Queridos diocesanos:
El Domingo de Ramos comenzamos la Semana Santa, la semana grande de la fe cristiana. Los días siguientes nos irán llevando hasta el Triduo Pascual, los tres días santos, en que conmemoramos la pasión, muerte y resurrección de Jesús. El Hijo de Dios, al hacerse hombre por obediencia al Padre, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15), aceptó cumplir hasta el fondo su voluntad, afrontar por amor a nosotros la pasión y la cruz, para hacernos partícipes de su resurrección, para que en él y por él podamos vivir para siempre en el amor de Dios.
El Jueves santo comienza el Triduo Pascual con la misa vespertina «En la cena del Señor». En ella conmemoramos la ofrenda total que Cristo hizo de sí mismo a la humanidad en el sacramento de la Eucaristía. Aquella tarde, Jesús instituyó la Eucaristía, el Memorial de su Pascua, cumpliendo con el rito pascual judío. De acuerdo con la tradición, cada familia judía, reunida para la fiesta de Pascua, come el cordero asado conmemorando la liberación de la esclavitud de Egipto; en el Cenáculo, Jesús, consciente de su muerte inminente, se ofrece a sí mismo por la liberación de nuestros pecados: él es el verdadero Cordero pascual. Al bendecir el pan y el vino, Jesús anticipa el sacrificio de la cruz y manifiesta la intención de perpetuar su presencia en medio de los discípulos: bajo las especies del pan y del vino, se hace realmente presente con su cuerpo entregado y con su sangre derramada. En la Última Cena, los Apóstoles son constituidos ministros de la Eucaristía; y, antes de nada, Jesús les lava los pies, invitándolos a amarse los unos a los otros como él los ha amado, dando la vida por ellos. Jesús nos dejó así su testamento, el «mandamiento nuevo» del amor fraterno en el gesto del lavatorio de los pies, que recuerda el humilde servicio de los esclavos: porque amar es servir. Sus discípulos estamos llamados a testimoniar así el amor de nuestro Redentor. Este día singular concluye con la Adoración eucarística, en recuerdo de la agonía del Señor en el huerto de Getsemaní. Jesús, embargado de tristeza y angustia, pidió a sus discípulos que velaran con él permaneciendo en oración: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26, 38), pero los discípulos se durmieron. También hoy el Señor nos dice a nosotros: «Quedaos aquí y velad conmigo». Y también nosotros, sus discípulos de hoy, a menudo dormimos.
El Viernes santo, día de ayuno y penitencia, está centrado en el misterio de la Pasión y en la contemplación y adoración de Cristo en la Cruz. En las iglesias se proclama el relato de la Pasión y resuenan las palabras del profeta Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37). Este día también nosotros queremos fijar nuestra mirada en el corazón traspasado del Redentor, en el que «están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 3), más aún, en el que «reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). Por eso el apóstol Pablo puede afirmar que no quiere saber «nada más que a Jesucristo, y este crucificado» (1 Co 2, 2). En verdad, la cruz revela «la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» de un amor que supera todo conocimiento y nos llena «hasta la total plenitud de Dios» (cf. Ef 3, 18-19).
En el Sábado santo, la Iglesia, uniéndose espiritualmente a María, permanece en silencio en oración junto al sepulcro, donde el cuerpo del Hijo de Dios yace inerte como en una condición de descanso a la espera de su resurrección. Ya entrada la noche comenzará la solemne Vigilia pascual, durante la cual en cada iglesia se entonará el canto gozoso del Gloria y del Aleluya pascual por toda la comunidad cristiana, feliz porque Cristo ha resucitado y ha vencido a la muerte. La Vigilia Pascual es la cima a la que todo conduce: es la celebración litúrgica más importante de todo el año. Deberíamos esforzarnos por participar en la Vigilia Pascual. La resurrección de Cristo es la respuesta amorosa de Dios-Padre a la muerte de su Hijo: una respuesta de triunfo sobre el pecado y la muerte, una respuesta de gloria, de vida y de esperanza. Jesús vence el tedio, el dolor y la angustia del pecado y de la muerte. Su triunfo es nuestro triunfo. Cristo con su resurrección nos devuelve la Vida de los hijos de Dios.
Acojamos este misterio de salvación, participando intensamente en el Triduo Pascual, a fin de beber más profundamente en este manantial de gracia. Preparémonos con el sacramento de la Reconciliación, momento de especial adhesión a la muerte y resurrección de Cristo, para poder participar con mayor fruto en la santa Pascua.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente