Hace pocas fechas hablamos de las especiales circunstancias, con todos los detalles precisos de la edificación en el comentario de «La adecuación de la ermita de los Santos Patronos de Sot de Ferrer. Humilde Iglesia interina del pueblo durante la construcción de su gran templo parroquial (1778-1787)» (BOE Segorbe-Castellón, junio 2023), que llevaron a la construcción de uno de los grandes edificios monumentales de nuestra diócesis, la iglesia parroquial de la Inmaculada Concepción de Sot de Ferrer. En el trasfondo, lo que se trasciende a la historia de aquel momento en aquel sencillo lugar del obispado, a las puertas de la archidiócesis de Valencia a orillas del Palancia, es el choque entre dos mundos, el del señor del «Antiguo Régimen» y el obispo ilustrado, el mundo tradicional del barroco y la nueva academia de bellas artes, entre el maestro de obras y cantero del antiguo régimen y el arquitecto titulado de las modernas escuelas.
En Sot encontramos uno de los últimos intentos de imponer la construcción de un edificio religioso en arquitectura barroca y rococó en nuestras comarcas, propiciada por los señores de la localidad, en contra de uno de los primeros pasos de la ilustración propiciada por las Academias de Bellas Artes, auspiciada por el obispo de Segorbe Alonso Cano y Nieto (Mota del Cuervo, 1711-Segorbe, 1780), con la llegada de los nuevos pensamientos, de alguna manera impositivos que, a través del revisionismo ilustrado en caminos, carreteras, edificios religiosos y civiles, privados o públicos, etc., llegó por inspiración real, a través del aliento reformista del castellonense Antonio Ponz, hasta los últimos confines y territorios limítrofes de nuestro territorio, ejerciendo una labor de control tan intensa que acabó, poco a poco, con las reservas de los últimos reductos artísticos para someterlos al juicio de la razón.
En aquel tiempo nos encontramos ante un verdadero cruce de caminos entre dos épocas, cuyo resultado fue la edificación más imponente del academicismo diocesano, sucediendo al anterior templo seicentista. Una realización llena de madurez, experiencia y conocimiento, perviviendo entremezclada ante la marea arrolladora de los nuevos tiempos ilustrados y la imposición de sus criterios. A simple vista, es fácilmente apreciable el valor urbanístico del templo parroquial de Sot, digno de una gran urbe, sobrepasando imponente el volumen y la altura del caserío de la localidad, sobresaliendo y centralizando el espacio más importante del entramado reticular del pueblo.
Por ello, cuando nos hallamos ante la población de Sot, al costado derecho del antiguo Camino Real, nos encontramos ante un conjunto desconcertante. Un testimonio significativo para la panorámica de la población, la gran Iglesia parroquial con su monumental fachada “a la romana” con dos campanarios, el de levante reaprovechado del templo anterior. Una armoniosa composición donde el espíritu académico respira por todos sus poros, que resultó arquitectónicamente revolucionario en nuestras tierras diocesanas, rompiendo con una estructura tradicional de siglos, entre clasicismos y barroquismos, implantando un modelo absolutamente novedoso por estos parajes y sin solución de continuidad.
Sin embargo, ese modelo absolutamente neoclasicista romano, ejecutado esencialmente en piedra y ladrillo, volvía a apostar por una solución digamos “tradicional” en nuestro devenir artístico propio: el acabado revocado y polícromo de esa fachada en tonos ocres y amarillos que, por un lado, protegían al muro de las inclemencias del tiempo y el azote diario del sol y, por otro, aportaba una escenografía colorística, aun visible, a todo el frontis recayente a la plaza principal del pueblo, con una visión de varios kilómetros a la redonda a lo largo de todo el valle.
Unas gamas cromáticas presentes en otras importantes construcciones de nuestro patrimonio histórico de ese momento a lo largo de todo el territorio valenciano. En ese sentido, el aspecto actual neutro y apagado de las tonalidades de la obra, con sus problemas estructurales, constituyen una consecuencia de las penalidades propias sufridas desde tiempos decimonónicos hasta los episodios de la posguerra, así como de la ausencia de intervención en su fábrica por imposibilidades económicas por largo tiempo. Por todo ello, una vez estabilizado el edificio, la recuperación de los colores originales y documentados, conllevaría la recuperación plástica del verdadero aspecto original de todo el frontis, con apilastrados de orden gigante y grandes cornisas y frontón, a la manera basilical romana de la época dorada.
Afectada la fachada, desde hace años, de grandes problemas de consistencia de la piedra vernácula empleada, de regular calidad, la recuperación de los cromatismos y decoraciones exteriores reales vienen a revelar una profusa ornamentación rotunda y artística completa, envuelta en colores, tonalidades y gamas propias un tanto heredadas del decorativismo del último barroco vernáculo. Por ello, resulta importante para la salvación de nuestro patrimonio histórico la necesaria actuación exterior completa, tanto de su fábrica como en la vuelta al antiguo aspecto pictórico del contorno, que nos permita encuadrarlo dentro del perfil usual dominante dentro de los monumentos propios de su época. Una actuación que permitiría recobrar elementos ornamentales fundamentales de su apariencia que, debido a las circunstancias y dificultades de algunos momentos históricos, no fueron tenidas en cuenta, recuperando el sentido estético y el criterio artístico de una obra tan importante y emblemática para nuestra diócesis.
Su perfil, ricamente coloreado en tonos llamativos, constituía un verdadero faro visible desde toda la vega media del río Palancia, impactando a todos los viajeros que subían y bajaban desde el Reino de Aragón al de Valencia. Una obra arquitectónica levantada en escasos diez años (1777-1787), que constituye un ejemplo único y singular de este momento histórico en nuestra región, realizada en un momento de transición, antes de que los nuevos tiempos ilustrados, impulsados desde la monarquía, vinieran a imponer completamente sus criterios.
A nadie escapa, a nivel patrimonial, que la torre parroquial de Jérica, de la antigua villa Condal del mismo nombre, conocida como de la «Alcudia» o de las campanas, es uno de los bienes histórico-artísticos más importantes y reconocidos, a nivel diocesano y provincial. Elevada exenta a los pies del primitivo núcleo fortificado del castillo, cerca de la primitiva iglesia -antes mezquita-, y en la parte alta del casco urbano medieval, del que constituye el epicentro del primer recinto amurallado, en el lugar óptimo para hacerla visible y audible desde todo el valle y término que preside (Rodríguez Culebras, 1983).
Viéndose que la construcción de la nueva Iglesia en el costado de levante del pueblo hacía inviable la edificación allí de un campanario funcional, la construcción de un campanar con remate de linterna tardo-mudéjar de ladrillo visto, de severo orden romanista, sobre el viejo torreón octogonal islámico de mampostería y mortero destinado a vivienda del campanero en diferentes estancias unidas por una escalera de caracol preexistente, tardorromano para la historiografía incipiente, pareció la mejor opción. Como se aprecia en el dibujo que adjuntamos al presente texto, sin querer, o quizás queriendo, se acabó dando paso, de esta manera, a un edificio singular compuesto por dos cuerpos separados por cientos de años unidos para la belleza póstuma y «mayor gloria de Dios».
La decisión del Concejo de la Villa de unir los destinos de ambas construcciones en una sola en 1614, aunque fuera por necesidad, providencial para la conservación hasta nuestros días de la más antigua, devino en la creación de uno de los monumentos más bellos y armoniosos que la retina humana pueda imaginar. Con planos de fray Antón Martín, cartujo de Portacoeli, la obra fue llevada a cabo por el maestro de obras local Domingo Frasnedo, aquel que había capitulado también las obras del campanario de Puebla de Arenoso en 23 de septiembre de 1611 (El arte al servicio de una idea, 2013), por una cantidad de 1.775 Libras. Con las dificultades, incremento desmesurado de gastos y retrasos, el Concejo acabó encargando la dirección a fray Pedro Ruhimonte, donado en la Cartuja de Valldecrist, que dio a la obra el aspecto definitivo actual.
Colocadas las campanas en 1619, pronto se visuraron los trabajos de su fábrica. Con la presencia de los dos frailes y el maestro valenciano Francisco Catalán y el segorbino Antonio Barán, en 1618, será en 1622 cuando se realizará una nueva revisión de lo realizado, con la presencia nuevamente de Catalán, por la Villa, y de Pedro Ombuena, por el maestro Frasnedo. El 23 de diciembre se firmaba el final de la obra, que había ascendido a la cantidad de 3.278 Libras.
La nueva obra ofrecía un maravilloso aspecto arquitectónico, de indudable huella aragonesa, que lo hacen único en tierras valencianas, donde se aprecia la influencia del campanario de la Catedral de Teruel o de obras cercanas, como la torre del convento de Carmelitas de Rubielos de Mora. Un momento de gran esplendor artístico en la comarca, coincidiendo con la renovación manierista de la Iglesia Mayor de Valldecrist.
Hoy en día, restaurado y con el toque manual de sus campanas tan vivo como el vidriado verde de sus tejas, incorporadas por los maestros Vicente Garrafulla y Antonio Agueriz tras la reparación seicentista de la media naranja de la linterna (Pérez Martín), nos encontramos ante el testimonio floreciente del pasado de una de las poblaciones más bellas de nuestro entorno diocesano, el pueblo de Francisco del Vayo, donde permanecen vivas las piedras de la fe plasmadas en la impronta de edificios religiosos tan emblemáticos como Santa Águeda la Vieja o San Roque (siglos XIII-XIV), la Iglesia parroquial de Santa Águeda (siglos XIV-XVII) con su colección museográfica, Convento de Agustinos del Socós (siglo XVI), la Iglesia de la Sangre renovada en el siglo XVII por Mateo Bernia (Montolío-Simón-Albert, 2020) con su antiquísima cofradía (Vañó, 2023), el Calvario (siglo XVIII), la Cruz Cubierta (1511), etc.
El hermoso campanario, que hace escasas fechas celebraba su Cuarto Centenario, en el que ya no participaron los célebres albañiles que hicieron famoso su estilo plenamente hispano en las centurias anteriores, sometido ya a las artes clásicas, fue declarado en 1979 como Monumento Histórico-Artístico Nacional. Una silueta reconocible y altiva que, muy probablemente, constituye el verdadero referente monumental de la antigua diócesis de Segorbe, testimonio de tiempos pasados como una de las principales poblaciones de la misma, y una de las villas más importantes del antiguo Reino.
La adecuación de la ermita de los Santos Patronos de Sot de Ferrer. Humilde Iglesia interina del pueblo durante la construcción de su gran templo parroquial (1778-1787)
Ubicada en la entrada a la Diócesis de Segorbe-Castellón subiendo desde Valencia y Sagunto, por el Camino Real, a nadie escapa que Sot es una población visualmente pintoresca, sobre todo por la presencia de la gigantesca mole parroquial clasicista en el costado de un entorno urbano perfectamente ortogonal, de entramado sencillo con un caserío de escasas alturas y un fondo escenográfico de un monte escalado por el serpenteante y encalado camino del Calvario, con su hilera de estaciones que desembocan, en las alturas, en la ermita de San Antonio, una joya del barroco valenciano documentada desde 1681.
A nadie se le escapa que la población fue lugar de moriscos, perteneciendo a Hurtado de Lihori cuyo palacio, que aún conserva hermosos testimonios de ventanas, bóvedas aristadas y techumbres de época, junto a la Iglesia es, todavía, emblema y plasmación medieval de un pasado floreciente. Pasando, más tarde la población a dominio del Marqués Valdecarzana, su apellido de Sot del Gobernador, fue alterado en el siglo XVI, en honor de Jaime Ferrer, uno de los personajes que ostentó tal cargo de gobernante.
Si bien la primera Iglesia del pueblo correspondía a una capilla ubicada en el interior del Palacio del señor, donde debió estar ubicada la magnífica tabla de la Inmaculada de Juan de Juanes del siglo XVI, el primer templo parroquial fue bendecido, poco después de la expulsión de los citados moriscos, el 2 de septiembre del año 1621. Un edificio bien conocido por los planos del mismo, planta y sección, conservados en el archivo parroquial (Montolío, 2013) y por los restos de dicho edificio barroco, por la parte del coro, que aún pueden verse empotrados en los muros del exterior del costado este del palacio, en el patio de separación con el actual templo. Un humilde edificio de una sola nave con capillas entre contrafuertes.
No obstante, pese a todo, pronto quedó pequeña la construcción para albergar a todo el pueblo en los días importantes, por lo que la situación movió a los marqueses de Sot a plantear a sus vasallos una nueva edificación, dedicada a la Purísima Concepción. Un nuevo edificio cuyo proyecto no contaba con el beneplácito del Obispo diocesano.
El prelado segobricense fue uno de los más tempranos seguidores de la aplicación de las reales circulares de 23 y 25 de noviembre de 1777 dirigidas a los prelados de todo el Reino. Éstas, establecían la obligación de presentar a la Real Academia de San Fernando de Madrid todo tipo de edificios religiosos proyectados para proceder a su aprobación por la Institución. Así lo hizo con los planos de Mauro Minguet para nuestra Iglesia, maestro personal del señor marqués, siendo desaprobado por personajes de la altura de Miguel Fernández, Pedro Arnal, José Moreno o el propio Ventura Rodríguez.
El proyecto finalmente admitido, de los dos que se habían planteado desde Madrid a instancias del prelado, fue el probablemente realizado por el arquitecto Miguel Fernández (1778), director de dicha Academia, conocido en Roma por Alonso Cano y autor de las trazas para la Iglesia del Temple de Valencia (1761-1785). Consumado entre 1778 y 1787, concurriendo como maestro de obras Francisco Marzo. En el interior es de nave única de aire y decoración académica con crucero y cúpula, con frescos de José Vergara Ximeno (1726-1799) en las pechinas, representando las mujeres fuertes del Antiguo Testamento.
El templo nuevo resultó el ejemplo más monumental y trascendente de los tiempos clasicistas del academicismo ilustrado en nuestra diócesis. Una magnífica construcción de corte clasicista, resultado y expresión del pensamiento del Obispo Alonso Cano Nieto (1770-1780), muy contraria en sus planteamientos a los esquemas acostumbrados de su tiempo en las diócesis valencianas, presentando una gran fachada que bien recordaba los modelos de San Pedro del Vaticano o San Lorenzo del Escorial, articulada con órdenes clásicos de pilastras gigantes, campaniles, entablamento, ático y dos torres gemelas en los flancos, la situada al este original reaprovechada y redecorada del edificio anterior, entre las que se asoma la monumental cúpula.
La ermita de los Santos Patronos y la Iglesia interina
Sin embargo, no es muy conocida la adecuación de la antigua ermita de los Santos Patronos para recibir el Santísimo Sacramento y albergar los oficios durante las obras. Alzada en 1723 y bendecida el día de Santa Bárbara de 1724, en la actual plaza de la Iglesia, fue remodelada en 16 días en 1777 para servir como Iglesia interina del pueblo tras el derrumbe programado del templo barroco y la finalización del gran conjunto neoclásico definitivo. Para dicho servicio, se le colocaron sendos tramos al pequeño ermitorio primitivo para albergar un espacio diferenciado a hombres y mujeres, con accesos independientes, tal y como se aprecia en los planos del Libro de Fábrica.
Como era una obra que iba a estar en activo muy poco tiempo, la ampliación se realizó con materiales muy perecederos, sin ningún tipo de cimientos, salvo el mismo suelo de la plaza, con puntales de madera en lugar de pilares de piedra y tejados dispuestos sobre troncos de chopo, cañizos y teja. Todo ello dio como resultado un edificio muy inestable, nada impermeable e inundable y muy propicio a ser un horno en verano y una nevera en invierno. Además, su acusada pequeñez le hacía impracticable para los oficios más solemnes.
En definitiva, una curiosa y temporal «solución» que, prácticamente a pie de obra, emplazaba diariamente a todos los fieles de Sot a la sombra del nuevo gran edificio parroquial, cual templo de Jerusalén, mientras asistía a las celebraciones en una popular choza improvisada y efímera que, aún desaparecida hasta de la memoria, nos ha parecido interesante reconstruir y contar parte de su pequeña historia, como escalón imprescindible, aunque humilde, del devenir de la fe de todo un pueblo.
Un lugar de breve descanso espiritual para el viajero en la ruta del Camino Real
Pocas cosas caben añadir a la historia e influencias de la ruta del Camino Real entre Valencia y Aragón a su paso por la Diócesis de Segorbe-Castellón («Nacer y despoblar», Imán, 2022). Como bien se sabe por las fuentes y testimonios de los siglos pasados, aquel intenso transitar de viajeros no estaba exento de peligros, sobre todo a partir de las cuestas del Ragudo y Serranía de El Toro, donde los salteadores y bandoleros campaban a sus anchas a caballo entre ambos reinos, ocultándose en los frondosos bosques y en las alturas de aquellos territorios limítrofes.
A lo largo de aquellos caminos, además de pueblos colindantes y localidades como Segorbe y Jérica, por cuyo casco urbano se adentraba la ruta desde tiempos del rey Don Jaime, los peregrinos y transeúntes hacían parada y fonda en diversas Ventas, Posadas, Albergues o Ermitorios, donde recuperar fuerzas con un plato caliente o echar un sueño reparador antes de enfrentarse a las tremendas cuestas que, a partir de Viver, esperaban amenazantes en el horizonte. Entre todos los servicios ofrecidos a aquellos sufridos caminantes estaban los espirituales pues, a lo largo de la calzada, se alzaban diversas capillas donde detenerse a desatarse las sandalias, rezar, confesarse, escuchar misa por el capellán de la ciudad, acompañar al Señor y calentarse ante el fuego encendido por el ermitaño antes de emprender el viaje.
Desde la entrada en territorio diocesano, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XVII, aparte de la sucesión de conventos que habían ido alzándose a orillas de la carretera (Franciscanos, Mínimos, Mercedarios, Capuchinos, Agustinos, Dominicos, etc.), la primera de estas pequeñas «estaciones» de descanso espiritual era la capilla de Santa Lucía que, mantenida de aquellas maneras por el Concejo de Segorbe de la época, -por eso no parece reflejado en las visitas pastorales-, precedía a otras muchas que, más adelante, tenían la puerta abierta para todos aquellos que emprendían el peligroso periplo de tomar este complicado itinerario, como San Francisco Javier de Soneja, Nª Sª de los Ángeles en Viver, Virgen de Vallada en Pina o San Roque en Barracas, entre otras.
Muy pocas noticias tenemos de la primitiva ermita de Santa Lucía en el término de la ciudad de Segorbe, emplazada cerca del barranco y antiguo acueducto del mismo nombre, junto al Camino Real y enfrente, visualmente, de la localidad de Sot de Ferrer. Un conjunto actualmente en estado de ruinas que, en el pasado, constituyó uno de los focos devocionales locales más populares de este entorno del Palancia.
La primera anotación o referencia histórica que actualmente conocemos de la existencia de la ermita, se remonta al 4 de junio de 1696, en la que Gracia Aznar, esposa de Miguel Aguilar, en un documento del notario Diego Bover (ACS, 1114), otorga unos poderes, presentándose como «habitante en la cassa y Hermita de Santa Luçía término de la Ciudad de Segorbe y Reyno de Valencia». Es un pequeño y humilde templo de cuatro tramos interiores divididos por tres arcos de ladrillo enlucido, de fábrica en adobe y ladrillo muy pobre, reflejo de los pocos recursos que a lo largo de su historia recibió, siempre en mal estado y necesitada de arreglos.
Era un ermitorio que solía arrendarse trienalmente con 30 libras, junto con su terreno de cultivo de viña y algarrobos. No obstante, sabemos por los acuerdos municipales de 29 de enero de 1725 (Borja, 2019), que el pequeño oratorio, propio de la ciudad, ya amenazaba ruina, por lo que se pedía presupuesto para su arreglo. Cuestión que se retomó en septiembre, solicitando presupuesto de la reparación al maestro albañil Dionisio Monzón, cuestión que se le volvía a reiterar en noviembre. Será en 1728 cuando se realiza el pago de la obra de intervención, de 12 libras, 12 sueldo y 6 dineros. Unos trabajos mínimos de mantenimiento que, a duras penas, se vinieron realizando durante ese siglo.
No obstante, con la constitución de la Junta de Propios y Arbitrios en Segorbe (1762), centralizando la gestión local bajo el Consejo de Castilla y controlando desde la Corona lo que había sido una administración local deficiente, se intentó reflotar el disminuido papel social del ermitorio, subiendo el arriendo a 100 libras. Sin embargo, la obra de una nueva Venta a instancias del barón de Soneja y, por lo tanto, rival directo, conllevó la realización de obras de mejora en Santa Lucía para atención a los viajeros, entre ellas la realización de unos corrales.
Tras la «Guerra del Francés», a pesar de los sucesivos arrendamientos, el ermitorio entró en declive progresivo, presentando una ruina inminente ya en 1843, viendo las autoridades un exceso de inversión para una compensación futura negativa de lo invertido. En 1852, además, la construcción había sido expoliada de vigas, tejas y piedra. Un lugar, sin duda, poco presentable, si tenemos en cuenta que allí, anualmente, se celebraba la fiesta de la feria, con asistencia oficial del Ayuntamiento, representantes de la Diócesis y los fieles de la zona al completo. Una circunstancia que obligó al consistorio a aprobar la realización de una reparación rápida de casa y ermita, venta y posada, a instancias del sacerdote que la atendía. Además, desde 1856, la anexa casa del ermitaño se había convertido en Cuartel de la Guardia Civil, sirviendo de Lazareto en la epidemia de 1884. Un arreglo que duró poco pues, en 1885, ya estaba muy deteriorada y en 1886, ocupada clandestinamente.
En sus inmediaciones se celebraba la popularísima festividad de Santa Lucía el 12 de diciembre, documentada desde 1812, recién concluida la Guerra de la Independencia, que en Segorbe tuvo hasta mediados del siglo pasado una fecha destacada en el calendario con la celebración del llamado «Porrat de Santa Lucía» -con paradas, casetas y actos religiosos-, especie de feria que después de la Purísima se celebraba varios días en la ermita y caserío de su nombre, frente a las localidades de Soneja y Sot de Ferrer.
«Para Santa Lucía, acorta la noche y alarga el día»
En 1934, al acabar la misa que allí se decía, se derrumbó la ermita (Gisbert, 1978), difuminándose una tradición secular que reunía en sus festejos en aquel lugar del Camino Real, hoy tan apartado del tránsito por la actual autovía, a una gran cantidad de visitantes y romeros de los pueblos vecinos del Palancia, tanto de la parte del arzobispado de Valencia como de nuestra diócesis de Segorbe-Castellón.
Uno de los eremitorios con mayor personalidad de la diócesis y en mejor estado (restaurado en 1995) es, sin duda, el de la Virgen de Gracia de Pina de Montalgrao, erigido como magnífico faro en lo alto de una colina a las afueras del casco urbano, a la izquierda, siguiendo el camino antiguo que subía las empinadas cuestas del Ragudo y que, en la actualidad, queda un tanto para los viajeros románticos sin apremios de tiempo.
Su estampa desde los pies del altozano se abre magnífica, con ese amplio atrio frontal abierto al sur de gran profundidad, precedido de cuatro columnas toscanas, sobre antepecho, entre los pilares, que sostienen la techumbre, que recuerda los lejanos santuarios visigóticos. Sin duda, las inclemencias del tiempo en estas alturas hicieron siempre necesarios cobijos para los fieles, con su banco corrido, tal y como observamos en el cercano ermitorio de la Virgen de Pradas, en la vecina San Agustín (Teruel), y como tuvo la desmantelada ermita de Vallada, en el mismo término.
Es bien conocida la primitiva obra del templo, realizada en el trescientos, que vino a ampliarse notablemente en el quinientos. Un recrecimiento bien visible al exterior, en el hastial correspondiente a los pies del templo, donde quedó emplazada la humilde espadaña y su ventana del coro, mirando a la inhóspita serranía de El Toro, procedencia de todos los “fríos” comarcales que bajan desde Aragón. Un fresco ya bien presente el 7 de septiembre, día de su romería.
Destruidos todos sus bienes muebles históricos durante la guerra civil, en la actualidad, el interior presenta las originales cuatro arquerías ojivales o diafragmáticas sencillas góticas, entre los que se disponen los púlpitos y sobre las que se dispone la techumbre moderna de madera de vigas, tablas y el tejado a doble vertiente, un tanto desplazado hacia el costado para incorporar el volumen y la estructura del citado atrio. En el altar mayor, una escultura de la Virgen de Gracia en piedra de más de medio metro, adquirida en Laon (Francia) en el año 2002, preside la cabecera, con gran ventana enrejada al flanco meridional.
El feliz descubrimiento
No obstante, el 3 de agosto de 2021, unos trabajadores municipales que estaban limpiando «El Cubo» para su restauración, hallaron allí oculta la Sagrada Imagen perdida de la Virgen de Gracia. Comunicando la feliz noticia al Ayuntamiento y consultada la Delegación de Patrimonio Cultural del Obispado de Segorbe-Castellón, resultó tratarse de la antigua imagen medieval labrada en piedra, del primer cuarto del siglo XV, posiblemente escondida durante la última guerra civil para evitar su expolio o destrucción.
Restaurada por Trestaller de Valencia y confeccionada su vitrina para su altar en la parroquia por Carpintería Andueza de Segorbe, la obra corresponde a la imagen devocional de la ermita del mismo nombre de nuestro pueblo, vinculada, por la documentación, a la figura de Violante de Montpalau, viuda del doncel Luis Martín de Cocentaina, de alto rango nobiliario, que permaneció al servicio de María de Castilla, Reina Consorte de Aragón, como «dona d’honor de sa casa», hasta la muerte de ésta en 1458. A la muerte de la monarca, recibió de aquella en testamento, de 21 de febrero de 1457, parte de su biblioteca y de su colección de reliquias.
Un viajero del siglo XVIII, en una visita a la ermita, escribió lo siguiente:
«Venerase esta Santa Ymagen en el termino del Lugar de Pina, que confina con el Reyno de Aragon. Esta collocada en una hermita que labró esta Santa Ymagen una Señora mui devota suia llamada Doña Violante Mompalau. Tiene esta Divina Ymagen mui alegre el rostro, aunque algunas vezes suele mudar el semblante en triste, y melancólico, y otras vezes de otros generos.
Tiene el dedo del Corazon de la mano derecha roto por medio ocasionado de que hallandose en aquellos parajes un Clerigo, haviendode bolverse a su Patria, y teniendo grande devocion con aquella Santa Ymagen quiso llevarsele alguna prenda i mas, y para esto resolvio llevarse un dedo, y haviendole partido salieron de la rotura algunas gotas de Sangre, como aun oy en dia se verifica viendose aun bermejear la Sangre. Es grande la devocion que se tiene a esta Santa Ymagen por todos aquellos contornos, grandes los milagros que obra, y muchos beneficios que reciben por su intencion todos sus devotos, y todos los que imploran su patrocinio, y amparo».
La imagen de la Virgen en pie de pequeño formato (31 x 10 x 6’5 cm), sobre pequeña peana, porta al Niño sobre el brazo izquierdo que, a su vez, lleva un pequeño pájaro en su mano. Sin trabajar por la parte posterior, la escultura presenta leve curvatura corporal, un “hanchement”,y las tradicionales vestimentas clásicas de manto y túnica marcados por composición de líneas y pliegues regulares. Presenta una gran afinidad estilística con la Virgen Primitiva de la Catedral de Segorbe, procedente de la Cartuja de Valldecrist.
La bendición del Sr. Obispo
Felizmente, este próximo sábado, 20 de mayo del Año del Señor de 2023, la imagen hallada será solemnemente bendecida por el Sr. Obispo de la Diócesis de Segorbe-Castellón, D. Casimiro López Llorente, acompañado por la Capilla Musical de la Catedral de Segorbe, en presencia de la Alcaldesa y Corporación Municipal, y colocada en el altar que su advocación tiene en el templo parroquial de Pina de Montalgrao, frente al acceso principal de la misma. En definitiva, un espléndido testimonio de la fe de su pueblo a Nuestra Señora de Gracia durante centurias, siempre al abrigo de su santuario en la montaña.
Intervención de D. Miguel Abril, Vicario de Pastoral de la Diócesis de Segorbe-Castellón y Prior de la Real Cofradía del Lledó, en el Congreso Mariológico Internacional (corresponde al XX Simposio de Teología Histórica de la Facultad de Teología), celebrado los días 26, 27 y 28 de abril en la Universidad Católica de Valencia con motivo del centenario de la Coronación canónica de Ntra. Sra. de los Desamparados.
LA IGLESIA DE LA SANGRE DE CRISTO DE SEGORBE Y LA ACEPTACIÓN DE PABLO ENRÍQUEZ DE BRUSELAS (FLANDES) EN EL GREMIO DE SASTRES DE LA CIUDAD (1706)
Conocemos bien por las visitas pastorales, las fuentes de autores como Aguilar y Serrat, Morro Fosas o Tormo, fotografías históricas y bibliografía y una tesis doctoral de los últimos años, la historia de la Iglesia de la Sangre y su cofradía allí instituida, la más antigua de la Semana Santa segorbina. Emplazada junto al templo mozárabe de San Pedro, en pleno arrabal de la ciudad de Segorbe y en el área donde tradicionalmente se localizaba una antigua mezquita musulmana, parece ser que ocupaba el solar donde se encontraba edificada la primitiva «capilla de la Purísima Concepción», donde se instituiría la Cofradía de la Preciosísima Sangre de Cristo a mediados del siglo XVI, impulsada por el obispo Francisco Sancho Allepuz (1577-1578), primer obispo de Segorbe separado de Albarracín, y confirmada por su sucesor Gil Ruiz de Lihori (1579-1582), con privilegios e indulgencias -Papa Gregorio XIII (1586)- que se atesoraban en tres bulas en pergamino hasta 1936, aunque conservando temporalmente el nombre original mariano citado.
En 1640 ya tenía construida una nueva Iglesia denominada ya como de La Sangre, «la que es moderna hecha», de estilo clasicista, atribuible al gran arquitecto Pedro Ambuesa, uno de los más importantes del reino, y que había estado trabajando en la ciudad otras obras, como el templo de San Martín del Convento de Agustinas o en la propia Catedral. El destruido retablo mayor, de talla en madera sin policromar de principios del XVII, atribuido al escultor Juan Miguel Orliens, llevaba en su centro una hornacina dorada y estofada, con flores de negro y oro, cerrada por una tabla bocaporte al óleo, móvil con mecanismo o tramoya, con la iconografía de la Sangre de Cristo. Tras ella y tres finas cortinillas, se exponía la imagen devota del Crucificado de bulto redondo, que se descubría todos los viernes de año y los días de la Cuaresma en la que había sermón, momentos en el que se cantaba el salmo del miserere.
La visita pastoral del Obispo Gavaldá a la Diócesis (1635-57) es muy clarificadora para el conocimiento de la Iglesia y la Cofradía (ACS, 548), acompañada de un preciso inventario de bienes muebles de la misma. Desde el altar mayor, desde el lado del Evangelio, se encontraba la Capilla de San Vicente, bajo patronato de la ciudad, donde se emplazaba el retablo de San Vicente Ferrer, obra cumbre del pintor Vicente Macip (ca. 1518), en la actualidad en la Catedral de Segorbe. A continuación, estaba la capilla de San Jerónimo, con retablo de pintura moderna sin decorar, perteneciente al gremio de los «Villuteros». En el mismo lado la capilla del Ecce Homo, propiedad de la Cofradía, con retablo de pintura antiguo con imagen policromada de bulto en el nicho central. En el lado de la Epístola, la capilla de Santa Eulalia, de la ciudad, con un cuadro al óleo de la santa, donde se encontraba, sobre el altar, la imagen de vestir de San Pedro Apóstol, conocida como de los “Estudiantes”, con sotana negra y manto colorado. Tras ella la capilla de San José, con un cuadro del santo con el Niño de la mano, del Abad Joseph Estornel. Después, la capilla de los Santos Médicos, con diferentes que componen su altar, propiedad del doctor Francisco Sierra. El recinto, rodeado en su perímetro por un zócalo de buena azulejería alcorina presentaba, en tiempos más recientes, los altares del Sto. Paso, el del Ecce Homo, el de San Jerónimo, atribuido a M. March, y el de la Virgen contra la Peste, atribuido a Espinosa, en el lado del Evangelio y el de Cristo atado a la Columna, la Oración del Huerto, la Virgen del Carmen y de San Vicente Ferrer en el lado de la Epístola, donde existía una puerta que daba a la casa donde vivía el hombre que limpiaba la iglesia.
Poseía el templo un coro alto, a los pies, bajo del cual se guardaban los ornamentos en unas armariadas. En aquellos momentos, el tejado tenía problemas de goteras y necesitaba de una sacristía, que aún no tenía, por lo que se indica la posibilidad de adquirir una casita junto al testero de la iglesia y destinarla a dicho uso. Se enteró el prelado que en dicha Iglesia criaban gusanos de seda y se hacían ensayos de bailes y danzas con chirimías y tambores, pidiendo a los clavarios que no permitiesen ambas actividades bajo pena de excomunión.
En 1722, Roque Pérez dejaba una limosna de doce libras para la compra de dos hachas y dos velas que acompañaran a la Virgen de la Soledad en la noche de Viernes Santo durante la procesión y entierro de Nuestro Señor Jesucristo en la «Cofradía de Santíssima Sangre de Christo» (ACS, 1194).
El 31 de agosto de 1725, el Papa Benedicto XIII agregaba, por Bula Pontificia, la Cofradía de la Sangre de Segorbe a la Archicofradía del Santísimo Cristo, venerado en la romana Iglesia de San Marcelo, haciendo extensibles las amplias indulgencias concedidas a aquella institución a las de nuestra ciudad. Una vinculación que conllevó un pequeño cambio de denominación del Cristo conociéndose, a partir de entonces, como de “San Marcelo”, impresionante obra de arte en talla de madera del siglo XVI que procesionaba en Semana Santa por las calles de Segorbe, portado a mano por el clavario con la ayuda de unas correas.
Fechado en 1771 se conserva un expediente en el Archivo Histórico Nacional, sobre el estado de las cofradías, hermandades y congregaciones correspondiente a la ciudad de Segorbe junto con los pueblos de su partido, remitido por el alcalde mayor de la ciudad, Isidro Romero, en contestación a la petición del Conde de Aranda, de 28 de septiembre de 1770, sobre el estado general que manifiesta el total de las Hermandades, Cofradías, Congregaciones y Gremios que hay en esta Ciudad de Segorbe y pueblos de su Partido, las fiestas que hacen, su importe y aprobación. Allí se describe, como Cofradía, la de la Purísima Sangre de Cristo en la Iglesia de su nombre.
Interesante es conocer como, por decreto de 20 de mayo de 1777 del Obispo Alonso Cano y Nieto se comunicaba y ordenaba a las cofradías de la Sangre y de la Trinidad, en las procesiones de Jueves Santo, portar cirios o candelas en vez de hachas (ACS, 540). Poco después, el 4 de diciembre de 1793, se constata el enterramiento de un comerciante francés, Juan Bisier, en la Iglesia de la Sangre (ACS, 580). El 20 de febrero de 1804, el capellán de la cofradía, Mosén Isidoro Pérez, solicitaba al Cabildo Catedral la gracia de portar una capa pluvial blanca para la decencia del culto en algunas funciones de la Hermita o Capilla de la Sangre (ACS, 599)
De 9 de octubre de 1822 existe un escrito de la propia Cofradía del Cristo de San Marcelo al Cabildo de la Catedral de Segorbe solicitando se devolviese a su Iglesia el órgano del cenobio franciscano de San Blas, propiedad de los cofrades (ACS, 617). El 14 de marzo de 1883, se acordaba la exposición del Cristo yacente en Jueves y Viernes Santo en la capilla de El Salvador de la Catedral, en aquellos momentos parroquia de Santa María (ACS, 609).
En 1923, la Iglesia y la casa de la cofradía eran entregadas, para el culto, a los padres Carmelitas, sin mengua de los derechos de la propia institución siendo, a partir de 1961, cuando volverían a hacer uso del segundo piso de la citada casa.
Durante la guerra civil, a mediados de 1937, una de las actas de incautación de la Junta Republicana del Tesoro Artístico (Castellón) presenta el lastimoso estado de los edificios religiosos durante la contienda, deteniéndose en la Iglesia de la Sangre. En la misma se informa sobre el aceptable estado del patrimonio mueble en contraste con la situación del inmueble, con daños graves: «De pintura se observó la falta en la iglesia de la Sangre de lienzos de San Jerónimo, del siglo XVII, Virgen de la Peste y San Nicolás, de Hilario de Espinosa; San Jerónimo, de M. March, y retablo de San Vicente Ferrer, de Vicente Masip, el padre de Juan de Juanes (luego devuelto)”.
Durante la guerra, los bombardeos habían destrozado el conjunto arquitectónico, considerándose en firme su derrumbe: «En esta joya del siglo XVI, considerada por José Benlliure como perfecto modelo de acabado y uniforme estilo y como la mejor obra valenciana de su índole, hay que sumar, a la acción destructiva de los obuses, la actuación incontrolada de algunos segorbinos que sin detenerse a valorar cuestiones de arte ni de historia, quemaron en una gran hoguera sus imágenes, entre las que se encontraban el Santo Cristo, San Marcelo, la Virgen del Carmen y un Ecce Homo. Todo lo consumió el fuego con otras obras de incalculable valor, cuadros, mobiliario de época, ornamentos antiguos, orfebrería, un lienzo de San Vicente Ferrer premiado en el concurso artístico nacional y los azulejos, ejemplares únicos de la clásica escuela de Alcora del siglo XVI que cubrían las paredes interiores del templo que servía de convento a los Carmelitas calzados».
Consultada la Cofradía y el Provincial de los Carmelitas de la Provincia Arago-Valentina, el 8 de noviembre de 1948, el Ayuntamiento de Segorbe abría la posibilidad de expedir la oportuna autorización de demolición de la Iglesia y apertura de una plaza si no se lograba su restauración. Definitivamente, el mes de septiembre de 1950 se derribó el edificio, -que reconstruimos en dibujo adjunto en sus detalles y características previas a su destrucción-, una vez el arquitecto Luis Gay Ramos, en un informe, confirmó el estado de ruina. Entre su patrimonio conservaba un lienzo de la “Aparición de Cristo a San Felipe Neri” (ca. 1630), atribuible a Vicente Castelló, hoy en día desaparecido.
Tras la contienda, de desastrosos efectos para la cofradía, tanto materiales como espirituales, la institución resurgió con nuevos bríos, recuperando, poco a poco, su patrimonio perdido. Entre otras, la imagen principal, el Cristo de San Marcelo, fue encargada al escultor José Ortells López, siguiendo el modelo de la destruida (1943), o la Virgen de la Soledad, donada en 1956 por la familia Torres Murciano y Cortel, magnífico trabajo del maestro José María Hervás Benet.
Como consecuencia del decreto episcopal de 20 de julio de 1955, para determinar la situación de la cofradía de San Marcelo dentro del ámbito de las Asociaciones Piadosas de los laicos, en su nueva aprobación canónica de la Cofradía tras la guerra, radicada en la iglesia parroquial de San Pedro de Segorbe, erigida como tal en el año 1578, estaba a la espera de la aprobación de unos nuevos Estatutos y a la recuperación de la memoria de su agregación a la Archicofradía romana o se pida una nueva agregación, realizada por escrito el 9 de junio de 1960, en una carta dirigida a M. Lino Bianchi, camarlengo de la Archicofradía del Santo Cristo de San Marcelo de Roma, con respaldo del Sr. Obispo Pont i Gol y rúbricas del Prior Francisco Mateo y el clavario, Franco Escolano.
El 31 de marzo de 1961 se aprobaban nuevos Estatutos, rubricados por el Obispo José Pont i Gol el 10 de junio de 1961, recibiéndose de Roma original impreso de los Estatutos de la Cofradía del Santísimo Cristo de San Marcelo (1827). A continuación, se redactó un nuevo ritual de toma de posesión de sus clavarios con imposición del crucifijo (1955), cuya bendición el Obispo delegó en el Sr. Prior.
EL DOCUMENTO
El Archivo Catedralicio de Segorbe conserva un hermoso e interesante documento histórico, fechado en tres de octubre de 1706, inserto en un «rebedor» de escrituras del notario Victoriano Polo, acerca de una celebración de un capítulo del Gremio de Sastres de la Ciudad para la aceptación del mancebo Pablo Enríquez, natural de Bruselas, en Flandes (ACS, 1126), y que habría llegado a Segorbe en plena Guerra de Sucesión al trono de la monarquía española (1701-1713).
«Die iii mensis octobris anno a Nativitate Domine MDCCVI
En la Yglesia de la Sangre de Christo de la presente Ciudad de Segorbe juntos y congregados como es costumbre Salvador Martinez Clavario Sebastian Gomez Mayoral Juan Rosell Menor Mayoral Juan Rosell Mayor Maestro de Trazas y Xavier Royo bolsero o tachero Maestros Officiales del Officio de Sastres de dicha Ciudad en donde para tratar convenido y concordado las infratas cosas y otras se acostumbran juntar. Precediendo convocacion hecha por su andador ettiam.Todos unanimes y conformes y ninguno en nada discrepante y en presencia de Pedro Roca Alguacil del Bayle de la presente Ciudad gerenta vices de su Governador ausente y de mi el Notario Escrivano del dicho Officio y testigo avaxo escritos. Atendido y considerado que por parte de Pablo Enríquez mancebo de la Ciudad de Bruxelas de Flandes se les fue pedido y suplicado en 17 de agosto de este presente año MDCCVI a los Clavarios Mayorales Maestro de Trazas y demas maestros juntos y congregados en dicha Yglesia como consta por el Libro de dicho Officio con sesion y junta celebrada en dicho dia 27 de Agosto lo admitieran crearan y constituyeran Maestro de dicho Officio facultad y gremio gozando de las libertades y privilegios que los demas maestros de dicho Officio gozan y que prometeria y se sugetaria a observar estas y pagar todos los Capitulos tachas verticales y servidumbres que los demas Maestros de dio Officio estan y pagan et non se divertendo ad alios actus aviendo sido examinado por dicho Clavario Mayorales Maestro de Trazas y Tachero como es costumbre de diferentes entes de ropas y posturas de vestires hallaron apto y suficiente para crearlo y constituirlo Maestro de dicho Officio por consiguiente para que goze y use gozar y usar pueda de todo lo que los demas Maestros de dicho Officio gozan y usan. Por tanto gratis ettiam cum presentes ettiam lo crearon constituyeron y nombraron Maestro de dicho Officio facultad y gremio dandole y confiriéndole todos los privilegios gracias libertades y prerogativas que a los Maestros de dicho Offcio se les suele y acostumbra dar y atribuyr. Y el dicho Pablo Enriquez presente y acceptante con juramento ad bonum verum ettiam pro ut morir est en poder de dicho Pedro Roca Alguacil prometio de haverse fiel y legalmente en dicho Magisterio de dicho Officio facultad y gremio, de guardar las constituciones observancias y estar a todo lo que los demas maestros están tenidos y obligados y de pagar XXV Libras por depossito decaxa como se acostumbra con los que son de la Corona de Aragon fuera de los del presente Reyno de Valencia y assi mesmo las propinas y salario que a los Clavario Mayorales ettiam. Escrivano notario en semexantes nombramientos se acostumbra. De quibus ómnibus ettiam actum en dicha Yglesia de la Sangre de Christo de la presente Ciudad de Segorbe ettiam.
Presentes fueron por testigos a dichas cossas Joseph Ordaz Mayor labrador y Jayme Zerberon pelayre de Segorbe habitador».
El documento coincide, cronológicamente, en el tránsito del siglo XVII al XVIII, con el pontificado del obispado de Segorbe de Antonio Ferrer y Milà (1692-1707). Sus primeros años de gobierno estuvieron marcados por las reformas barrocas en los templos diocesanos, como el propio presbiterio de Catedral, y la construcción de otros nuevos, como la iglesia de Santa Ana, de Segorbe.
Sin embargo, con la irrupción de la guerra, el pueblo se posicionó en los bandos que aspiraban al trono, en la disputa entre Felipe V y el archiduque Carlos de Austria. El obispo seguidor del archiduque, tomó el juramento de los fueros valencianos en la Catedral de Valencia, siendo la figura eclesiástica de representación en las ceremonias valencianas, ante la huida a Madrid del arzobispo Antonio Folch de Cardona. La vinculación del prelado segorbino a la causa austracista, unido a los cambios políticos consecuencia del resultado de la guerra, con la abolición del derecho privativo o foral valenciano y la consolidación de la monarquía borbónica, significó el inicio de la sucesión de prelados no valencianos en la sede.
UNAS INDULGENCIAS POR EL REZO ANTE EL JESÚS CRUCIFICADO VENERADO EN LA CATEDRAL DE SEGORBE. DEL PINTOR LUIS ANTONIO PLANES AL ESCULTOR ENRIQUE PARIENTE
El pasado sábado, 4 de marzo de 2023, se celebraba el Vía Crucis Diocesano por el recorrido procesional habitual de las calles de Segorbe, partiendo de su Catedral, con la participación de todas las cofradías presididas por el Sr. Obispo, D. Casimiro López, acompañado por el Ilmo. Cabildo Catedral. Un transitar devocional en el que, por primera vez, participaba, procesionada solemnemente a hombros por voluntarios de las cofradías locales de Semana Santa, la extraordinaria imagen del Cristo crucificado de la Seo (1956), talla en madera policromada y dorada, del gran artista Enrique Pariente Sanchis (Valencia 1903-1987), autor con una grandísima producción escultórica repartida por toda España y parte del extranjero.
El presente Cristo, realizado con la mediación de D. Romualdo Amigó, Vicario General, previo boceto a pequeña escala, también conservado, fue costeado, de manera anónima, por el propio Obispo José Pont i Gol, siendo bendecido el 15 de agosto de 1956 y colocado en el antiguo retablo del crucificado, en la antigua capilla del Corpus de la Catedral.
“Nueva Imagen para la Catedral. – El día 15 de Agosto festividad de la Asunción de Ntra. Señora, el Rvdmo. Prelado, después de la celebración del Pontifical acostumbrado, bendijo una nueva Imagen de Jesús Crucificado, donada por el mismo Sr. Obispo para la Catedral en conmemoración de las bodas de plata sacerdotales y en agradecimiento de los obsequios y muestras de afecto que, con esta ocasión, ha recibido de todo el Obispado. El Rvdmo. Prelado dirigió unas sentidas palabras a los fieles asistentes. Dicha imagen presidirá el altar del Santísimo.”
El maestro Enrique Pariente, muy desconocido hasta fechas muy recientes, se mostró con todas sus obras un artista de gran capacidad de comprensión para sumergirse en el sentido religioso, destacando extraordinariamente en sus esculturas los rostros cargados de gran sentimiento contenido y de dulzura emotiva espiritual y religiosa. Si bien su gran actividad artística en la provincia de Jaén fue muy profusa, con un gran número de imágenes recientemente identificadas, a partir de los años cincuenta comenzó a trabajar para la orden de los Dominicos.
Tras aquella etapa, en los años sesenta del siglo XX, el autor centraría el trabajo de su taller en la zona valenciana, plasmando la verdad de su estilo más íntimo en sus obras. Especialmente en la Catedral de Segorbe se concentran tres de sus mejores obras: el imponente grupo titular de la Virgen de la Asunción (1949), el Cristo yacente (1950) y éste, el Cristo crucificado. Su última obra, el Cristo de los Labradores de Faura, de tamaño mucho mayor del natural, cerraría una carrera artística marcada por su anonimato, pero brillante en su calidad.
No obstante, sabemos por noticias documentales que, hasta la destrucción de 1936, dicho retablo contaba con un famoso Cristo crucificado realizado por el gran pintor valenciano Luis Antonio Planes (1742-1821) a partir de 1816, coautor del fresco de la Gloria del presbiterio y autor de diversos lienzos para los bocaportes de los retablos del templo catedralicio, como el de la capilla de la Concepción (Museo de Bellas Artes de Valencia), Santo Tomás (Museo Catedralicio de Segorbe) o San Lorenzo (desaparecido), además del de la Santa Cena del retablo mayor (Museo Catedralicio de Segorbe), proponiéndose para la realización del lienzo del cuadro del retablo del Cristo, en la Seo.
Un cuadro que, en 1867, era objeto de la concesión de indulgencias, concedidas por Mariano Barrio Fernández (Jaca, 1804-Valencia, 1876) por el rezo ante su imagen de Jesús Crucificado venerada en la Santa Iglesia Catedral de Segorbe.
«Nos el Doctor D Mariano Barrio Fernández, por la Gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica Arzobispo de Valencia, Prelado Doméstico de su Santidad asistente al Sacro Solio Pontificio, Senador del Reino, Caballero Gran Cruz de la Real Orden Americana de Isabel La Católica, del Consejo de Su Majestad, etc. etc.
Deseando promover, en cuanto está de nuestra parte, el Divino Culto, y fomentar la devocion del Pueblo Cristiano, dando graciosamente lo que en la misma forma hemos recibido de la Divina Misericordia, sin mérito alguno nuestro: Concedemos ochenta días de Indulgencia a todos los fieles de uno y otro sexo por cada vez que devotamente rezaren un Padre nuestro, Credo o acto de contricion ante la imagen de Jesus Crucificado pintura al oleo, que se venera en la Santa Yglesia Catedral de Segorbe, y pidieren a Dios nuestro Señor por la exaltación de nuestra Santa Fe Católica, paz y concordia entre los Reyes y Principes Cristianos, estirpacion de las heregias y demás fines piadosos de nuestra Santa Madre la Iglesia. Dadas en Valencia 19 de febrero del 1862.
Mariano, Arzobispo de Valencia [rubricado]
Por mandato de Su Excelencia Ilustrisima el Arzobispo mi Señor.
Bernardo Martín, secretario [rubricado].»
En definitiva, un retablo, emplazado dentro de la antigua Capilla del Corpus Christi, el último en realizarse en la renovación de la Catedral (1791-1795), que constituía y constituye un espacio especial para la fe y la devoción dentro de la Catedral donde, en el pasado, un famoso cuadro de Luis Planes mereció la concesión de indulgencias a todos los que rezaran ante él y que, en la actualidad y desde 1956, cuenta con una de las obras maestras del genial escultor sagrado Enrique Pariente Sanchis.
En los primeros siglos, el sacramento del bautismo, por el que el individuo entraba a formar parte de la comunidad cristiana, del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia, se administraba sumergiendo al candidato en una pequeña piscina con el agua purificadora. Una costumbre que, anteriormente, también había practicado la secta judía de los esenios, con frecuentes abluciones rituales para el perdón de los pecados.
El ritual bautismal, del griego «baptos», que significa lavar o sumergir, trajo consigo cambios en la creciente población cristiana tardorromana: «Por tanto, mediante el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó del poder del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva. El agua aquí representa la muerte y resurrección hacia una nueva vida» (Romanos 6, 4). Una práctica litúrgica del sacramento que fue evolucionando desde la construcción de baptisterios con piscina de inmersión, los ejemplos más antiguos, hasta la creación de pilas bautismales de bulto redondo, en un largo proceso que vino a abarcar toda la época visigoda en la antigua Hispania, del siglo V (ca. 480) hasta el siglo VIII de nuestra era, con una invasión musulmana, a partir del año 711, que constituye el fin de la Antigüedad, propiamente dicha, en nuestras tierras.
El papel del bautismo resultó ser clave en la Hispania Visigoda, no sólo en el asentamiento de la autoridad episcopal sobre su clero y rebaño a través de la bendición del crisma, sino en la estabilización de la Iglesia y del propio Estado, sobre todo a partir del reinado de Leovigildo (568-586), tras un tiempo de luchas internas de las élites y entre las múltiples identidades religiosas que habían conllevado, hasta ese momento, un reino inestable y fracturado. El bautismo se convirtió en la clave de un programa de asimilación, cohesión y unificación, al igual que en otros reinos cristianos, como el Carolingio, donde los intelectuales de la Corte, con sus reformas, propiciaron el establecimiento del «Imperium Cristianum» en Europa a finales del siglo VIII y principios del IX, consolidando a la sociedad en todos los aspectos.
Hasta ese momento, la evolución de la ceremonia ha ido cambiando mucho desde el Bautismo de Jesús en el Jordán de manos de Juan Bautista, utilizándose primitivamente, en tiempos de persecución, parajes fluviales o marinos; «Juan bautizaba en Enón, junto a Salim, porque había muchas aguas, y venían y eran bautizados» (Juan 3, 23). En un principio, como primero de los siete sacramentos de la Iglesia, los primeros cristianos lo recibían en una edad adulta, al entrar a formar parte de la comunidad y del reino de Dios, en un acto público de fe. El ser sumergido en el agua representa la muerte de nuestros pecados anteriores; cuando emergemos de ésta, emprendemos una nueva vida en Cristo:
«Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mateo 28, 19).
El valor de este elemento, en un mundo de mayoría pagana de convertidos, fue adquiriendo tanta importancia que acabó condicionando el edificio que la contenía y proporcionando la denominación de Baptisterio a la Iglesia que contenía dicha pila bautismal. El ritual y la inmersión, que recordaba la cultura del agua del mundo de la antigüedad clásica, pronto fue trasladado a los infantes, como transmisión generacional de la fe, sin exclusión de los adultos que deseaban recibir el sacramento. Con el tiempo, por lógica, siendo la mayoría de bautizados niños, se fue imponiendo la pila bautismal a la piscina, en gran parte por una cuestión de practicidad e, incluso, de movilidad. A medida que el bautismo ganaba en trascendencia y ante la imposibilidad de los obispos de hacerse presentes en cada uno de los sacramentos realizados, éstos reforzaron su papel reservándose diversos aspectos de los rituales post-bautismales, como la citada bendición del crisma y la imposición de las dos manos.
Con el Edicto de Milán (313) del emperador Constantino y, posteriormente, con Teodosio (380), la libertad religiosa y la oficialidad de la misma en el imperio, conllevó la posibilidad de un oficio público legal, sin clandestinidad (espacios reservados, secretos o subterráneos-catacumbas), y la primera edificación de los primeros templos, a menudo reconvertidos de paganos a cristianos o de nueva planta, con sus capillas bautismales. En las demarcaciones hispánicas, sobre todo tras la conversión al catolicismo del rey Recaredo y del pueblo Visigodo, antiguamente arrianos, en el III concilio de Toledo (589), se encuentra abundante información sobre este rito especial en los concilios de aquel tiempo, como en el de Elvira (ca. 300), I Toledo (400), Gerona (517), Lérida (546), Braga (561), II Braga (572), III Toledo (589), II Sevilla (619), IV Toledo (633), Mérida (666), XI Toledo (675) y XVII Toledo (694).
La conversión del monarca y, por consiguiente, de todo su pueblo, determinó y unificó el catolicismo hispano y su ritual. San Gregorio Magno (540-604), sugirió a San Leandro (534-596) la realización de una sola inmersión en lugar de tres, simbolizando la unidad de la Santísima Trinidad, tal y como plasmó el santo sevillano en su epístola de 588 y reforzó su hermano, San Isidoro (556-636) en una de sus Etimologías. Esta simplificación también asentaba diferencias con los arrianos, que practicaban la triple inmersión. Si bien el bautismo desempeñó un papel de distinción social en el reino visigodo antes de la conversión en el III Concilio de Toledo (589), éste marcó de manera especial y dio un claro empuje y unificación de la identidad hispana, salvo la población judía, en sus inicios frente a la herejía arriana de las élites visigodas y asentando la ortodoxia católica más antigua de la Iglesia, practicada por los indígenas hispanorromanos. Un testimonio de cómo el Bautismo vino a ser una poderosa arma de integración para una burocracia centralizada en un reino religiosamente dividido y con una fuerte tendencia a una fracturación territorial y luchas internas, como se había apreciado durante el establecimiento del priscilianismo (siglo IV) y el arrianismo (siglo V).
En este sentido, la piscina bautismal de Soneja, del siglo VI, ubicada en una estancia lateral de un templo basilical, sigue las líneas habituales de la época presentes en otras estructuras similares, constando de dos escalinatas -a este y oeste- con tres escalones, para descender y ascender, y «aquarium», presenta una planta redonda, a diferencia de otras conservadas cuadrangulares, rectangulares, octogonales, etc., contando cada una de las formas con una gran simbología cristiana propia, no presentando decoración ornamental alguna, al menos conservada.
Otra cuestión, de muy difícil resolución, es la verdadera presencia en la actual localidad de nuestra actual diócesis de Segorbe-Castellón de un emplazamiento cristiano de primer orden como éste. También desconocemos la existencia de otras piscinas bautismales como la presente, hallada de manera accidental y, podríamos decir «providencial», durante las excavaciones de la ermita de San Francisco Javier (finales del siglo XVII), en un emplazamiento sin culto, desde la invasión árabe (711), durante casi mil años.
¿Había conocimiento entre los antiguos pobladores de su primitivo uso? ¿Era lugar de culto en recuerdo de algún acontecimiento martirial durante las persecuciones o donde se conservaba la reliquia de algún santo de los primeros tiempos del cristianismo en nuestra diócesis? ¿A qué primitivo obispado pertenecía tan importante asentamiento en el lugar fronterizo, junto al río Palancia, entre la diócesis Tarraconense y la Cartaginense? «Todos fuimos bautizados por un solo espíritu para constituir un solo cuerpo, ya seamos judíos o gentiles, esclavos o libres» (I Corintios 12-13).
La única realidad que podemos reflejar es, para todos nosotros los cristianos, la excepcionalidad y singularidad del hallazgo, desconociendo si habría otras piezas similares, incluidas también las pilas, todavía no identificadas ni descubiertas por la arqueología que, dada la problemática y literatura de época sobre la cuestión, como la que hemos expuesto anteriormente, sin duda debieron existir, habiendo más templos donde administrar el sacramento aparte de los conocidos por la investigación. «Quien no nazca del agua y del Espíritu no podrá entra en el reino de Dios» (Juan 3, 5).
El primitivo palacio episcopal de Segorbe, desde tiempos bajomedievales, se ubicaba adosado a la muralla de la población, recayente su fachada a la calle San Cristóbal, justo enfrente de la portada principal de la Catedral, con la que se encontraban los transeúntes, al atravesar el Portal de Altura a intramuros (también denominado del Mercado o de la Fruta), uno de los accesos más importantes al recinto urbano, que unía ambos edificios por un pasadizo elevado por encima de su gran arco de luz y flanqueado entonces por dos torres, una de ellas aun visible en el dibujo que adjuntamos recreando la subida a la Seo, antes de atravesar el muro, junto al campanario.
Quedaba oculto al viajero su bello patio interior barroco porticado donde, en la actualidad, se encuentra el acceso al nuevo edificio proyectado y ejecutado a partir de 1956 por el arquitecto Luis Gay -más acorde con las necesidades de la curia, con una infraestructura básica de despachos y oficinas-, correspondiendo a un tramo cerrado en origen por el muro defensivo de la ciudad. Un emplazamiento urbano junto al cual se ubica la actual plazuela del Obispo Gómez de Haedo, donde en la edad media se alzaba el Hospital Mayor de la Seo de Segorbe o de San Miguel, por recoger la capilla del mismo nombre en su interior. El recinto, en su pequeño templo medieval dedicado a este santo arcángel, donde estaba la sede de la cofradía dedicada al mismo, instituida por privilegio del 28 de agosto de 1529, por el duque de Segorbe, Alfonso de Aragón donde, además, existía un altarcillo bajo la advocación a la Santísima Trinidad y una antigua Virgen de los Desamparados que, en 1805, fue llevada a la nueva construcción hospitalaria. Fue este obispo ilustrado el que consumó la pretensión de sus predecesores de clausurar, por insalubre, este antiguo sanatorio de las proximidades del palacio, asumiendo su gestión directa el 5 de noviembre de 1800 y trasladado a un nuevo edificio a las afueras del caserío el 8 de agosto de 1804, junto al convento de los Capuchinos, dotado de todos los avances sanitarios que, de aquel momento histórico, se podía esperar.
El recinto residencial episcopal, tradicional lugar de alojamiento de los grandes personajes en sus estancias en Segorbe, en esencia, resultaba ser más un caserón que un palacio como tal, un lugar bastante humilde en sus inicios, sin grandes elementos constructivos destacables hasta épocas más avanzadas. Sabemos que los obispos Gilabert Martí (1500-1530) y Jofré de Borja (1531-1556), de la conocida familia valenciana de los Borgia, en su derrama personal de actuaciones en sus catedrales, mejoró su habitabilidad en una época en que los ordinarios no solían habitar estos recintos. De este momento, proceden diversos restos de cerámica de Manises con los emblemas episcopales, repartidos hoy en día por museos y múltiples colecciones.
En 1558, en tiempos del obispo agustino Juan de Muñatones (1556-1571), gracias a una permuta de un huerto del obispo junto a la casa de los duques en el Agua Limpia por dos casas junto al Palacio del Prelado, se pudo ampliar el recinto tras el derribo de éstas, sirviendo la reestructuración para convocar diversos sínodos diocesanos, como el de 12 de noviembre de 1611, del obispo Pedro Ginés de Casanova, o el de 18 de mayo de 1644, en tiempos de Diego Serrano (1639-1652).
El obispo Gavaldá lo reparó y amplió a mediados del siglo XVII, llegando incluso a fortificarlo. En su tiempo, haciéndose eco de las pragmáticas del Concilio de Trento, allí trabajaban dos ministros permanentes para la administración de la curia, uno de los cuales ejercía el oficio de Vicario General, tratando los asuntos sacramentales, los casos civiles y penales, así como resolviendo las disputas surgidas en cualquier lugar del obispado en nombre del prelado. Mientras, el otro se ocupaba de las causas testamentarias y de cumplir las voluntades piadosas. Además, según testimonio del propio obispo en la visita «ad limina» de 1656, en el mismo palacio había un archivo para guardar los escritos de la corte y varias celdas para cárcel, para mantener a los acusados de diferentes delitos. También trabajaban allí, periódicamente, otros cinco jueces para las causas eclesiásticas y para examinar a todos los que querían acceder a las órdenes sagradas, administración de sacramentos u obtención de beneficios, con el apoyo de siete capitulares.
Sin embargo, fue el obispo Diego Muñoz Baquerizo (1714-1730), el que fraguó una gran reforma de todo el edificio, gastando grandes cantidades en la reparación y reconstrucción de sus vetustos muros, muy dañados durante los años de la Guerra de Sucesión (1701-1713), reconstruyendo y barroquizando, entre otras actuaciones, el patio interior.
No obstante, sería en tiempos del gran Alonso Cano Nieto (1770-1780) cuando el caserón pasó a poseer, también, una función destacadamente social, al instalarse una Biblioteca Pública en su interior. Un proceso de renovación que debió correr parejo a la reforma de la misma Catedral pues, tras la guerra del francés, en 1820, se pagó al maestro Vicente Marzal, autor del planchado de las puertas de la Seo y de muchos otros edificios religiosos del momento en la zona, por la realización de las nuevas vidrieras del Palacio.
El recordado obispo dominico Domingo Canubio y Alberto(1848-1864), primero en pregonar desde Palacio, en 1854, el dogma de la Inmaculada Concepción en España, allí recogía y acogía personalmente a los enfermos de cólera durante una de las epidemias que, por esos años, azotaban, sin piedad, todos los pueblos de la comarca. También abrió las puertas al recogimiento y atención de los peregrinos, además de abrir una escuela para la enseñanza de niños.
También construyó un nuevo oratorio mayor, bendecido el 22 de diciembre de 1861, donde antes había una amplia galería para transitar de la escalera principal a las estancias del obispo. Entrando por la sala de los Apóstoles, decoró la espaciosa sala, colocando diversas obras procedentes de varios retablos de la Cartuja de Valldecrist y de la propia Catedral, presididos por la santa Cena, obras del pintor Joan Reixach (ca. 1450-1480). En el perímetro colocó bancos fijos y encargó dos grandes lienzos, además de otros pequeños, a José Laffaya, representando a “Jesús bendiciendo a Ios niños” y “Jesús predicando a las turbas”.
Siendo obispo José Luis Montagut (1868-1875), en agosto de 1873, durante los episodios de la tercera Guerra Carlista, el palacio fue uno de los lugares elegidos como por los liberales para atrincherarse, convirtiéndose en un auténtico “fuerte”, resistiendo ante las fuerzas carlistas. En 1885, la epidemia de cólera-morbo puso a prueba la caridad pastoral tanto del obispo diocesano como de sus sacerdotes, y el mismo Palacio Episcopal se convirtió en Hospital a la vez que en el boletín se publicaron las normas para evitar el contagio. El mismo obispo dio ejemplo del modelo de sacerdote que quería para su diócesis, ayudando y visitando en persona a los enfermos e infectados. Renovado en tiempos del obispo Francisco de Asís Aguilar (1880-1899), fue en 1924, con la llegada del obispo fray Luis Amigó (1913-1934) cuando pasó a albergar, en una de sus galerías, el Museo Diocesano.
Un edificio que, pese a la solera de cientos de años de vida, en paralelo con la actividad pastoral de sus obispos, fue derruido junto al arco de la muralla y sustituido por la nueva construcción citada. Reflejo de múltiples reformas y estilos arquitectónicos y decorativos diversos, su estructura fue dañada irremediablemente en sus estructuras y cimientos, física y moralmente, en la guerra civil española. Saqueado y expoliado, fue el último testigo de la detención, martirio y partida hacia la muerte de su obispo Miguel Sucarrats y Serrat (1936-1936), tras sólo dos meses al frente de sus fieles. Pocos años después, aquel anciano faro, referente de la antigua diócesis y testigo de sus siglos de historia tras más de setecientos años, fue abatido definitivamente para la historia, sustituido por un recinto de moderno y funcional diseño, cerrando centurias de vivencias de fe y abriendo, inevitablemente, nuevos episodios del último capítulo de nuestro presente y futuro, de gran esperanza en la Comunión y en la Misión.
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