cargo de los estofados de sus figuraciones, que más tarde sería completada por grandes puertas, obras del taller de los Ribalta, para proteger del polvo a los relieves [Olucha-Montolío, 2002].
Concluida la obra de talla, se piensa en completar el gran mueble con pinturas y dorados, pagando el obispo Feliciano de Figueroa a Sebastián Zaidía la cantidad de 150 Libras por su trabajo en el año 1606. Una labor que, parece estuvo concluida en 1609, cuando el maestro presenta cuentas por todo lo realizado por él hasta el momento, 3.920 Libras, de las cuales aún se le debían 370 Libras, 10 Sueldos y 7 Dineros [Aguilar, 1890-Rodríguez Culebras, 2001].
Como transcribe Aguilar en su obra, de palabras del obispo Figueroa [Aguilar, 1890]: «[…] que se junten las dos cornisas en ángulo sobre el arquillo de la bóveda y se ponga la corona de Nuestra Señora en manos de Dios Padre e Hijo; que se hagan unas puertas para cubrir todo el retablo, las cuales han de subir desde la definición del banco y suban hasta la cornisa alta que está a los pies del Cristo, de manera que el banco todo y el Cristo queden descubiertos, y que estas puertas se hagan ligeras de dos lienzos con sus listones fuertes, y que en el lienzo de afuera se pinten en los cuatro cuadros los cuatro profetas Isaías, Ezequiel y David, y sea la pintura al temple; y en el lienzo de adentro se pinten los cuatro Doctores de la Iglesia, personajes grandes y bien acompañados como lo sabía hacer Saydía, y sean también al temple… Toda la obra de pintura que de nuevo se ha de hacer, es mi voluntad que la haga el dicho Sebastián Saydía, pues ha hecho también toda la demás, y ansí lo ordeno y mando, en Andilla a 5 de junio de 1609». Al mes siguiente dejaba Figueroa este mundo, retomándose el proyecto de las puertas, muchos más adelante, bajo otros criterios y autores.
De esta manera, el Archivo Catedralicio de Segorbe conserva noticias al respecto, de dieciséis de enero de 1610, con los pagos de Sebastián Saydía, maestro pintor, a Jaime Silvestre de Urbina, notario, por los actos recibidos referentes a la obra pictórica del retablo mayor de la villa de Andilla [ACS, 880]. «Die xvi mensis ianuarii anno a nativitate domini MDCX. Sabastian Saydia pintor vezino de la ciudad de Valencia para pagar a Jayme Sylvestre de Urbina notario de la presente ciudad de Segorbe presente es y a los suyos doze libras moneda reales de Valencia por la parte del salario tocante a pagar al dicho Saydia de tres actos de capitulaciones y concordias recibidos por el dicho Jayme Sylvestre de Urbina notario en differentes calendarios firmados entre los administradores de la fabrica de la yglesia parrochial de la villa de Andilla de una y el dicho Saydia de parte otra acerca de la pintura del retablo del altar maior de dicha iglesia de Andilla hecha gracia de lo que montan mas dicho salario de los dichos tres actos hace cession y configuración al dicho Jayme Sylvestre de Urbina notario a presente y a los suyos contra mossen Joan Muñoz presbítero beneficiado en la yglesia parrochial del lugar de las Alcublas administrador nombrado por el ordinario de Segorbe de la dicha fabrica de Andilla a exection de dichas dose libras de la dicha moneda de mayor cantidad que // la dicha fabrica debe al dicho Sebastian Saydia por la pintura del dicho altar maior de dicha yglesia de Andilla […]. Testes huius rei sunt Didacus de Vidaure presbiterus et Joannes de Ramanada [sic] pintor civitate segobricensis et Valencie vespertine habitatoris. Ante dictis die et anno. Ego Sebastianus Saydia pintor civis valentis habit scienter et gratis cum hoc. Un documento al que le sigue otro más escueto firmado por el pintor con el procurador, el diácono Pedro Juanes.
En 1609, también, Jerónimo Olleta, batihoja (batidor de oro) de Valencia, se comprometía a la entrega a él y a al artista Miguel Joan Porta, de diez mil panes de oro fino destinados al retablo de la iglesia del Salvador de Burriana [Benito Doménech, 1987-López Azorín, 2006]. Poco después, en 1612, se le pagaba por el dorado y estofado del altar mayor de la parroquia de Santa Catalina de Valencia [Gavara Prior, 1995].
De su producción, en la actualidad, apenas conservamos el retrato del citado portero en los muros de la sala noble de la Generalitat y sendas imágenes de San Pedro y San Pablo, procedentes de las puertas del trasagrario de Andilla. En ellas, al menos, es evidente la influencia del canon ribaltesco, más alargado y afín a las proporciones manieristas del momento, de clara influencia del foco pictórico escurialense.
El estofado es una técnica decorativa que radica en raspar una capa pictórica para dejar ver otra capa inferior de color o material diverso que contrasta y revela debajo. La primera actuación preparaba la tabla para las capas decorativas con cola, yeso grueso, yeso mate. Sobre esta superficie se aplicaba un bol y se doraba con hoja de oro. Después se mezclaban los pigmentos de blanco de plomo y carbón con huevo crudo entero para hacer incorporar una capa de pintura preparatoria y se cubría todo el oro con el gris. Tras este paso se aplicaba pintura al temple de color marrón oscuro, combinando rojo hierro, sombra y carbón, para crear la capa de pintura de color marrón oscuro, que se aplicaba sobre el gris.
Por último, se procedía a la decoración de la superficie, con la aplicación de diseños, dibujados en una hoja de papel o pergamino, perforándose las líneas del patrón en agujeros finos el estarcido del mismo en superficie, sobre el patrón una pequeña almohadilla de estampar con pigmento seco. Siguiendo dichas líneas configuradas por el patrón, el artista raspaba la pintura al temple, dejando al descubierto el dorado pulido de la capa inferior, empleando estiletes o punzones con extremos de diferentes grosores y formas para crear líneas de rayado de grosores diversos. Al final se realzaba, de manera manual, la impresión tridimensional del acabado, con pinceladas de refuerzo, imitación de luces y sombras.
En este sentido, uno de los trabajos más increíbles de la técnica del dorado y estofado, en los que es probable estuviera involucrado el propio Sebastián Zaidia, son los magníficos retablos del convento de San Martín de Segorbe, obras atribuidas al escultor Juan Miguel Orliens con pinturas de los Ribalta [Montolío, 2014], una verdadera «locura» de este arte en tierras valencianas, conservados en uno de los templos más emblemáticos de nuestra diócesis. Sus maravillosos diseños, sobre todo plasmados en las tablas laterales de los pedestales de las columnas, con roleos vegetales, florales, animales diversos, especies de aves, mitológicos, insectos, etc., constituyen uno de los más bellos conjuntos conservados, datados entre 1620 y 1630.
Su gran importancia técnica y artística hizo que, en 2001, con motivo de la preparación de la exposición La Luz de las Imágenes, Desconocida admirable, en Segorbe, uno de estos fabulosos paneles estofados, correspondiente al antiguo retablo de San Miguel, fuera elegido por los miembros del comité científico que en aquellos lejanos años trabajábamos en la misma, como magnífica portada del catálogo de la exposición. Algún día habrá que desengranar toda la importancia que aquella muestra tuvo para el estudio del patrimonio diocesano segobricense y las circunstancias y anécdotas que la rodearon. Pero esa es ya otra historia.