Vigilia Pascual
Segorbe, S.I. Catedral, 7 de abril de 2007
“¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el Crucificado? No está aquí. Ha resucitado” (Mc 16,1-7). Con estas palabras sorprende aquel joven vestido de blanco a las mujeres turbadas, que, al alba del primer día de la semana, habían ido al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús, y lo encuentran vacío. “No está aquí. Ha resucitado”.
Esta desconcertante noticia, destinada a cambiar el rumbo de la historia, resuena desde entonces de generación en generación. Esta buena noticia, esta noticia antigua y siempre nueva, resuena hoy una vez más en esta Vigilia pascual, la madre de todas las vigilias, aquí y por toda la tierra. ¡¡Cristo vive!! Este es el centro de nuestra fe, este es el centro de la fe de la Iglesia, que hoy anunciamos con renovada alegría. Dios ha resucitado al Señor de entre los muertos y le ha constituido Señor de cielos y tierra (Hech 2, 24).
En esta Noche Santa revivimos el extraordinario acontecimiento de la Resurrección del Señor. Si Cristo no hubiera resucitado, la humanidad y toda la creación habrían perdido su sentido. Pero Cristo, ¡ha resucitado verdaderamente!
En esta Noche Santa se cumplen las Escrituras, que hemos proclamado en la liturgia de la Palabra, recorriendo las etapas de toda la Historia de la Salvación, manifestación de la voluntad salvífica y universal de Dios. En esta Noche Santa todo vuelve a comenzar desde el “principio”; la creación recupera su auténtico significado, su orden y su fin en el plan de Dios. El hombre, creado a su imagen y semejanza, en comunión con Dios y con sus semejantes, está llamado a esa comunión en Cristo. Es como un nuevo comienzo de la historia y del cosmos, porque “Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto” (1 Co 15,20). Él, “el último Adán”, se ha convertido en “un espíritu que da vida” (1 Co 15,45). El mismo pecado de nuestros primeros padres es cantado en el Pregón pascual como “¡feliz culpa que mereció tal Redentor!”. Donde abundó el pecado, ahora sobreabunda la Gracia y ‘la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular’ de un edificio espiritual indestructible.
En esta Noche Santa ha nacido el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, con el cual Dios ha sellado una alianza eterna con la sangre del Verbo encarnado, crucificado y resucitado. Toda la tierra exulta y glorifica al Señor. Ante los ojos de una humanidad alejada de Dios brilla la luz de Cristo Resucitado. La muerte ha sido vencida, el pecado ha sido borrado, la humanidad ha quedado reconciliada. Por la Resurrección de Jesucristo todo está revestido de una nueva vida. En Cristo la humanidad es rescatada por Dios, recobra la confianza y queda restaurado el sentido de la creación. Este es el día de la revelación de nuestro Dios. Es el día de la manifestación de los hijos de Dios.
Dentro de unos instantes renovaremos las promesas de nuestro Bautismo, volveremos a renunciar a Satanás y a todas sus obras para seguir firmemente a Dios y sus planes de salvación. “Por el bautismo -nos recuerda el apóstol Pablo- fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rm 6,4).
Esa nueva vida es don de Dios. Esa vida nueva no es temporal, sino inmortal y eterna. Es vida en libertad: libertad de la esclavitud del pecado para ser libres y vivir en servicio constante del Dios vivo. El don de la vida inmortal debe prolongarse en nosotros en una vida de gracia y de verdad. Ser cristiano es participar de la misma vida de Cristo, es su vida de eterno viviente. El don inicial se nos concede a través del bautismo. El crecimiento y madurez, a través de los otros sacramentos, de la oración y de nuestro compromiso de caridad en el seno de la Iglesia.
La vida nueva del bautismo es una vida para Dios. No se trata de una vida temporal, más o menos larga. Tampoco de una vida virtuosa, moralmente irreprochable que podríamos alcanzar con nuestras propias fuerzas. Se trata de una participación de la misma vida de Dios, comenzada ya en el bautismo y destinada a su plenitud en la eternidad. Quien vive la vida divina, no vive para sí mismo porque egoísmo y Dios se excluyen; quien vive la vida divina vive para los demás ya que en los ellos descubre la presencia de Dios. Quien vive para Dios, por vivir la vida divina, transpira amor y perdón, alegría y paz, felicidad y esperanza; se convierte así en verdadero apóstol, testigo de la resurrección, despertando en cuantos encuentra a su paso el deseo de Dios.
Confesemos de verdad nuestra fe en el Padre Dios, en su Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo y en nuestra madre la Iglesia. Rechacemos una vez más y sin componendas toda clase de mal en nuestras vidas. Que este compromiso no quede en nosotros mismos, en la esfera de nuestra vida privada. Que de palabra y, sobre todo, con nuestro testimonio de vida ayudemos a que cuantos nos son cercanos se sientan estimulados al encuentro con el Resucitado.
Que María, testigo gozoso del acontecimiento de la Resurrección, ayude a todos a caminar “en una vida nueva”; que haga a cada uno consciente de que, estando nuestro hombre viejo crucificado con Cristo, debemos comportarnos como hombres nuevos, personas que “viven para Dios, en Jesucristo” (Rm 6, 4.11). Que María, Madre de la Iglesia, nos enseñe a salir al encuentro del Hijo Resucitado por quien todos los hombres y mujeres están invitados a la nueva vida en Dios. ¡Cristo ha resucitado, resucitemos nosotros con El! ¡Aleluya!
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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