Esta mañana se ha celebrado, en la S.I. Catedral de Segorbe, la Misa del Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor, que ha presidido nuestro Obispo, D. Casimiro. Cerramos la celebración de la Semana Santa. Es la fiesta de las fiestas, la fiesta cristiana por antonomasia que comienza con la Solemne Vigilia en la Noche Santa y se prolonga durante el día, la octava y la cincuentena pascual como si de un solo gran domingo se tratase.
Muy temprano, el primer día de la semana, las mujeres fueron al sepulcro, a pesar del miedo y de la tristeza, para ungir el cadáver que habían depositado en la tumba. Pero al llegar al lugar encontraron que la piedra que tapaba el sepulcro no estaba en su lugar. Además, el sepulcro está vacío y sólo quedaban los lienzos mortuorios, pero los ángeles que cuidaban el lugar les dijeron «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?. No está aquí. Ha resucitado» (Lc. 24,5).
“¡Cristo ha resucitado! Aleluya”. Hoy es “el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo”, ha proclamado el Obispo en el inicio de la homilía, “hoy es el día en que el Señor nos llamó a salir de las tinieblas de la muerte y a entrar en el reino de su luz maravillosa. El mismo Cristo Resucitado, vencedor de la muerte, nos invita a la alabanza y a la acción de gracias”.
“El evangelio de hoy (Jn 20, 1-9) nos invita a dejarnos llevar por la luz de la fe para creer personalmente que Cristo ha resucitado”, ha continuado, “en Él ha triunfado la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, el amor de Dios sobre el odio del mundo. Cristo Jesús es el vencedor del pecado y de la muerte”, ha recalcado.
Para aceptar la resurrección de Cristo “es necesaria la fe en la Palabra de Dios, como ocurrió en los primeros discípulos de Jesús, una fe que brota de la experiencia del encuentro personal con el Resucitado”, ha indicado. Además, una vez resucitado, “los discípulos se dejaron encontrar personalmente por el Resucitado. Fue un encuentro real y no una fantasía”, y por el que pasan del miedo y de la tristeza a la alegría.
El Señor, que ha muerto y ha resucitado por nosotros, sale también hoy “a nuestro encuentro y pide de nosotros un acto personal de fe en la resurrección de Cristo. Nuestra fe se apoya en la señal del sepulcro vacío y, sobre todo, en el testimonio unánime y veraz de aquellos que pudieron ver al Resucitado, que comieron y bebieron con él en los cuarenta días que permaneció en la tierra”.
“Celebremos, hermanos, a Cristo resucitado”, ha exhortado al final D. Casimiro, y “reavivemos nuestro propio Bautismo, que nos ha hecho nuevas creaturas. Nuestra alegría pascual será verdadera si nos dejamos encontrar y transformar de verdad por el Resucitado en lo más profundo de nuestro ser; si nos dejamos llenar de su vida y amor”.
Tras la Misa, se ha celebrado la procesión del Encuentro, con la participación de las tres cofradías de la ciudad: de la Santísima Trinidad, de la Sangre – Cristo de San Marcelo, y de la Verónica. La imagen del Cristo Resucitado se ha encontrado con la Virgen en la plaza de la Cueva Santa.
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 17 de abril de 2022
(Hch 10,34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)
Hermanas y hermanos en el Señor.
1. “¡Cristo ha resucitado! Aleluya”. Hoy es “el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo”. Cantemos con toda la Iglesia el Aleluya pascual. ¡Cristo ha resucitado! Hoy es el día en que con mayor verdad podemos entonar cantos de victoria. Hoy es el día en que el Señor nos llamó a salir de las tinieblas de la muerte y a entrar en el reino de su luz maravillosa. El mismo Cristo Resucitado, vencedor de la muerte, nos invita a la alabanza y a la acción de gracias.
2. En el Credo confesamos que Jesús, después de su crucifixión, muerte y sepultura, “al tercer día resucitó de entre los muertos”. El evangelio de hoy nos invita a dejarnos llevar por la luz de la fe para creer personalmente que Cristo ha resucitado. En primer lugar, el Evangelio nos habla de la señal del sepulcro vacío. Este hecho desconcertó en un primer momento a María Magdalena y a los mismos Apóstoles, Pedro y Juan; pero sólo Juan, el discípulo a quien Jesús amaba, «vio y creyó». «Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos» (Jn 20,8-9). El cuerpo de Jesús, muerto en la cruz, ya no estaba allí; no porque hubiera sido robado o puesto en otro lugar, sino porque había resucitado. Aquel Jesús a quien habían seguido, vive, porque ha resucitado; en Él ha triunfado la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, el amor de Dios sobre el odio del mundo. Cristo Jesús es el vencedor del pecado y de la muerte.
El hecho mismo de la resurrección, es decir el momento mismo en que el cuerpo muerto de Jesús pasa a la Vida gloriosa, no tiene testigos. Pero la resurrección de Jesús es un hecho real, que ha sucedido en la historia, aunque que traspasa el tiempo y el espacio. No es el fruto de la fantasía de unas mujeres crédulas o de la profunda frustración de sus discípulos, como dicen los que la niegan. La tumba está vacía, porque Jesús ha resucitado verdaderamente y su carne ha sido glorificada. No se trata de una vuelta a esta vida para volver a morir de nuevo, sino del paso a nueva forma de vida, gloriosa y eterna. El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. Jesús vive ya glorioso y para siempre. Por eso Jesús mismo se aparece a sus discípulos.
2. ¡Cristo Jesús ha resucitado! Para aceptarlo es necesaria la fe en la Palabra de Dios, como ocurrió en los primeros discípulos de Jesús: una fe que brota de la experiencia del encuentro personal con el Resucitado. Una vez resucitado, Jesús salió al encuentro de sus discípulos: se les apareció, se dejó ver y tocar por ellos, caminó, comió y bebió con ellos. La tarde del primer día de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Jesús resucitado se puso en medio de ellos, les enseño las señales de sus manos y el costado, y les dijo: “Paz vosotros”. Y su corazón se lleno de alegría al ver al Señor (cf. Jn 20, 19-20). Al apóstol Tomás, que no estaba presente y dudaba de lo que le dijeron sus compañeros, Jesús le invitó una semana después a tocar las llagas de sus manos y meter su mano en la hendidura de su costado. Y Tomás creyó que el Resucitado era el mismo que el Crucificado: «Señor mío, y Dios mío», exclamó (Jn 20,28).
Los discípulos se dejaron encontrar personalmente por el Resucitado. Fue un encuentro real y no una fantasía. Fue un encuentro profundo que tocó a sus personas en el centro de su ser; quedaron sobrecogidos ypasaron de la tristeza a la alegría, de la decepción a la esperanza, del miedo a los judíos a mostrarse ante ellos como los discípulos de Jesús. Toda su vida quedó transformada; todas las dimensiones de su existencia cambiaron de raíz: su pensar, su sentir y su actuar. Este encuentro los movilizó y los impulsó a contar lo que habían visto y experimentado; y lo hacían con temple y aguante, sin miedo a las amenazas, a la cárcel e incluso a la muerte. Este encuentro con el Señor resucitado fue tan fuerte que hizo de ellos la comunidad de discípulos misioneros del Señor, y puso en marcha un movimiento que nada ni nadie podrá ya parar.
Que Cristo ha resucitado es tan importante para los Apóstoles, que ellos son, ante todo, testigos de la resurrección, designados por Dios para nosotros y para siempre. Este es el núcleo de toda su predicación. “Nosotros somos testigos de todo lo que [Jesús] hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A éste lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección de entre los muertos” (Hech 10,39-41).
3. Como en el caso de los Apóstoles, el Señor resucitado sale hoy a nuestro encuentro y pide de nosotros un acto personal de fe en la resurrección de Cristo. Nuestra fe se apoya en la señal del sepulcro vacío y, sobre todo, en el testimonio unánime y veraz de aquellos que pudieron ver al Resucitado, que comieron y bebieron con él en los cuarenta días que permaneció en la tierra. A los testigos se les cree por la confianza que merecen. Los Apóstoles confiesan y proclaman que el Señor ha resucitado; y padecieron persecución y murieron por dar testimonio de esta verdad. No hay mayor credibilidad que la de quien está dispuesto a entregar su vida por mantener su testimonio.
El Señor resucitado está presente hoy en nuestra vida y sale a nuestro encuentro. Él está en medio de nosotros y nos invita a todos a dejarnos encontrar o reencontrar personalmente por Él para fortalecer o recuperar la alegría de nuestra fe y de nuestra condición de cristianos; es la alegría que brota de la Pascua, es la alegría de sabernos amados personal y siempre por Dios en su Hijo, Jesús, muerto y resucitado, para que en Él tengamos vida, la vida misma de Dios. Como entonces, este encuentro ha de ser personal, real y transformador de toda nuestra vida personal y comunitaria; un encuentro que nos lleve de nuevo a la comunidad de los discípulos de Jesús, y un encuentro que nos movilice a anunciar a todos la buena y gran Noticia de la Resurrección del Señor. Y este encuentro es posible: el Resucitado está entre nosotros, nos espera especialmente en su Palabra, en la Eucaristía y en el sacramento de la Penitencia, en la oración, en la comunidad de sus discípulos, y en los pobres, en los hambrientos y sedientos, en los enfermos y necesitados, con los que Él se identifica. Es la gracia que Dios nos ofrece principalmente en el Año Jubilar diocesano que acabamos de comenzar.
4. Cristo Jesús ha muerto y ha resucitado por todos nosotros. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. En Cristo, todo adquiere un sentido nuevo. La vida gloriosa del Señor Resucitado es como un inagotable tesoro, del que ya participamos por nuestro bautismo, que nos ha insertado en el misterio pascual del Señor. Recordemos hoy con gratitud nuestro bautismo; es nuestra pascua personal. Es el mayor don que hemos recibido de Dios y que pide ser acogido y vivido personalmente. “Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6, 3-4). San Pablo nos recuerda que ser bautizados significa ser incorporados a la Pascua del Señor, pasar con Cristo de la muerte del pecado a la Vida de Dios y en Dios. En el bautismo, Dios nos ha hechos sus hijos e hijas y nos ha dado la gracia inicial de nuestra futura resurrección. Por ello el mismo Pablo, nos recuerda hoy: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1).
Al confesar y vivir que Cristo ha resucitado, nuestro corazón se ensancha y comprende mejor todo lo que puede esperar. Buscando los bienes de allá arriba, aprendemos a tratar mejor la creación y a poner amor y vida en nuestra relación con los demás. La resurrección del Señor nos coloca ante lo más en nuestra vida: la Vida eterna y la felicidad plena: y por eso toda nuestra existencia cobra una nueva densidad.
Como dice el Apóstol Pablo, nuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Ya no nos amenaza la muerte, ya no necesitamos buscar falsas seguridades por el temor a morir. Sabemos que la muerte ya no tiene la última palabra. Porque Cristo ha resucitado podemos vivir de una manera nueva, porque nuestra existencia está liberada de las reglas del pecado y de la mundanidad; es decir de la esclavitud de la mentira, de la avaricia, del odio, del rencor, de la indiferencia, del desprecio y del abuso de los demás. Jesús nos ha liberado y, resucitado, camina junto a nosotros haciendo que sea posible vivir de un modo distinto, para que, como Él, pasemos haciendo el bien. Todos los signos de alegría y de fiesta de este día, en que actúo el Señor, son signo también de la caridad que ha de inundar nuestros corazones. Jesús victorioso nos comunica su vida para que podamos seguir su camino. El nos hace posible la entrega desinteresada al prójimo y su acogida generosa, el verdadero amor en el matrimonio y en la familia, la amistad desinteresada y benevolente, el perdón y el trabajo justo, porque la muerte ya no tiene la última palabra.
En la resurrección de Jesús tienen respuesta todas las inquietudes de nuestro corazón. Porque Cristo ha resucitado, el mundo no es un absurdo. Ni la persecución de los cristianos, ni las injusticias, ni la corrupción de los poderosos de este mundo, ni el pecado, ni el mal, ni la muerte tendrán la última palabra, porque el Señor ha resucitado. Él está vivo y nos podemos dejar encontrar y transformar por Él. Ahí está el sentido de nuestra vida y la posibilidad de llevarla a su plenitud en el amor. Alegrémonos en este día que disipa todas las tinieblas y dudas, y hace crecer en nosotros la esperanza.
5. Los Apóstoles fueron, ante todo, testigos de la resurrección del Señor Jesús. Aquel mismo testimonio, que, como un fuego, ha ido dando calor a las almas de los creyentes, llega hoy hasta nosotros. Acojamos y transmitamos este mensaje a las nuevas generaciones. Sean cuales sean las dificultades, éste es nuestro deber más sagrado: transmitir de palabra y por el testimonio de las buenas obras esta buena Noticia de Dios para la humanidad: En Cristo, la Vida ha vencido a la muerte, el bien al pecado, el amor al egoísmo, la luz a la oscuridad, el sentido de la historia y del cosmos al sinsentido del nihilismo. Hay esperanza para la humanidad.
Celebremos, hermanos, a Cristo resucitado. Reavivemos nuestro propio Bautismo, que nos ha hecho nuevas creaturas. Nuestra alegría pascual será verdadera si nos dejamos encontrar y transformar de verdad por el Resucitado en lo más profundo de nuestro ser; si nos dejamos llenar de su vida y amor: esa vida y ese amor de Dios que generan alegría, paz, justicia, vida, amor y esperanza. Que el encuentro gozoso de María, nuestra Madre, con su Hijo Resucitado nos lleve a nuestro en el Señor.
A las 22 h. de anoche, en la Santa Iglesia Catedral de Segorbe, el Obispo de la Diócesis presidió la Vigilia Pascual. Para el pueblo de Israel, la Pascua era la fiesta más importante de su calendario, recordando su liberación de Egipto, cuando pasó el Ángel exterminador e hirió a los egipcios en sus primogénitos; su salida tenía como meta el Monte Sinaí, donde celebrarían la Alianza con Dios.
Celebramos que «este es el día en que actuó el Señor», la solemnidad de las solemnidades y nuestra Pascua: la Resurrección de nuestro Salvador Jesucristo según la carne, fuente de profunda alegría y sin la cual no tendría sentido el cristianismo. “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (1 Cor. 15,14), afirma con rotundidad San Pablo.
La liturgia y los símbolos de esta noche santa nos ayudan a entender y a vivir el misterio que celebramos, el paso de Cristo de la muerte a la vida. Durante la Vigilia Pascual todo gira en torno al fuego, que representa a Cristo que es la Luz del Mundo. Comienza con la bendición del fuego en el lucernario, así como del cirio pascual, que representa a Cristo resucitado, vencedor de las tinieblas y de la muerte, sol que no tiene ocaso. Se enciende con fuego nuevo, producido en completa oscuridad, porque en Pascua todo se renueva: de él se encienden todas las demás luces. «Te rogamos, Señor, que este cirio, consagrado a tu nombre, para destruir la oscuridad de esta noche, arda sin apagarse y, aceptado como perfume, se asocie a las lumbreras del cielo» (Texto del Pregón Pascual).
¡Cristo ha resucitado, Aleluya! “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado”, aseveró D. Casimiro en la homilía, “esta es la gran Noticia cada año en esta Noche santa de Pascua: Jesús ha resucitado. Es la Pascua del Señor. Jesús ha pasado a través de la muerte a la Vida gloriosa. Cristo ha pasado a una nueva y definitiva existencia. El Señor vive glorioso para siempre junto a Dios”.
La Palabra poderosa de Dios es proclamada en esta Vigilia, recordándonos una vez más que “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos, no es un Dios de la obscuridad y de la muerte, sino un Dios de Luz, de Amor y de Vida”, dijo. “En esta Noche Santa se cumplen las Escrituras, que hemos proclamado recorriendo las etapas de toda la Historia de la Salvación. En esta Noche Santa todo vuelve a empezar desde el “principio”; todo recupera su auténtico significado en el plan amoroso de Dios, es la nueva creación”.
“La Pascua de Cristo es por ello también nuestra propia Pascua, la pascua de todo bautizado”, recordó, “como nosotros un día, por el Bautismo renacemos a la nueva vida de Dios e incorporados a su familia, lavados de todo vínculo de pecado, signo y causa de muerte y de alejamiento de Dios, Dios Padre nos acoge amorosamente y para siempre como a sus hijos amados en el Hijo y nos inserta en la nueva Vida resucitada de Jesús”.
“¡Vivamos con la ayuda de la gracia la nueva vida de hijos de Dios en el seguimiento del Hijo por la fuerza del Espíritu Santo en el seno de la Iglesia, que está presente, vive y se realiza en esta Iglesia Diocesana de Segorbe-Castellón!”, exhortó, y para ello, “Dios mismo nos concederá gracias abundantes en el Año Jubilar diocesano recién comenzado”.
En la Vigilia, D. Casimiro bautizó a una niña, Caterina. “Vuestra hija quedará esta noche vitalmente y para siempre unida al Padre Dios en su Hijo Jesús por el don del Espíritu Santo en el seno de la familia de Dios. A partir de hoy y para siempre será hija amada de Dios en su Hijo, Jesucristo, y, a la vez, hermana de cuantos formamos la familia de los hijos Dios, es decir, la Iglesia”, les dijo a sus padres.
También tenía un significado especial para la 3ª comunidad neocatecumenal de Santo Tomás de Villanueva de Castellón, y para la 4ª de la comunidad de la Merced de Burriana. “Hoy concluís el Camino Neocatumenal, y os habéis preparado de modo especial para renovar las promesas bautismales solemnemente en esta S.I. Catedral-Basílica, ante mí, sucesor de los Apóstoles”.
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 16 de abril de 2022
(Gn 1,1-2,2;Gn 22,1-18; Ex14,15-15,1ª; Is 55,1-11; Rom 6,3-11; Lc 24,1-12)
1. ¡Cristo ha resucitado, Aleluya! “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado” (Lc 24,1-12). Este es el anuncio de aquellos dos hombres con vestidos refulgentes a las mujeres que habían acudido al sepulcro con aromas y lo encuentran vacío. No está aquí, en el sepulcro, no porque lo hayan robado o traslado de lugar. No está aquí, porque ha resucitado.
Esta es la gran Noticia cada año en esta Noche santa de Pascua: Jesús ha resucitado. Es la Pascua del Señor. Jesús ha pasado a través de la muerte a la Vida gloriosa. Cristo ha pasado a una nueva y definitiva existencia. El Señor vive glorioso para siempre junto a Dios. Y esta es la gran Noticia en esta Noche santa también a nosotros: No busquéis entre los muertos al que vive. Cristo ha resucitado. El Señor resucitado vive y está entre nosotros; nos llama a dejarnos encontrar por Él, a dejarnos llenar de la Vida nueva, para seguirle para llegar hasta la Vida plena y feliz junto a Dios.
Esta es la razón de esta Vigilia Pascual, la madre de todas las vigilias, la fiesta cristiana por excelencia. ¡Aleluya, hermanos! Alegrémonos por la presencia del Señor Resucitado en medio de nosotros. Nunca nos cansaremos de celebrar la Pascua; nunca alabaremos suficientemente a Dios por su nueva y definitiva Alianza en Cristo Jesús, su Hijo: en medio de la oscuridad de la noche, Cristo Jesús ha sido liberado de la muerte y llenado del Espíritu de Dios, el Espíritu de la Vida.
2. “Demos gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 117). Las lecturas de la Palabra de Dios de esta Noche santa lo han traído una vez más a nuestra memoria y a nuestro corazón. Dios no es un Dios de muertos sino de vivos, no es un Dios de la obscuridad y de la muerte, sino un Dios de Luz, de Amor y de Vida.
En la primera creación del mundo, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas primordiales y las llenó de su vida. Dios creó todas las cosas y eran buenas, y, finalmente creó al hombre a ‘su imagen’; hombre y mujer los creó, por puro amor y para la vida sin fin. ¡Y vio Dios que todo era muy bueno! Ahora, en la nueva creación, el mismo Espíritu ha actuado poderosamente en el sepulcro de Jesús y lo ha llenado de Vida nueva; es el primogénito de la nueva creación. Dios es amor. Incluso cuando el primer hombre en uso de su libertad rechaza la vida de Dios, Dios en su infinita misericordia no lo abandona. En la culpa humana, Dios muestra su infinita misericordia y promete al Salvador. Para rescatarnos del pecado de Adán nos dio al Salvador, quien muriendo nos libera del pecado y de la muerte, y resucitando nos devuelve a la Vida de Dios. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!
En esta Noche Santa se cumplen las Escrituras, que hemos proclamado recorriendo las etapas de toda la Historia de la Salvación. En esta Noche Santa todo vuelve a empezar desde el “principio”; todo recupera su auténtico significado en el plan amoroso de Dios de Dios; es la nueva creación. El hombre, creado a su imagen y semejanza, en comunión con Dios y con sus semejantes, está llamado a esa comunión en Cristo. Es como un nuevo comienzo de la historia y del cosmos, porque “Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto” (1 Co 15,20). Él, “el último Adán”, se ha convertido en “un espíritu que da vida” (1 Co 15,45). Donde abundó el pecado, ahora sobreabunda la Gracia.
En esta Noche Santa nace el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, con el cual Dios ha sellado una alianza eterna con la sangre del su Hijo encarnado, crucificado y resucitado. Toda la tierra exulta y glorifica al Señor. Ante los ojos de una humanidad alejada de Dios brilla la luz de Cristo Resucitado. El pecado ha sido perdonado y la muerte ha sido vencida. Por la Resurrección de Jesucristo, todo está revestido de una vida nueva. En Cristo la humanidad es rescatada por Dios, recobra la esperanza y queda restaurado el sentido de la creación. Este es el día de la revelación de nuestro Dios. Es el día de la manifestación de los hijos de Dios.
3. Por ello, en la Pascua no sólo cantamos la resurrección del Señor; su resurrección nos concierne a cada uno de nosotros, los bautizados. Nos lo ha recordado San Pablo: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6, 3-4). La Pascua de Cristo es por ello también nuestra propia Pascua, la pascua de todo bautizado.
¿Qué mejor ocasión que la Vigilia pascual para incorporar al misterio pascual de Cristo y para hacer memoria de nuestra incorporación a él por el Bautismo? Esta noche tenemos la dicha de celebrar el bautismo de esta niña –Caterina-, de recordar nuestro propio bautismo y de renovar con corazón agradecido nuestras promesas bautismales.
La mejor explicación que se puede dar de todo Bautismo y del Bautismo que esta niña va a recibir, son las palabras de San Pablo. El nos enseña que ser bautizados significa ser incorporados a la Pascua del Señor, pasar con Cristo de la muerte del pecado a la Vida de Dios y en Dios. Como esta niña en esta noche Santa, como nosotros un día, por el Bautismo renacemos a la nueva vida de Dios e incorporados a su familia: lavados de todo vínculo de pecado, signo y causa de muerte y de alejamiento de Dios, Dios Padre nos acoge amorosamente y para siempre como a sus hijos amados en el Hijo y nos inserta en la nueva Vida resucitada de Jesús. Como nosotros un día, así también, vuestra hija, queridos padres, – Laura y Samuel- quedará esta noche vitalmente y para siempre unida al Padre Dios en su Hijo Jesús por el don del Espíritu Santo en el seno de la familia de Dios. A partir de hoy y para siempre será hija amada de Dios en su Hijo, Jesucristo, y, a la vez, hermana de cuantos formamos la familia de los hijos Dios, es decir, la Iglesia.
Como al resto de los bautizados, la familia de la Iglesia de Dios, en que hoy queda insertada, no la abandonará nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta familia es la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta familia no la abandonará incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de su vida. Esta familia le brindará siempre consuelo, fortaleza, aliento, luz, esperanza y alegría; le dará palabras de vida eterna, esas palabras de esperanza que iluminan y responden a los grandes desafíos de la vida e indican el camino exacto a seguir hasta la casa del Padre.
Esta Vida nueva y eterna, que hoy recibe vuestra hija y que hemos recibido todos los bautizados, es un don que ha de ser acogido, vivido y testimoniado personalmente. Los padres y padrinos, haciendo las promesas bautismales diréis, en su nombre, un triple compromiso: diréis ‘no’ a Satanás, el padre y príncipe del pecado, a sus obras y a sus seducciones al mal, para vivir en la libertad de los hijos de Dios. Y en la profesión de fe, diréis un ‘sí’ a la amistad con Cristo Jesús, muerto y resucitado, que se articula en tres adhesiones: un ‘sí’ al Dios vivo, es decir a Dios creador, que sostiene todo y da sentido al universo y a nuestra vida; un ‘sí’ a Cristo, el Hijo de Dios que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida; y un ‘sí’ a la comunión de la Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro tiempo y en nuestra vida.
¡Que la alegría y el amor por vuestra hija, que mostráis hoy al presentarla para que reciba el don del bautismo, permanezcan en vosotros a lo largo de vuestros días! ¡Enseñadle y ayudadle con vuestra palabra y, sobre todo, con vuestro testimonio de vida a vivir y proclamar la nueva vida que hoy recibe! ¡Enseñadle y ayudadle a encontrarse personalmente con Jesús para conocerle, amarle y vivir tras sus huellas! ¡Enseñadle y ayudadle a vivir en la comunión de la familia de Dios, como hija de la Iglesia, a la que hoy queda incorporada, para que participe de su vida y de su misión! ¡Enseñadle a vivir la alegría del Evangelio que brota de la experiencia que Dios la ama personalmente! ¡Apoyadle para que comparta con otros la alegría del Evangelio!
4. Lo dicho vale también para nosotros, los ya bautizados, al recordar hoy el don de nuestro propio bautismo en la renovación de las promesas bautismales. Es una gracia de Dios y una nueva oportunidad para dejar que se reavive en nosotros la nueva vida del nuestro bautismo y la alegría de nuestro encuentro con Cristo resucitado. San Pablo nos exhorta a que “andemos en una vida nueva”. Si hemos muerto con Cristo, ya no podemos pecar más. ¡Vivamos con la ayuda de la gracia la nueva vida de hijos de Dios en el seguimiento del Hijo por la fuerza del Espíritu Santo en el seno de la Iglesia, que está presente, vive y se realiza en esta Iglesia Diocesana de Segorbe-Castellón! Para este fin, Dios mismo nos concederá gracias abundantes en el Año Jubilar diocesano recién comenzado.
Un significado especial tiene esta celebración para vosotros, queridos hermanos y hermanas, de la 3ª comunidad neocatecumenal de Santo Tomás de Villanueva de Castellón de Plana y de la 4ª de la comunidad de la Merced de Burriana. Hoy concluís el Camino Neocatumenal, Yos habéis preparado de modo especial para renovar las promesas bautismales solemnemente en esta S.I. Catedral-Basílica, ante mí, sucesor de los Apóstoles. Vuestras túnicas blancas de lino son signo de vuestra nueva vida bautismal que os acompañarán también en el tránsito hacia la casa del Padre. En vuestros escrutinios habéis visto de dónde procedías cada uno: en algunos casos seguro que de un mundo de destrucción y de miseria, por vivir alejados del amor de Dios por el pecado; pero también habéis experimentado el amor de Dios en Cristo, su misericordia infinita que os ha re-creado haciendo de vuestra propia historia una historia de salvación. ¡Acoged en todo momento la gracia de Dios y la ayuda de los hermanos para que estas vestiduras se mantengan siempre limpias hasta el encuentro definitivo en el Padre!
Renovados así en el amor de Jesucristo podréis y podremos todo seguir nuestro camino en el mundo bajo la mirada del Padre y con la fuerza del Espíritu.
5. Que María, testigo gozosa del acontecimiento de la Resurrección, nos ayude a caminar “en una vida nueva” y vivir como hombres nuevos, que “viven para Dios, en Jesucristo” (Rm 6, 4.11). Que María nos enseñe a salir al encuentro del Hijo Resucitado, fuente de alegría. Fortalecidos así en la fe y vida cristianas estaremos prontos para dar razón de nuestra esperanza y para llevar a nuestros hermanos el mensaje de la resurrección. “¡El no está aquí. Ha resucitado. Aleluya!” Amén.
1. La contemplación de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, hecha en el ambiente sagrado de este día, nos adentra en la celebración litúrgica del Viernes santo. Hemos recordado y acompañado a Jesús en los pasos de su vía dolorosa hasta la Cruz. El Señor es traicionado por Judas; asaltado, prendido y maltratado por los guardias; es negado por Pedro y abandonado de todos sus apóstoles, menos por Juan; una vez, condenado por pontífices y sacerdotes indignos, juzgado por los poderosos, soberbios y escépticos es azotado, coronado de espinas e injuriado por la soldadesca; luego es conducido como reo que porta su cruz hasta el lugar de la ejecución; y, por fin, crucificado, levantado en alto, muerto y sepultado.
En la cruz se manifiesta el rostro de Dios
2. En la Cruz contemplamos el ‘rostro doliente’ del Señor. El es ‘siervo paciente’, el ‘varón de dolores’, humillado y rechazado por su pueblo. En la pasión y en la cruz contemplamos al mismo Dios, que asumió el rostro del hombre, y ahora se muestra cargado de dolor. En la cruz se nos manifiesta el rostro de Dios.
Cuando el Apóstol Felipe dijo a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre», él respondió: «Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces…? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 8-9). También cuando lleva la cruz y cuando muere en ella, Jesús sigue siendo el Hijo de Dios Padre, una misma cosa con él. Mirando su rostro desfigurado por los golpes, la fatiga, el sufrimiento interior, vemos el rostro del Padre. Más aún, precisamente en ese momento, la gloria de Dios, su luz demasiado fuerte para el ojo humano, se hace más visible en el rostro de Jesús. Aquí, en ese pobre ser que Pilato ha mostrado a los judíos, esperando despertar en ellos piedad, con las palabras “Aquí lo tenéis” (Jn 19, 5), se manifiesta la verdadera grandeza de Dios, la grandeza misteriosa que ningún hombre podía imaginar.
Dios sufre en su Hijo Jesús. Es el dolor provocado por el pecado, por el desprecio de su amor. No sufre por su pecado personal, pues es absolutamente inocente; sino por la tragedia de mentiras y envidias, traiciones y maldades que se echaron sobre él, para condenarlo a una muerte injusta y horrible. El carga hasta el final con el peso de los pecados de todos los hombres y de todo sufrimiento humano. Con su muerte redime al mundo. Jesús mismo había anunciado: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la multitud” (Mc 10,45).
En la Cruz se muestra la grandeza humana
3. En Jesús crucificado se revela no sólo la grandeza de Dios; también se muestra otra grandeza: la nuestra; la grandeza que pertenece a todo hombre por el hecho mismo de tener un rostro y un corazón humano. Escribe san Antonio de Padua: “Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú te mires en la cruz como en un espejo… Si te miras en él, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad… y tu valor… En ningún otro lugar el hombre puede darse mejor cuenta de cuánto vale, que mirándose en el espejo de la cruz” (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214). Sí. Jesús, el Hijo de Dios, ha muerto por ti y por mí, por cada uno de nosotros. De este modo nos ha dado la prueba concreta de cuán grandes y cuán valiosos somos a los ojos de Dios, los únicos ojos que, superando todas las apariencias, son capaces de ver en profundidad la realidad de las cosas, nuestra propia realidad.
Cristo sufre y muere no por otra razón sino “por nuestros pecados” (1Co, 15,3) y “por nosotros”: a causa de nosotros, a favor nuestro y en lugar de nosotros. Contemplando este ‘rostro doliente’, nuestro dolor se hace más fuerte, porque el rostro de Jesús padeciendo en la cruz, asume y expresa el dolor de muchos hermanos, que hoy padecen angustia y desconcierto, en parte por sus pecados, pero mucho más aún por los pecados de los demás, por las violencias y por los egoísmos humanos, que los aprisionan y esclavizan.
La Cruz es fuente de esperanza
3. Y en la oscuridad de la Cruz rompe la luz de la esperanza. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho”. El Siervo de Dios, aceptando su papel de víctima expiatoria, trae la salvación y la justificación de muchos. En la Cruz, “Dios estaba reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5, 19). La Cruz, a la vez, que descubre la gravedad del pecado, nos manifiesta la grandeza del amor de Dios y la grandeza del ser humano para Dios: Él mismo quiere librarnos de cualquier pecado y de la muerte. Desde aquella cruz, padeciendo el castigo que no merecía, el Hijo de Dios mostró la grandeza del corazón de Dios, y su generosa misericordia; y exclama: “!Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!”.
La salvación es la liberación del hombre de sus pecados, males y miserias, y la reconciliación con Dios. La salvación es fruto del amor infinito y eterno de Dios. Porque sólo el amor infinito de Dios hacia los hombres pecadores es lo que salva; el amor de Dios es la única fuerza capaz de liberar, justificar, reconciliar y santificar. Pero el amor de Dios requiere ser acogido; el amor del Amante espera de la respuesta del amado, para entregarse y darse totalmente a sí mismo con todo cuanto tiene. Sin esa respuesta, no se produce, la obra del amor; se detiene a la puerta.
Por eso, para vivir con esperanza y como hombres nuevos, es necesario mirar, contemplar y acoger en nuestro corazón a Jesucristo en su pasión y en la Cruz; seguirle en aquellas horas amargas, que son las más decisivas de la historia de la humanidad. Ha llegado su hora, la hora de la verdad. Y las últimas palabras que Jesús dice y nos deja en la Cruz son expresión de su última y única voluntad, la que siempre tuvo y animó su existencia terrena: hacer lo que Dios quiere, hacer la voluntad del Padre, Dios. Esto es, amar hasta el extremo para rescatar a los hombres de los poderes del pecado y de la muerte. Mirémoslo ahí, clavado y suspendido del leño; mirémoslo como cordero degollado; mirémoslo ensangrentado y exangüe. Y todo ello por nosotros, por todos.
¿Hay acaso un amor más grande? Ahí nos revela todo el secreto de su persona y de su vida, ahí nos desvela el secreto de Dios: el secreto de un amor infinito que se entrega todo por nosotros para que tengamos vida, vida plena y eterna.
Llamada a la adoración
4. Contemplemos y adoremos con fe la Cruz de Cristo. Miremos al que atravesaron, y al que atravesamos. Miremos a Cristo: contemplemos su sufrimiento causado por el pecado, por la crueldad e injusticia humana. Contemplemos en la Cruz a los que hoy están crucificados, a todas la victimas de la maldad humana, a los que sufren y tienen que cargar con su cruz. Miremos el pecado del mundo, reconozcamos nuestros propios pecados, con los que Cristo tiene hoy que cargar.
Contemplemos y adoremos la Cruz: Es la manifestación del amor misericordioso de Dios, la expresión del amor más grande, que da la vida para librarnos de muerte. Si abrimos nuestro corazón a la Cruz, sinceramente convertidos y con verdadera fe, el amor de Dios nos alcanzará. Y el Espíritu de Dios derramará en nosotros el amor y podremos alcanzar la salvación de Dios.
Al pie de la cruz la Virgen María, unida a su Hijo, pudo compartir de modo singular la profundidad de su dolor y de su amor. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar la Cruz. A ella encomendamos en especial los que avergüenzan de la cruz y de su condición de cristianos, a los pecadores y a todos los que sufren a causa de su pecado, del egoísmo, la injusticia o la violencia. A ella encomendados a los enfermos y a los cristianos perseguidos a causa de su fe en la Cruz. Porque, los cristianos “no podemos gloriarnos sino en la Cruz de Cristo”. ¡Salve, Oh Cruz bendita, nuestra única esperanza! Amén.
A las 17 h. ha comenzado la celebración de la Pasión del Señor de este Viernes Santo, que ha presidido nuestro Obispo, D. Casimiro, en la S.I. Catedral de Segorbe. Ha concelebrado el Deán, D. Federico Caudé, el canónigo, D. José Manuel Beltrán, y el Secretario Particular, D. Ángel Cumbicos, asistiendo D. Julio José Sevilla, Diácono Permanente.
La Iglesia no celebra hoy ni mañana la Eucaristía, el altar luce sin mantel, sin cruz, sin velas ni adornos, pero conmemora con solemne sobriedad la Pasión y muerte del Señor: escuchando la Palabra de Dios, con la oración universal rezando para que a todos los hombres llegue la salvación de Cristo, adorando con devoción el madero santo de la cruz como expresión de fe y agradecimiento al Señor, y comulgando del pan consagrado en la Misa vespertina de ayer.
El Obispo y los ministros han entrado en silencio y se han postrado en el suelo, ante el altar, significando la humillación de la humanidad que implora perdón por sus pecados, así como la tristeza y el dolor de la Iglesia. Van vestidos de rojo, que significa el derramamiento de sangre. Es el color de los mártires, y de Jesús, que da su vida por toda la humanidad.
En la homilía, tras la liturgia de la Palabra, D. Casimiro ha exhortado a contemplar la pasión y muerte de Jesús. “En la cruz se nos manifiesta el rostro de Dios”, ha dicho, “mirando su rostro desfigurado por los golpes, la fatiga, el sufrimiento interior, vemos el rostro del Padre”. Cristo “carga hasta el final con el peso de los pecados de todos los hombres y de todo sufrimiento humano. Con su muerte redime al mundo”.
“Jesús, el Hijo de Dios, ha muerto por ti y por mí, por cada uno de nosotros”, ha continuado, y esa “es la prueba concreta de cuán grandes y cuán valiosos somos a los ojos de Dios”, expresando “el dolor de muchos hermanos, que hoy padecen angustia y desconcierto, en parte por sus pecados, pero mucho más aún por los pecados de los demás, por las violencias y por los egoísmos humanos, que los aprisionan y esclavizan”.
“En la oscuridad de la Cruz rompe la luz de la esperanza”, ha explicado el Obispo, porque en ella se nos manifiesta la grandeza del amor infinito de Dios “y la grandeza del ser humano para Dios, Él mismo quiere librarnos de cualquier pecado y de la muerte”. Ha invitado a contemplar y adorar la cruz, que “es la manifestación del amor misericordioso de Dios, la expresión del amor más grande, que da la vida para librarnos de muerte”.
A la Virgen María ha encomendado “a los que se avergüenzan de la cruz y de su condición de cristianos, a los pecadores y a todos los que sufren a causa de su pecado, del egoísmo, la injusticia o la violencia”, y también “a los enfermos y a los cristianos perseguidos a causa de su fe en la cruz”.
Tras la oración universal se ha dado paso a la adoración de la cruz, cantando tres veces la aclamación: “Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo».
E
El Cristo pertenece a la Cofradía de la Sangre – Cristo de San Marcelo de Segorbe.
Aunque en este día no se celebra la Eucaristía, se comulga del Pan consagrado en la celebración de ayer, Jueves Santo, expresando nuestra participación en la muerte salvadora de Cristo.
(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15)
En Jueves santo comienza el Triduo Pascual.
1. En la tarde de Jueves Santo conmemoramos la última Cena de Jesús con sus Apóstoles. Nuestra mente y nuestro corazón se trasladan al Cenáculo, donde Jesús se ha reunido con los suyos para celebrar la Pascua. Jesús “sabiendo que había llegado su hora de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Con estas palabras, san Juan explica años después el significado profundo de todos los hechos ocurridos aquellos días en Jerusalén.
Jesús sabe que ha llegado su hora, la hora de pasar de este mundo al Padre, el final de su vida terrena. Y como hace un buen padre o una buena madre con sus hijos cuando se siente próximo el final de su vida, Jesús reúne a los suyos para darles su último testamento, los mejores dones; no son los únicos, que hace Jesús, pero sí los más importantes. Son siete y muestran de su amor hasta el extremo. Hoy, Jueves santo, son los regalos de la Eucaristía, del Orden sacerdotal y del mandamiento nuevo del Amor; mañana, Viernes santo, los dones de su sangre, de su madre, la santísima Virgen, María al pie de la Cruz, y de las siete palabras; y el regalo de la vida eterna, de la resurrección, el Sábado de gloria y Domingo de resurrección.
Trasladémonos en espíritu hasta el Cenáculo. Contemplemos los regalos que hoy nos hace de la Eucaristía, el Orden sacerdotal y el mandamiento nuevo del amor. Y hagámoslo con la actitud debida sabiendo agradecer, disfrutar y cuidar estos dones. Ello nos ayudará a vivir el Jubileo diocesano recién comenzado.
El don del mayor tesoro: la Eucaristía
2. Jesús se ha reunido con sus Apóstoles para celebrar con ellos “la Pascua (la fiesta) en honor del Señor” (Ex 12, 11), que conmemora ‘el paso del Señor’ para liberar a su Pueblo de la esclavitud de Egipto y establecer la Alianza de Dios con su Pueblo. Jesús elige la celebración de la Pascua judía para establecer la nueva y definitiva Alianza. Él es el ‘verdadero cordero sin defecto’, inmolado por la salvación del mundo, para la liberación definitiva de la esclavitud del pecado y de la muerte mediante su muerte y resurrección. Jesús instituye la nueva Pascua.
En la Cena, Jesús anticipa sacramentalmente lo que iba a ocurrir al día siguiente. Jesús toma pan, lo bendice, lo parte y luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; lo mismo hace con el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre” (1 Co 11, 24-25). Y acto seguido, añade: “Haced esto en memoria mía” (1 Co 11, 24-25). Con estas palabras, Jesús instituye la Eucaristía, el sacramento que perpetúa para todos los tiempos su amor hasta el extremo en la Cruz. Siguiendo el mandato de Jesús, en cada santa Misa actualizamos de un modo incruento, sacramental pero realmente, su entrega en la cruz y su resurrección. En cada santa Misa se actualiza el misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo para el perdón de los pecados y la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. La Eucaristía es así manantial permanente de vida y de comunión con Dios y fuente de comunión con los hermanos. Desde aquel Jueves Santo, la Iglesia, que nace del misterio pascual de Cristo, vive de la Eucaristía, se deja renovar y fortalecer por ella, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Por ello, después de la consagración nos unimos a la aclamación del sacerdote: ‘Este es el Misterio de nuestra fe’, con las palabras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!’.
En cada santa Misa, el sacerdote se inclina sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo en “la víspera de su pasión”. El pan y el vino quedan transformados en el Cuerpo y Sangre de Cristo. El pan consagrado es Cristo mismo, es su persona, que se da y se queda en la humildad de un pedazo de Pan, lo mismo que antes se había quedado en la humildad de hombre hecho carne en el vientre de Maria.
Por ello, la Eucaristía es el centro y la fuente de la vida de la Iglesia y de todo cristiano, que hemos de saber agradecer, disfrutar y cuidar. La Eucaristía es el Sacramento por excelencia que constituye a nuestra Iglesia diocesana en su realidad más auténtica y profunda: ser signo eficaz de reconciliación y de comunión con Dios y, en él, entre todos los hombres. No lo olvidemos en este Año Jubilar. Sin Eucaristía no hay Iglesia, no hay Iglesia diocesana, ni comunidad cristiana, como tampoco hay verdaderos cristianos. Agradezcamos este gran regalo, el mayor tesoro de nuestra Iglesia, participando en la santa Misa, orando ante el Señor, presente en el Sagrario. De lo contrario, nuestra fe y vida cristiana languidecen y mueren. Comulgando a Cristo-Eucaristía nos unimos realmente a Él y con quienes igualmente comulgan el Cuerpo y la Sangre del Señor. Todo cristiano, que quiera permanecer vitalmente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, ha de participar con frecuencia en la Eucaristía y ha de hacerlo plenamente acercándose a la comunión.
Pero hemos de cuidar la Eucaristía, es nuestro mayor tesoro. El mismo San Pablo nos recuerda la dignidad con que debe ser tratado este sacramento por parte de cuantos se acercan a recibirlo. «Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia condenación’ (1 Cor 11,28). Antes de comulgar es necesario examinarse y reconciliarse con Dios en el sacramento de la Penitencia, si se tiene conciencia de pecado grave. Antes de la Cena, Jesús lava también sus pies a sus mismos Apóstoles, para purificarlos, para que puedan tener parte con Él. Para acercarse a comulgar hay que estar limpios de todo pecado mortal, ha que estar en gracia de Dios. La Eucaristía es Cristo mismo, no es –perdón por la expresión- como un dulce que tomo porque me apetece. ¡Cuánto tenemos que mejorar! Hemos de poner mucho empeño en agradecer la Eucaristía, participar en ella asiduamente, al menos en el día de Señor, y, debidamente preparados, recibir a Cristo en la comunión. Él se queda en el Sagrario y nos espera. No lo abandonemos.
El regalo del sacerdocio ordenado
3. En la tarde del Jueves santo, recordamos y agradecemos también el don del sacerdocio ordenado. La Eucaristía y el sacerdocio ordenado son inseparables. “Haced esto en memoria mía”. Estas palabras de Cristo están dirigidas a los Apóstoles y a quienes continúan o participan de su ministerio. A ellos, Jesús les entrega la potestad de hacer en su nombre lo que Él acaba de realizar; es decir, la potestad de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Diciendo “haced esto”, instituye el sacerdocio ordenado, sin el cual no puede haber Iglesia. Porque sin sacerdotes no hay Eucaristía. Y sin la Eucaristía, no podemos existir ni vivir, ni los cristianos ni las comunidades. La escasez de sacerdotes está llevando a que cada vez más comunidades se vean privadas de la Eucaristía dominical. El pueblo creyente comienza a sentir la necesidad de los sacerdotes.
Jueves santo nos llama a agradecer el don de los sacerdotes, a valorar su presencia en nuestras comunidades, y a cuidar de ellos. Sólo una Iglesia verdaderamente agradecida y enamorada de la Eucaristía se preocupará de hacerlo y de suscitar, acoger y acompañar las vocaciones sacerdotales. Y lo hará mediante la oración y el testimonio de santidad.
Don del mandamiento nuevo del amor fraterno
4. Y, finalmente, en esta tarde de Jueves Santo Jesús nos deja en herencia el gran regalo del mandamiento nuevo del amor. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13, 34). A continuación repetiremos el gesto de Jesús hizo al comienzo de la Última Cena: el lavatorio de los pies. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les enseña cómo debe ser el amor de sus discípulos y les propone el servicio como norma de vida: “Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Jesús nos invita a imitarle: “Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 15).
Jesús establece una íntima relación entre la Eucaristía y el mandamiento del amor. No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de servir y amar al prójimo. Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren, los necesitados, los desfavorecidos, los indefensos… es servicio de amor. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.
También hemos de saber agradecer, disfrutar y cuidar este gran don el mandamiento nuevo del amor. No es fácil agradecer este mandamiento en una época proclive a rehuir todo mandamiento, toda orden, toda obligación. Jesús instituye la Eucaristía como manantial inagotable del amor. El amor es la herencia más valiosa que Jesús nos deja a los cristianos. Y porque es un don suyo el mandamiento del amor, debemos agradecerlo: el amor es el único camino que nos lleva a la vida, que nos lleva a la felicidad. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde Jesús ofrece a la humanidad entera. Cristo afirma la necesidad del amor, hecho entrega y servicio desinteresados. El amor alcanza su cima en el don de la propia persona, sin reservas, a Dios y a los hermanos, como el mismo Señor. El Maestro mismo se ha convertido en un siervo: y nos enseña que el verdadero sentido de la existencia es la entrega desinteresada por amor. El amor es el secreto del cristiano para edificar un nuevo mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo.
Jueves Santo es, por ello, el día del Amor fraterno. Después de ver y oír a Jesús, después de haber comulgado el sacramento del amor, después de habernos unido realmente con Él en la comunión, salgamos de esta celebración con el ánimo y las fuerzas renovadas para vivir el mandamiento del amor. Esto comienza con el prójimo y con el necesitado: en nuestra propia familia, entre nuestros vecinos, en el lugar de trabajo, en el pobre, enfermo o necesitado, en el forastero, en el inmigrante o en el refugiado. Eso sí, tendremos que salir de nosotros mismos y traspasar ese círculo en el que nos encierran la comodidad, el egoísmo, la indiferencia o los prejuicios. Si lo hacemos así, seremos discípulos de Cristo, imitaremos al mismo Dios que por amor supo salir de sí mismo para acercarse, entregarse y permanecer con nosotros.
Agradezcamos, disfrutemos y cuidemos los dones de la Eucaristía, del sacerdocio y del mandamiento nuevo del amor. En la Cena que recrea y enamora, encontramos, hermanos, el alimento y la fuerza para salir a los caminos de la vida. Seamos signo de unidad y fermento de fraternidad. Amén
A las 19 h. ha comenzado la celebración de la Cena del Señor de este Jueves Santo, que ha presidido nuestro Obispo, D. Casimiro, en la S.I. Catedral de Segorbe. Ha concelebrado el Deán, D. Federico Caudé, el canónigo, D. José Manuel Beltrán, y el Secretario Particular, D. Ángel Cumbicos, asistiendo Manuel Zarzo, Diácono Permanente.
Cerramos el ciclo cuaresmal y abrimos el triduo Pascual, conmemorando el día en que Jesús, durante la Última Cena, instituyó el don de la Eucaristía, el sacerdocio, y el mandamiento sobre la caridad fraterna. Cristo entra en la noche de Getsemaní y comienza la Pascua del Señor.
Imitamos “aquella memorable cena” que Jesús celebró con sus discípulos antes de padecer, y en la que quiso anticipar sacramentalmente, en los signos del pan y el vino, su entrega total en la cruz, y para perpetuarla instituyó también el misterio sacerdotal. Es el día sacerdotal por excelencia.
«Este día será para vosotros memorable, en él celebraréis la fiesta al Señor»
(Ex. 12, 14)
“Nos trasladamos al Cenáculo, donde Jesús se ha reunido con los Apóstoles, se ha reunido con los suyos para celebrar la Pascua”, decía D. Casimiro en el inicio de la homilía, en la que los israelitas conmemoraban el paso del Señor para liberarlos de la esclavitud de Egipto y la Alianza de Dios con su Pueblo.
“Sabiendo que había llegado su hora, de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, «los amó hasta el extremo»”, esto es lo que significa esta celebración, “Jesús nos muestra que nos ama hasta el extremo”, ha recalcado. “Jesús hoy nos da tres dones, tres regalos: la Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor”, ha indicado el Obispo.
«Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva»
(1 Cor. 11, 26)
“Jesús nos da el gran regalo, el tesoro más grande que tenemos en nuestra Iglesia, el sacramento de la Eucaristía”, en la que Él “se entrega para liberarnos del pecado y de la muerte”. Y lo hace diciendo: «Haced esto en conmemoración mía». Con este mandato, Jesús instituye la Eucaristía, “el sacramento que perpetúa a lo largo de los siglos esa entrega de Jesús hasta el extremo”.
Teniendo presente la apertura del Año Jubilar, ha indicado que “sin la Eucaristía no habría Iglesia”, sin ella “no haríamos presente a Cristo Jesús, muerto y resucitado para que el mundo tenga vida, y vida eterna”.
Al agradecer el don de la Eucaristía, recordamos y agradecemos también la institución del sacramento del Orden. “Sin sacerdotes no hay Eucaristía”, ha indicado, “y sin Eucaristía no hay Iglesia”. Por ello ha exhortado a acoger y a cuidar a los sacerdotes, “hay que acompañarlos, cuidar de ellos”.
«Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis»
(Jn. 13, 15)
D. Casimiro ha invitado a seguir el ejemplo de Jesús, que “nos muestra que solo entregándose hasta el final se encuentra la vida, solo entregando la propia persona se llega a la felicidad”, “no haciendo lo que me plazca”. “El camino para ser verdaderamente humano es el camino del amor, amor entregado y desinteresado”.
El mandamiento nuevo del amor “es la luz que nos ayuda a caminar hacia la felicidad plena, que está en darse, como Jesús nos muestra”. “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, este es el resumen de los mandamientos”, que debemos vivir con las personas que nos encontramos cada día en nuestro caminar, “porque ahí sale Jesús a nuestro encuentro”.
El rito del lavatorio de los pies se hace tal como hizo el Señor, significando su gran amor por los hombres. El Obispo ha lavado los pies a 12 cofrades de la Cofradía de la Verónica de Segorbe.
E
Terminada la Misa se traslada la Eucaristía de forma solemne y es reservada en el monumento para la adoración.
Hoy se cumplen 775 años de la creación de la Sede Episcopal en Segorbe, concedida por medio de la Bula Pie Postulatio de Inocencio IV. Así, desde primera hora de esta mañana, en los alrededores del templo, empezaban a acudir fieles procedentes de diferentes arciprestazgos, así como una importante representación política, militar, empresarial y social de nuestra Diócesis.
A las 11.00 h., Segorbe ha acogido la celebración del Rito de apertura de la Puerta Santa de la S.I. Catedral y la Santa Misa Crismal, uniendo ambas celebraciones por el profundo significado que tiene esta Misa para la Iglesia diocesana. Tal como avanzó nuestro Obispo en su carta semanal, publicada del pasado Domingo de Ramos, la Misa Crismal supone la reunión de la comunidad diocesana en la Catedral, como Iglesia Madre, haciéndolo en torno a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, para consagrar el santo Crisma y bendecir los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, que se usarán en los sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden sacerdotal.
La Catedral de Segorbe, como sede de la cátedra del Obispo y signo de su sucesión apostólica, es la casa de toda la familia diocesana formada por todos los bautizados. En la Santa Misa Crismal, presidida por D. Casimiro, se han hecho presentes las distintas vocaciones que conformamos la Iglesia del Señor de Segorbe-Castellón: sacerdotes, diáconos, consagrados, laicos, matrimonios y las familias, estando todos llamados a «crecer en la comunión para salir a la misión«, tal como reza el lema de este Año Jubilar.
Poco antes de las 11 h. daban comienzo los prolegómenos en la Iglesia del Seminario Menor Diocesano de Segorbe. Nuestro Obispo se ha dirigido a la asamblea en el inicio – ha dicho – «de esta peregrinación a la Santa Iglesia Catedral, como lo harán a lo largo de este año los fieles de nuestras comunidades, guiados por la Palabra de Dios e invocando la intercesión de los santos». Tras la oración inicial en la que D. Casimiro ha invocado a Dios Padre que conceda a su Pueblo «la alegría del Espíritu y acoja con esperanza renovada la proclamación de este año de gracia». Se ponían así, «en camino en el nombre de Cristo», dando inicio a la solemne procesión hacia la Catedral, precedida por el turiferario, la cruz y los ciriales, fieles laicos, seminaristas, el diácono con el Evangeliario, los presbíteros y, finalmente el Obispo, mientras se cantaban las letanías de los santos hasta llegar ante la Puerta Santa.
Apertura de la Puerta Santa
Al llegar a la Puerta Santa D. Casimiro se ha dirigido al Pueblo para anunciar la inauguración del Año Jubilar Diocesano que será, para toda la Iglesia diocesana, «una experiencia particularmente profunda de gracia y de misericordia divina que se prolongará hasta su clausura el 16 de Abril de 2023».
Abridme las puertas de la salvación.
Y entraré para dar gracias al Señor.
Este es el día en que actuó el Señor.
Sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Esta es la puerta del Señor.
Los vencedores entrarán por ella.
Antes de cruzar la Puerta Santa, mientras el júbilo de la celebración se hacía patente con el repicado de las campanas, el Obispo de Segorbe-Castellón, ha orado de rodillas unos minutos para, a continuación elevar el Evangeliario, tras lo que ha dado comienzo la procesión hacia el Altar mientras se interpretaba el Himno del Año Jubilar: He aquí la morada de Dios» de la mano de la Capilla Musical de la Catedral y el Coro del Santo Ángel de La Vall d´Uixó, acompañados por una orquesta creada «ad casum» y el organista de la Catedral.
Liturgia de la Palabra
El Señor me ha ungido y me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, y darles un perfume de fiesta.
Tras la antífona de entrada se daba paso a la primera lectura. A través del profeta Isaías (61, 1-3a. 6a. 8b-9), los participantes en la celebración advertían la importancia de la celebración para los sacerdotes, a quienes el Señor «ha ungido», siendo enviados «para dar la buena noticia (…), para proclamar un año de gracia del Señor», siendo llamados «Sacerdotes del Señor», tras lo que se ha entonado el Salmo (88, 21-22. 25 y 27): «Cantaré eternamente tus misericordias, Señor».
Nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios Padre
El Libro del Apocalipsis (1,5-8) concedía «la gracia y paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra» (…) y ha precedido la Proclamación de la Palabra según san Lucas (4,16-21), que anticipaba la renovación de las promesas de los sacerdotes que se iba a producir a continuación en el diálogo que ha establecido nuestro Obispo con los presbíteros, uniéndose así más fuertemente a Cristo, renunciando a sí mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptaron el día de su ordenación sacerdotal para el servicio de la Iglesia.
Convocados por Jesucristo
Con estas palabras ha dado comienzo la homilía de nuestro Obispo en este día de especial alegría para toda la Iglesia diocesana, en que reunidos «en torno a la mesa de la Palabra y la Eucaristía», acudimos a la casa de Dios, «nuestra Catedral diocesana en Segorbe, madre de todas las demás iglesias de la Diócesis» que es «presencia transparente de su amor, de su misericordia y de su Salvación para todos», ha resaltado D. Casimiro. Y hemos sido convocados para «para consagrar el santo Crisma y bendecir los óleos de los catecúmenos y de los enfermos (…) e inaugurar el Año Jubilar diocesano».
Las palabras del Obispo lo han sido para expresar el sentimiento de «profunda alegría» que se ha hecho patente al cantar «eternamente las misericordias del Señor» junto al salmista. Palabras de agradecimiento «a Dios porque nos ha elegido para ser su Iglesia diocesana», poniendo especialmente en valor, «los dones recibidos a lo largo de estos casi ocho siglos de historia». Igualmente se ha referido a «las obras de evangelización, de santificación y de caridad hacia los más pobres y necesitados».
En respuesta a todo ello, el Jubileo, ha resaltado D. Casimiro, «es un Año de gracia de Dios» y un tiempo en el que el Señor «derramará gracias especiales y abundantes sobre toda nuestra Iglesia diocesana, en especial el perdón de nuestros pecados y la Indulgencia plenaria». Un tiempo de gracia, ha dicho, «para impulsar nuestra conversión y purificación personal y de nuestras comunidades».
Vivir el Jubileo
El Obispo de Segorbe-Castellón nos ha exhortado a vivir el Año Jubilar desde «a Palabra de Dios y desde el profundo significado de esta Misa Crismal», enfatizando las palabras del Evangelio proclamado que «hoy es permanente y siempre actual: porque todos nosotros, los bautizados, hemos sido también ungidos y enviados; somos partícipes de la unción y misión de Cristo».
Tres han sido las palabras que han resonado con fuerza en la homilía de D. Casimiro: «Espíritu Santo, unción y envío». El mismo «Espíritu Santo» que ha ungido a Jesús de Nazaret, «desciende hoy de nuevo sobre el óleo perfumado para hacerlo sacramento de la plenitud de vida cristiana para los que serán bautizados y confirmados y también sobre toda nuestra Iglesia diocesana», ha dicho el Obispo. Es el Espíritu Santo, ha proseguido, «quien nos incorpora a esta Iglesia diocesana y nos hace sentirla como propia, como nuestra familia (…) y distribuye ministerios y carismas distintos para el bien de todo el pueblo de Dios (…) nos alienta y nos muestra los caminos en nuestra misión de evangelizar y de santificar». Así nos ha exhortado a «ser dóciles a la acción del Espíritu Santo» que con su poder «nos alienta a mostrar el amor y la misericordia de Dios a todos».
La «unción» del Espíritu Santo, se extiende sobre los bautizados, ha resaltado nuestro Obispo, y «consagrados como templos del Espíritu Santo que habita en nosotros» estando llamados «a dejar que la fe y la nueva vida de Dios, recibidas en el Bautismo, exhalen el perfume de un vida santa por el buen olor de las buenas obras». Porque todos los cristianos «estamos llamados a la santidad, la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor». De esta forma nos ha invitado a ser «humildes y sinceros» reconociendo nuestra falta de correspondencia a la llamada de Dios y así aprovechar el Jubileo «para recuperar la frescura de nuestra unción bautismal para ser piedras vivas de su templo (…) dejándonos encontrar o reencontrar por el Señor Jesús y renovar por el Espíritu Santo para vivir con alegría nuestra condición de cristianos y nuestra pertenencia a esta Iglesia de Jesús de Segorbe-Castellón».
Retomando las palabras del profeta Isaías, como Padre y pastor, nuestro Obispo nos ha recordado que la Iglesia diocesana ha sido convocada para ser enviada a la «misión». De esta forma, «con el Crisma con el que somos ungidos en el bautismo participamos de la unción del Señor y todos estamos enviados como él a evangelizar, a llevar al mundo el amor y la misericordia de Dios», invitándonos a ser «discípulos misioneros del Señor caminando juntos como Iglesia».
No ha sido ajeno a «los desafíos y dificultades» a las que nos enfrentamos en el tiempo actual en que los destinatarios de la evangelización se multiplican dentro y fuera de nuestra Iglesia. Y siendo «la mies cada vez mayor», nos ha interpelado sobre «cómo evangelizar y transmitir la fe hoy», invitándonos a hacerlo «juntos y con sinceridad» siendo capaces «de salir de nosotros mismos y conectar con el mundo con nuevas actitudes, con un estilo nuevo y con un renovado ardor (…) estando convencidos de que anunciar a Jesucristo y el Evangelio es el mejor regalo que podemos hacer a los demás».
También ha tenido palabras para los sacerdotes llamados «a ser servidores del Pueblo de Dios que peregrina en Segorbe-Castellón» y que, tras la homilía, han renovado sus promesas sacerdotales, estando «llamados a servir para que nuestros bautizados sean discípulos misioneros del Señor, para que toda nuestra Iglesia diocesana, en sus miembros y comunidades sea misionera», les ha anticipado D. Casimiro. También les ha exhortado a «dar un testimonio coherente de vida, de fraternidad sacerdotal y de comunión en la fe y la misión con toda nuestra Iglesia diocesana» evitando «caer en la rutina, la mediocridad o la tibieza, que matan toda clase de amor» y estando «atentos a las necesidades de la comunidad cristiana y fieles a la misión de anunciar a todos el Evangelio».
Las palabras finales de nuestro Obispo lo han sido de invitación al conjunto de los presentes y a aquellos que han seguido la ceremonia a través de los canales de televisión que la han retransmitido (Trece Tv, La 8 Mediterráneo y Medi Tv) para acoger y vivir «con gratitud este Año de gracia que Dios nos concede para nuestra renovación personal y comunitaria» pidiendo a Dios «la gracia de crecer en comunión para salir a la misión».
Liturgia Eucarística
Tras la renovación de las promesas sacerdotales se ha dado paso a la procesión de ofrendas de las vasijas del óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos y el óleo del crisma, a lo que seguía el pan y el vino para la celebración de la Eucaristía, que han sido recibidos y bendecidos por el obispo para que «aquellos, cuyos cuerpos van a ser ungidos con él, sientan interiormente la unción de la bondad divina y sean dignos de los frutos de la redención».
La celebración ha continuado como de costumbre hasta los ritos finales en los que se ha rezado la Oración del Año Jubilar:
Señor, Padre de misericordia, te damos gracias
por el don de pertenecer a la Iglesia de Jesucristo, nuestro Dios y Señor,
en nuestra diócesis de Segorbe-Castellón.
Y por todas las gracias recibidas en estos siglos de fe cristiana,
de manera singular, por tantos testimonios heroicos de santidad
y de fidelidad a la fe hasta el derramamiento de la sangre.
Te pedimos perdón
por no haber sabido responder siempre a tu Palabra
en el seguimiento de tu Hijo Jesucristo
y en el servicio a nuestros hermanos.
Envía tu Santo Espíritu sobre esta Iglesia,
para que este Año Jubilar
sea un tiempo de gracia,
de memoria agradecida del pasado,
de purificación y renovación personal y pastoral,
y de crecimiento en la comunión,
que nos anime en la esperanza
y nos aliente a salir juntos a la misión
de llevar a todos la alegría del Evangelio.
Te lo pedimos por intercesión de María,
la Virgen de la Cueva Santa, nuestra madre piadosa
y de san Pascual Bailón, nuestro patrono,
testigo vivo de amor a la Eucaristía,
fuente y cima de la vida de la Iglesia.
Que por tu misericordia lleguemos un día
a contemplarte eternamente en tu Reino. Amén.
Bendición Apostólicacon indulgencia plenaria
La ceremonia ha finalizado con la Bendición Apostólica de manos de D. Casimiro quien, por la gracia de Dios y de la Sede Apostólica, como Obispo de la Santa Iglesia de Segorbe-Castellón, en nombre del Romano Pontífice ha impartido la bendición con indulgencia plenaria a todos los presentes que hayan manifestado verdadero arrepentimiento, se hayan confesado y hayan recibido la Sagrada Comunión.
La ceremonia ha sido retransmitida en directo por Trece Tv, La 8 Tv y Mediterráneo Tv, así como por el canal de YouTube de la Diócesis. De esta forma, tal y como está establecido los fieles, que por edad o enfermedad, no hayan podido acudir a la celebración, podrán haber alcanzado la indulgencia plenaria en su propia casa habiendo cumplido los requisitos:
están arrepentidos de los pecados cometidos y tienen sincero deseo de no pecar más;
han cumplido con las 3 condiciones generales (confesarse, comulgar y rezar por las intenciones del Papa) ;
se han unido espiritualmente a la celebración y peregrinación jubilar, ofreciendo a Dios sus oraciones y sufrimientos.
Programación del Año Jubilar Diocesano
Arranca hoy un año de júbilo y celebración. Un año de agradecimiento al importante legado histórico de fe, pero también para mirar al presente, como ha dicho nuestro Obispo, y dejarse renovar y purificar, a nivel personal, comunitario y pastoral «que nos aliente a salir a la misión, con la fuerza del Espíritu Santo, para llevar a todos la alegría del Evangelio”. Por todo ello se ha organizado una amplia programación de actividades cuya próxima cita será el próximo domingo, 24 de abril, coincidiendo con el Domingo de la Misericordia, con la inauguración oficial de la Exposición Histórica «Germen y Diseño» que se ubicará en el Museo de la misma Catedral y se podrá visitar desde el día de su inauguración hasta la finalización del Año jubilar.
Presidida por nuestro Obispo en la S.I. Catedral de Segorbe, esta mañana se ha celebrado una Eucaristía en honor de San Hermenegildo, patrono de la Hermandad de Veteranos de las Fuerzas Armadas y de la Guardia Civil, cuya festividad celebramos el 13 de abril.
En la homilía, D. Casimiro ha hecho hincapié en la Palabra de Dios proclamada, en este Lunes Santo, que anuncia ya “el misterio central de nuestra fe, la muerte y resurrección de Jesús, el Hijo de Dios, para la vida del mundo”.
“En este contexto celebramos a vuestro patrono – ha continuado -, San Hermenegildo”, príncipe y noble visigodo, hijo del rey Leovigildo, que fue decapitado por orden de su padre en la cárcel de Tarragona en el año 585, por defender su fe católica frente al arrianismo. Su martirio no fue en vano, pues “al año siguiente de su muerte, en el 586, muere su padre y le sucede en el trono su hermano Recaredo”, convertido también a la fe católica, y con él toda España.
El santo es un ejemplo a seguir, ha indicado el Obispo, más si cabe “en este tiempo de agnosticismo, de indiferencia religiosa, de cristianofobia, de tanta apostasía silenciosa de la fe católica”. Fijándonos en como da su vida, proclamando que Jesucristo es «Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho».
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