Vigilia Pascual
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 23 de abril de 2011
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En esta noche santa, la Vigilia de todas las vigilias, hemos permanecido en oración junto a nuestro Señor, muerto en la Cruz y depositado en el sepulcro. Con toda la Iglesia hemos rezado y esperado, escuchando las Escrituras que recorren toda la historia de la salvación. Hemos contemplado y cantado, al paso de las lecturas, las acciones admirables de Dios en la creación y con su Pueblo elegido a través de todas las etapas de la historia de la salvación. Incluso en las situaciones más difíciles, Dios no abandona nunca a su Pueblo, camina con él y le salva: así ocurrió en el paso del Mar Rojo o en el exilio de Babilonia. En medio de la dificultad está Dios, está su gracia: el aparente hundimiento en el mar era la salvación de Israel y la ruina de sus enemigos; y el exilio era también una larga purificación para retornar a Dios.
También en la oscuridad y en el silencio de esta noche santa irrumpe el resplandor de una luz repentina, con el anuncio de la resurrección del Señor. “No temáis; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado como había dicho” (Mt 28,5). Las mujeres habían acudido a ver el sepulcro al alborear el primer día de la semana. Habían vivido los acontecimientos trágicos de la pasión y crucifixión de Cristo en el Calvario; habían experimentado el dolor, la tristeza y el desaliento. Aquella mañana van al lugar donde Jesús había sido enterrado para volverlo a ver y para abrazarlo por última vez. Las empuja el amor. Aquel mismo amor que las llevó a seguirlo por las calles de Galilea y Judea hasta al Calvario. En un instante todo cambia. Jesús “no está aquí, ha resucitado como había dicho”. Este anuncio del ángel cambia su tristeza en alegría.
¡Cristo vive! Aquel, a quien las mujeres creían muerto, está vivo. La muerte ha dado paso a la vida; a una vida gloriosa, a una Vida que no muere más. Cristo “muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida” (Prefacio pascual). La claridad del Cirio Pascual, la luz de Cristo, irradia sobre la faz de la tierra y disipa las tinieblas de la noche, las tinieblas del pecado y de la muerte. Esta es “la noche clara como el día, la noche iluminada por el gozo de Dios”.
Sí, hermanos: Cristo ha resucitado y se ha convertido en Luz y Vida para todos. Él es nuestra esperanza, la esperanza de toda la humanidad. Porque en esta noche, la historia santa de Dios con la humanidad, su designio universal de vida y de salvación, iniciada en la creación y preparada en el Pueblo de Israel, llega a su término en Cristo. “Esta es la noche, en que rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”. La Pascua realiza la nueva creación. En el misterio de la muerte y resurrección de Cristo todo es redimido, todo es recreado, todo se recupera su bondad original, según el designio creador de Dios. Sobre todo el hombre, el hijo pródigo que ha malgastado el bien precioso de su libertad alejándose de Dios por el pecado, recupera su dignidad perdida: ser criatura amada de Dios. “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.
¡Qué profundas y verdaderas suenan estas palabras en la noche de Pascua! Y que enorme actualidad tienen para el hombre de hoy; un hombre consciente de sus posibilidades de dominio sobre el universo, pero también un hombre tantas veces confuso sobre el sentido auténtico de su existencia, en la cual ya no sabe reconocer las huellas del Creador.
¡Cristo ha resucitado, Aleluya! Estas palabras resuenan con toda su fuerza en esta Vigilia pascual. Nuestra espera y oración se han convertido en canto de alegría en el Aleluya pascual: porque la alegría necesita expresarse y se hace canto: una alegría y un canto destinados a avivar nuestra fe en Cristo resucitado y nuestra condición de bautizados. Una alegría que nos ha de llevar a comunicar a otros la Resurrección del Señor, fuente de luz, de vida y de esperanza para el mundo. Puede que hayamos caminado por la vida soñolientos y olvidados del Señor, de su Evangelio y de su Iglesia; puede que nos hayamos limitado a vivir de tradiciones semivacías, repitiendo lo que otros pensaron e hicieron o recordando cosas que ya poco o nada nos decían. Quizá nos hayamos quedado en el Viernes santo, en la muerte del Señor, o sigamos en el silencio de Dios del Sábado santo, sin descubrir que el Señor ha resucitado, sin percibir su presencia resucitada en nuestro mundo, en sus sacramentos y en su Iglesia. Tal vez vivamos con tibieza nuestra fe, tengamos miedo, como aquellas mujeres, a vivir creer que Cristo ha resucitado, a vivir como cristianos; puede que nos avergoncemos de Él o de confesarnos cristianos, o vivamos sólo en el presente sin esperanza ante el futuro, sin empuje y sin renovación cristiana.
Si así fuere, la Iglesia nos recuerda esta noche nuestra propia condición de bautizados. “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva” (Rom 6,3).
Hemos sido bautizados “en Cristo” y “en su muerte”, hemos sido “incorporados a Cristo” y “a su muerte”. “Bautizar” significa ‘sumergir’. Así se expresa con toda claridad en el bautismo por inmersión en el agua; el bautismo es nuestra inmersión misteriosa, pero real, en Cristo y en su muerte. En la carta a los Gálatas nos dice el mismo Pablo: “todos los que habéis sido bautizados (inmersos) en Cristo, os habéis vestido de Cristo” (Ga 3,27). Es como si viviéramos dentro del mismo Cristo, muerto y resucitado; Él nos envuelve y nos conforma según su semejanza, nos protege y nos dignifica. Vivimos en Cristo y con Cristo. Los ‘inmersos’ en la muerte de Cristo por el bautismo participan también de la nueva vida que se manifiesta en la resurrección de Cristo. Saliendo del agua significamos esta resurrección a la nueva vida, como va a ocurrir en el pequeño Alejandro, que será bautizado esta Noche Santa.
Lo que muere en el bautismo es nuestro pasado, nuestra esclavitud del pecado y de la muerte eterna. Ahora somos libres para llevar una vida digna de hijos de Dios. La nueva vida ha de acreditarse en una buena conducta moral hasta que la Resurrección triunfe definitivamente en la vida eterna. Lo que ya ha sucedido, es decir, nuestra participación en la muerte de Cristo por el bautismo, y lo que todavía ha de suceder, esto es, la resurrección de nuestra carne como triunfo final sobre el pecado y la muerte, el pasado y el futuro, se encuentran implicados en el presente de la existencia cristiana: radicalmente salvados, caminamos aún hacia la consumación de nuestra propia redención.
Somos peregrinos, hay ante nosotros un camino, el de Dios en Cristo, siguiendo sus senderos, sus mandamientos. La nueva vida que hemos recibido en el bautismo posibilita y pide seguir estos mandatos. Dejemos lo que de viejos y pecadores tenemos, y vivamos “para Dios en Cristo Jesús”. Dejémonos resucitar con Cristo. Esto es mucho más que esperar el ‘más allá’. Es vivir ahora como Cristo, compenetrados por su Evangelio, desnudados de los criterios de este mundo, revestidos de santidad, es decir “viviendo en Cristo”.
Dentro de unos instantes, renovaremos las promesas de nuestro Bautismo. Volveremos a renunciar a Satanás y a todas sus obras y seducciones para seguir firmemente a Dios y sus planes de salvación. El amor de Dios nos despierta esta noche. Nos recuerda el misterio de nuestra propia vida, que se ilumina con nuevo resplandor en su presencia bautismal. Puestos en pie, unidos en la fe, la esperanza y el amor de nuestro Señor Jesucristo, renovaremos una vez más nuestras promesas bautismales.
Especial resonancia tiene esta renovación para vosotros, hermanos y hermanas de la segunda Comunidad del Camino Neocatecumenal de la Trinidad de Castellón y la primera del Carmen de Onda en esta última etapa de vuestro camino. Vuestras túnicas blancas de lino son signo de la nueva vida bautismal del cristiano, que acepta ser golpeado y triturado por la gracia de Dios como el lino para extraer la fibra para su confección. En vuestros escrutinios habéis visto de dónde procedías: de un mundo de destrucción, alejados del amor de Cristo por el pecado; pero también habéis experimentado el amor de Dios en Cristo, que os ha re-creado haciendo de vuestra propia historia una historia de salvación.
Vuestras vestiduras blancas nos recuerdan que estáis (y estamos) revestidos con los nuevos indumentos de Dios, por el Bautismo. Estas vestiduras son un proceso que dura toda la vida. Lo que ocurre en el Bautismo es el comienzo de un camino que abarca toda nuestra existencia, que nos hace capaces de eternidad, de manera que con el vestido de luz de Cristo podamos comparecer en presencia de Dios y vivir por siempre con él.
Renovemos las promesas bautismales. Renunciemos, digamos “no” al demonio, a sus obras y a sus seducciones. Quitémonos las ‘viejas vestiduras’ con las que no se puede estar ante Dios. Esta ‘vestiduras viejas’ son, como nos recuerda Pablo en Carta a los Gálatas, las “obras de la carne”. Es decir: “fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo” (Ga 5,19ss.). Estas son las vestiduras que hemos de dejar: son vestiduras del pecado y de la muerte, impropias de todo bautizado.
Revistámonos de la ‘vestiduras’ de Cristo. Confesemos nuestra fe y que esta dé nueva orientación a nuestra vida. Dejemos que Dios nos vista con el vestido de la vida. Pablo llama a estas nuevas “vestiduras” de Dios, “fruto del Espíritu”: Y son: “Amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí” (Ga 5, 22).
Sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, perseveremos en nuestra fidelidad a Cristo y proclamemos con valentía su Evangelio. Que María, testigo gozoso de la Resurrección, nos ayude a todos a caminar “en una vida nueva”; que haga de cada uno de nosotros “hombres nuevos”, personas que “viven para Dios, en Jesucristo” (Rm 6, 4.11). Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón