San Juan Pablo II quiso queel segundo Domingo de Pascua fuera llamado ‘Domingo de la Misericordia divina’. En efecto:Dios es amor, que crea al ser humano por amor y para la vida en plenitud; un amor fiel, que sigue amando a su criatura incluso cuando se alejade Dios, que viene a su encuentro y pacientemente le espera; un amor compasivo y misericordioso,entrañable y tierno como el de una madre, que sufre y se compadece ante cualquier necesidad y sufrimiento humano, un amor que está siempredispuesto al perdón.Así se va manifestando Dios en la Historia del Pueblo de Israel y lo hace de modo definitivo en su Hijo, Jesús.
En el Credo confesamos que Jesús, muerto y sepultado, al tercer día resucitó de entre los muertos. Cristo ya no está en el lugar de los muertos. Su cuerpo enterrado el Viernes Santo ya no halla en el sepulcro frío y oscuro, donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana. «El no está aquí: Ha resucitado», les dice el ángel. El Ungido ya perfuma el universo y lo ilumina con nueva luz.
¡Cristo vive! Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe desde el Domingo de Pascua de Resurrección. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado. Ha triunfado sobre el pecado y la muerte. Jesús no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. Cristo vive glorioso junto a Dios. Su resurrección no es la vuelta a esta vida para volver a morir, sino el paso a una vida gloriosa e inmortal. Leer más
De nuevo es Semana Santa, la semana más importante del año para todo cristiano y para toda comunidad cristiana. Esta semana es ‘santa’ porque ha sido santificada por los acontecimientos que celebramos en estos días: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Ellas son la prueba definitiva del amor de Dios a los hombres, manifestado en la entrega total de su Hijo hasta la muerte. Cristo nos redime así del pecado y de la muerte, y nos devuelve la vida de comunión con Dios y con los hombres: muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida. Un año más, la Iglesia nos convoca a conmemorar, contemplar y celebrar con fe viva esta verdad central de nuestra fe: el misterio pascual del Señor, el ‘paso’ confiado de Jesús hacia el Padre; el paso del Señor a la Vida a través del dolor y de la muerte. Leer más
Durante la Cuaresma, la Palabra de Dios nos invita a la conversión de mente, de corazón y de vida a Dios. Este es el camino para prepararnos a celebrar con gozo la Pascua del Señor. El misterio de la redención de Cristo en la Cruz nos muestra que el amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado. La contemplación del amor infinito de Dios en la muerte y en la resurrección de Cristo nos desvela nuestros propios pecados y, sobre todo, la misericordia infinita de Dios, siempre dispuesto al abrazo del perdón. En la Cruz, nos dice San Pablo, “Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados” (2 Cor, 5, 19). Y, el mismo San Pablo nos exhorta: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Cor 5, 20).
Por San José, todos los años celebramos «El Día del Seminario» el domingo más próximo. Al coincidir este año con el Domingo de Ramos, hemos adelantado su celebración al domingo anterior, el día 13 de marzo, V Domingo de Cuaresma. Lo haremos bajo el lema enviados a reconciliar por estar en el Año santo de la Misericordia. Los sacerdotes son, en efecto, enviados a reconciliar porque son ministros de la Misericordia de Dios en el nombre de Cristo Jesús. Leer más
En mi carta anterior decía que, si somos sinceros, reconoceremos que hemos pecado y que estamos necesitados de perdón y de reconciliación. Ello nos llevará a ponernos en camino para pedir perdón y dejarnos reconciliar con Dios y con su Iglesia en el sacramento de la Penitencia. Para dar este paso son necesarias la luz y la gracia de Dios, que iluminan nuestro alejamiento de Dios y sus caminos por nuestros pecados, y la fuerza para volver a la casa del Padre; pero también es necesaria mucha humildad por nuestra parte para reconocer nuestros pecados y abrirnos a la misericordia de Dios y al don de su perdón y de su reconciliación.
Dios, Padre Santo, que hizo todas las cosas con sabiduría y amor, y admirablemente creó al hombre, cuando éste por desobediencia perdió su amistad, no lo abandonó al poder de la muerte, sino que compadecido, tendió la mano a todos para que le encuentre el que le busca, como rezamos en la Plegaria Eucarística IV.
La Sagrada Biblia nos muestra que Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad; Dios siempre está dispuesto a perdonarnos. El salmo 102 es una bella meditación sapiencial de la bendición de Dios, que perdona a su pueblo y protege a sus fieles. Así aparece también en numerosos encuentros salvadores de la vida de Jesús: desde el encuentro con la samaritana (cf. Jn 4,1-42) a la curación del paralítico (cf. Jn 5,1-18) o el perdón de la mujer adúltera (cfr Jn 8,1-11). Pero, sobre todo, se muestra la misericordia de Dios en las conocidas parábolas de la misericordia, que recoge el Evangelio de San Lucas: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo (cfr. Lc 15, 1- 31).
Todos y cada uno de nosotros tenemos necesidad de Dios, que se acerca a nuestra propia debilidad, que se hace presente en nuestra enfermedad, que, como buen Samaritano, cura nuestras heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza (cfr. Lc 10, 25-36). Dios en su infinita misericordia nos espera para darnos el abrazo del perdón como al hijo pródigo perdón, y se alegra cuando volvemos a casa.
Aunque deseemos sinceramente hacer el bien, la fragilidad humana nos lleva a caer en la tentación y en el pecado. Esta situación dramática la describe con todo realismo San Pablo: “Pues sé que lo bueno no habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no. Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo” (Rom 7, 18-20). Es la lucha interior de la que nace la exclamación y la pregunta: «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!» (Rom 7, 24).
A esta pregunta responde de manera clara el sacramento de la Penitencia, que viene en ayuda de nuestra debilidad y de nuestro pecado, alcanzándonos con la fuerza salvadora de la gracia de Dios y transformando nuestro corazón y los comportamientos de nuestra vida. En el sacramento de la Penitencia, Dios nos ofrece su misericordia y su perdón en Cristo Jesús mediante el ministerio de la Iglesia. En este sacramento, signo eficaz de la gracia, se nos ofrece el rostro de un Dios, que conoce nuestra condición humana sujeta a la fragilidad y al pecado, y se hace cercano con su amor tierno, entrañable y compasivo. En el sacramento de la Penitencia Dios mismos nos ofrece el abrazo de su perdón y el don de la reconciliación.
Por designio de Dios, la Iglesia continúa la labor de curación de los hombres de todos los tiempos. Dios se convierte en prójimo en Jesucristo; cura nuestras heridas y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y donde anticipa lo necesario para costear los cuidados como en la parábola del samaritano. Cristo encomendó a su Iglesia el cuidado de sus hijos. Por ello, se nos dice en Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica: “Cristo, médico del alma y del cuerpo, instituyó los sacramentos de la Penitencia y de la Unción de los enfermos, porque la vida nueva que nos fue dada por El en los sacramentos de la iniciación cristiana, puede debilitarse y perderse para siempre a causa del pecado. Por ello, Cristo ha querido que la Iglesia continuase su obra de curación y de salvación mediante estos dos sacramentos» (295).
La Cuaresma nos llama a una conversión sincera. Así descubrimos que nuestros caminos muchas veces no son los de Dios: que, por acción o por omisión, nos hemos apartado de Él, que nos hemos alejado de su amor, que hemos pecado contra Dios y contra los hermanos. Si nuestra conversión es sincera, sentiremos dolor y arrepentimiento por haber abandonado la casa del Padre, nos pondremos en camino para pedir perdón y dejarnos reconciliar con Dios y con su Iglesia en el sacramento de la Penitencia, para recuperar la comunión con Dios, con el prójimo y con toda la creación.
Dios es rico en misericordia (Ef 2,4): una misericordia paciente y siempre dispuesta al perdón, por muy graves que sean nuestros pecados. Como escribe el Papa Francisco: «Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros quienes nos cansamos de acudir a su misericordia» (EG 3). Ése es nuestro problema. En efecto, hoy son pocos los que se acercan al sacramento del perdón; pero son muchos los que se acercan a recibir la Comunión en las eucaristías. Deberíamos preguntarnos: ¿es que somos hoy más santos que los cristianos de ayer y ya no pecamos? o ¿es que hemos perdido el sentido o la conciencia del pecado?, como ya denunció Pío XII y otros Papas posteriores. Nuestro peligro real es que nos dejemos contagiar por el eclipse de Dios y de los principios y normas morales en la sociedad actual y que quede eclipsada la propia conciencia.
El apóstol Juan nos recuerda: “Si decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad” (1Jn 1,8). Creer en Dios y amar a Dios es consentir plenamente con la verdad. Si existe el pecado es porque aún estamos esclavizados por nuestro egoísmo que es la desobediencia a Dios. El ‘Maligno’ nos incita a alejarnos de Dios, a ofender a Dios y a profanar el templo de Dios que es todo ser humano; nos incita a vivir con la mente y con el corazón según nuestros propios caminos en contradicción total o parcial con el Evangelio.
El pecado es primordialmente un rechazo de Dios y de su amor. Tanto más y mejor entenderemos el alcance de dicha afirmación cuanto más y mejor comprendamos la grandeza de la bondad y del amor de Dios para con cada uno de nosotros. Dios nos ama inmensamente. Dios nos ha creado a su imagen y semejanza: inmortales, llenos de gracias y de dones, por amor y para la Vida. El pecado es desprecio del amor con que Dios nos creó y nos mantiene en la existencia. El pecado es el amor de sí hasta el desprecio de Dios. Hay quienes no comprenden la malicia del pecado porque son incapaces de mirar a Dios. Sólo se miran a sí mismos y actúan, a lo sumo, como si una falta fuese más o menos grave según la impresión que les produce personalmente; olvidan que la ofensa a Dios no depende de lo mucho o lo poco que nos repugne sino de lo mucho o lo poco que nos aparte de Dios, de los hermanos y de toda la creación.
Cuanto más presente está Dios en el corazón de una persona, más conciencia hay de pecado, es decir de rechazar su amor. Esto lo vemos en la vida de los santos que, cuanto más se acercaban a Dios, más frágiles y débiles se sentían. Y es que Dios es como una luz potente que al entrar en una habitación permite ver lo que en ella se contiene: las cosas de valor y también lo que afea el inmueble. La ausencia de la conciencia de responsabilidad ante nuestras acciones u omisiones y de la culpa subsiguiente son tan peligrosas como la ausencia del dolor cuando se está enfermo. A nadie gusta el dolor, pero gracias a él percibimos que algo no funciona en nuestro organismo. Y por eso vamos al médico que diagnostica, receta, sana y cura.
“Un hombre no se pone en el camino de la penitencia verdadera y genuina, hasta que no descubre que el pecado contrasta con la norma ética, inscrita en la intimidad del propio ser; hasta que no reconoce haber hecho la experiencia personal y responsable de tal contraste; hasta que no dice no solamente existe el pecado, sino ‘yo he pecado’; hasta que no admite que el pecado ha introducido en su conciencia una división que invade todo su ser y lo separa de Dios y de los hermanos” (Juan Pablo II). Para dar este paso son necesarias la gracia y la luz de Dios, pero también humildad y apertura a Dios, a su misericordia, a su perdón y reconciliación.
El miércoles de ceniza hemos comenzado la cuaresma, tiempo de gracia y de misericordia, de conversión y de salvación. Las palabras de Jesús al inicio de su actividad pública: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15), nos acompañarán en el camino cuaresmal hacia la Pascua.
La conversión pide volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios, acogerle en nuestra existencia, vivir con adhesión amorosa a su amor y a sus mandamientos, que son el camino que lleva a la Vida. La conversión pide dejar nuestra autosuficiencia frente a Dios. A veces es tal el grado de nuestra soberbia y autosuficiencia que Dios es el gran ausente en nuestra existencia, que pensamos no necesitar de Él y la Salvación que Él nos brinda; o simplemente intentamos buscar nuestra salvación lejos de Dios, por nuestros propios caminos. Nos declaramos bautizados, pero Dios significa poco o nada en nuestro vivir cotidiano. Como dijo Benedicto XVI, este es el núcleo de las tentaciones a que fue sometido Jesús en el desierto por el demonio, y nuestra tentación permanente: «ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse: ¿qué puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?». (Audiencia 13.02.2013)
La cuaresma es tiempo propicio para recuperar y acrecentar a Dios en nuestra vida y la fe personal en El, la adhesión total de mente y corazón a Dios y a su Palabra. Debemos dejar que Dios ocupe el centro en nuestra existencia; en una palabra, debemos dejar a Dios ser Dios.
Fe y conversión van íntimamente unidas. Sin adhesión personal a Dios, sin un encuentro personal con su Hijo Jesucristo no se dará el necesario cambio de mente y de corazón, ni la consiguiente conversión de nuestros caminos desviados, de nuestros pecados. Cuanto más presente está Dios en el corazón de una persona, más sentido hay para aquello que nos aleja de su amor, más conciencia hay de pecado. Sólo así podremos descubrir que en nuestra vida hay acciones u omisiones que nos alejan de Dios, de su amor y del amor al prójimo: esto es el pecado.
Pero también en esta situación, Dios nos sigue amando. Como el fuego que, por su propia naturaleza, no puede sino quemar, así Dios no puede dejar de amar. «Porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). Dios nos ha creado por amor, para amar y ser amados. Somos hechura suya, creados a su imagen y semejanza. Dios es eternamente fiel a su designio; sigue amándonos incluso cuando, empujados por el maligno y arrastrados por nuestro orgullo, abusamos de la libertad que nos fue dada para amar y buscar el bien generosamente, y rechazamos el amor de Dios y hacemos el mal. Incluso cuando, en lugar de responder libremente a su amor con el nuestro, rompemos nuestra unión vital con Él marchando por nuestros caminos. Dios permanece siempre fiel a su amor.
El amor de Dios se transforma en misericordia ante las limitaciones del ser humano, especialmente ante el hombre pecador. Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, perdona la culpa, el delito y el pecado (cf. Ex 34, 6-7). Dios es rico en misericordia (Ef 2,4): una misericordia entrañable, maternal, paciente y comprensiva, siempre dispuesta al perdón. Como escribe el Papa Francisco: «Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros quienes nos cansamos de acudir a su misericordia» (EG 3).
Es más: Dios sale a nuestro encuentro en su Hijo, Jesús, que nos muestra el rostro compasivo y misericordioso del Padre. Durante su vida pública encontramos a Jesús perdonando los pecados. Él manifiesta que no son los sanos sino los enfermos los que necesitan el perdón. Él mismo ha venido a buscar a los pecadores. Esta actitud de Cristo despierta la crítica de los fariseos, pero Jesús insiste en perdonar a todos los que se acercan a él y se arrepienten de sus pecados.
El salmista nos exhorta: “escuchad hoy su voz” (Salmo 94, 8). Quien escucha y acoge su voz, quien se deja reconciliar por Él en su Iglesia, entrará en la amistad vivificante de Dios.
Con el rito de la imposición de la ceniza el próximo miércoles iniciaremos el tiempo de la Cuaresma. El papa Francisco nos pide que «la Cuaresma de este Año Jubilar -de la Misericordia- sea vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios» (MV 17) y nos invita a escuchar la Palabra de Dios y a participar en la iniciativa 24 horas para el Señor escuchando y meditando la Palabra de Dios sobre la misericordia de Dios. Ésta es un anuncio al mundo: pero cada cristiano está llamado a experimentar en primera persona ese anuncio. La misericordia de Dios transforma el corazón del hombre haciéndole experimentar un amor fiel, y lo hace a su vez capaz de misericordia. Es siempre un milagro el que la misericordia divina se irradie en la vida de cada uno de nosotros, impulsándonos a amar al prójimo y animándonos a vivir las obras de misericordia corporales y espirituales (Mensaje para la Cuaresma 2016, 1 y 3).
La Cuaresma es, en efecto, un tiempo de gracia y de salvación, un tiempo propicio para anunciar y contemplar, para experimentar personalmente la misericordia de Dios, y para vivir la misericordia personal y comunitariamente. De ahí la llamada a la oración, el ayuno y las obras de caridad en el tiempo cuaresmal.
El anuncio frecuente, la escucha orante y la contemplación meditativa de la Palabra de Dios nos llevará a descubrir y redescubrir y así a profundizar en el misterio de Dios, que es Misericordia. El Profeta Joel nos dice:“Convertíos a mí de todo corazón” (2, 12). Convertirse es volver la mirada y el corazón a Dios con ánimo firme y sincero. Para ello y antes de nada es preciso escuchar la voz de Dios (Sal 94, 8), descubrirle en su bondad y su amor misericordioso para con Israel, su pueblo elegido; Dios se muestra siempre rico en misericordia, dispuesto a derramar en su pueblo, en cada circunstancia, una ternura y una compasión visceral. El amor compasivo y misericordioso de Dios lo vemos sobre todo en su Hijo, Jesucristo, que es la misericordia encarnada de Dios: con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela a Dios que es misericordia. La persona misma de Jesús es un amor que se dona y ofrece gratuitamente por amor a toda la humanidad; los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia los pobres, excluidos, enfermos y sufrientes son muestra de la compasión y de la misericordia.
Dios, que nos ha pensado desde siempre y nos ha creado por amor y para la Vida en plenitud, sale a nuestro encuentro y nos indica el camino para alcanzar nuestro verdadero ser, nuestra plenitud y salvación. Con amor paciente y tierno nos indica como a hijos y amigos suyos cuál es el camino; Él nos quiere llevar a la comunión de vida consigo y con los demás. Si somos sinceros con nosotros mismos, reconoceremos que, por acción o por omisión, nos hemos alejado de Él, de su amor y de sus caminos hacia la Vida, que son los Mandamientos; si somos veraces reconoceremos que hemos rechazado su amor y su vida con nuestros pecados, si somos humildes reconoceremos que estamos necesitamos de su perdón y reconciliación. Así la contemplación de su misericordia nos llevará al arrepentimiento y acogerla, celebrarla y experimentarla personalmente. Él nos espera y nos acoge en el sacramento de la Confesión para perdonar y olvidar nuestros pecados. Su misericordia va incluso más allá del perdón de los pecados; su misericordia se transforma en esta Año Jubilar en indulgencia que, a través de la Iglesia, alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo del pecado; lo capacita así para obrar con caridad, para crecer en el amor y no recaer en el pecado; Dios cura nuestras heridas, Dios sana las huellas negativas que los pecados dejan en nuestros comportamientos y pensamientos, que nos empujan al pecado; la misericordia transforma así nuestros corazones para poder ser misericordiosos como el Padre en las obras de misericordia corporales y espirituales.
Por la dureza de nuestro corazón puede que opongamos resistencia a Dios, que nos cerremos a Él, a su voz y su misericordia. Dejémonos evangelizar en esta Cuaresma escuchando, meditando, experimentando y viviendo el Evangelio de la misericordia.
En la Fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo, el día 2 de febrero, celebramos ya desde hace años la Jornada de la vida consagrada. En esta ocasión celebraremos también la Clausura del Año de la vida consagrada y el Jubileo de la Misericordia. Recordando la ofrenda y la consagración de Jesús al Padre recordamos en este día con gratitud a todas las personas consagradas y oramos por ellas: monjes y monjas de vida contemplativa, religiosos y religiosas de vida activa y demás personas consagradas: todos ellos se han consagrado y se han entregado a Dios tras las huellas de Cristo obediente, pobre y casto, para bien de la Iglesia y de todos los hombres. Configurados así con Cristo, los consagrados son y están llamados a ser profetas de la Misericordia de Dios, con su persona, con su palabra y con su testimonio de vida.
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