Homilía en el domingo de Pascua de Resurrección
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 20 de abril de 2025
(Hch 10,34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)
Hermanas y hermanos en el Señor!
1. En la mañana de Pascua resuena en toda la cristiandad el anuncio antiguo y siempre nuevo: “¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!” (cf. Mc 16,6). Cristo Jesús ya no está en la tumba, en el lugar de los muertos. Su cuerpo roto, enterrado con premura el Viernes Santo ya no está en el sepulcro frío y oscuro, donde María Magdalena lo busca al despuntar el primer día de la semana. El cuerpo de Jesús ya no está en la tumba; no porque haya sido robado o puesto en otro lugar, o haya sido devuelto a esta vida para volver a morir. El cuerpo de Jesús no está en la tumba porque ha resucitado, es decir, porque ha pasado a la vida gloriosa de Dios.
Es la Pascua del Señor, el Día en que actuó el Señor, día de gozo y de triunfo. En la Pascua de Cristo ha triunfado la vida de Dios sobre el pecado y la muerte. El Señor resucitado une de nuevo la tierra al cielo y restablece la comunión de los hombres con Dios. Jesús, entregándose en obediencia al Padre por amor a los hombres, destruyó el pecado de Adán y la muerte. La resurrección es el signo de su victoria, es el día de nuestra redención, es el día de nueva creación.
Y porque Cristo ha resucitado podemos cantar: “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”. El autor de la vida ha vencido a la muerte. Alegrémonos, hermanos: Cristo ha resucitado y, con su resurrección, Dios Padre muestra que ha aceptado el sacrificio de su Hijo y en Él hemos sido salvados. “Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”.
¡Cristo ha resucitado y vive glorioso! Esta es la gran verdad de nuestra fe. Aquel, al “que mataron colgándolo de un madero” (Hech 10, 39) ha resucitado verdaderamente. La resurrección de Jesús no es un mito o una historia piadosa, no es una leyenda fruto de la profunda frustración de un puñado de discípulos o una experiencia mística. La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico y real que sucede una sola vez y una vez por todas: El que murió bajo Poncio Pilatos, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. No se trata de la vuelta a esta vida de un muerto para volver a morir. No: el cuerpo muerto y sepultado de Jesús vive ya glorioso y para siempre junto a Dios.
2. La Palabra de Dios de hoy nos invita a acercarnos a la resurrección del Señor acogiendo con fe el signo del sepulcro vacío y, sobre todo, el testimonio de personas concretas, “los testigos que él había designado”, a los que se apareció, con los que comió y bebió después de su resurrección; a ellos les encargó dar solemne testimonio de su resurrección (cf. Hech, 10, 41-42) .
La tumba vacía es un signo esencial de la resurrección, pero es un signo imperfecto. Al ver el sepulcro vacío, María Magdalena exclama: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2). Pedro se contenta con entrar «en el sepulcro» y ver «las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte” (Jn 20,6). Sólo el apóstol Juan va más allá: Juan “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20,8-9).
El suceso mismo de la resurrección de Jesús, es decir, el paso de la muerte a la vida gloriosa, no tuvo testigos, porque escapa a nuestras categorías de tiempo y espacio. María Magdalena, las otras mujeres, los apóstoles y los discípulos se encuentran con Cristo vivo ya resucitado. Para aceptar el sepulcro vacío como signo de que Jesús ha resucitado es necesaria le fe, como Juan; y como en el caso de la mujeres y el resto de los discípulos es necesario el encuentro personal con el Resucitado. Sólo así se superan las dudas y la incredulidad inicial. “Nosotros esperábamos…” (Lc 24, 21), dirán los discípulos de Emaús; o “si no veo en sus manos la señal de los clavos… no creeré”, dirá el apóstol Tomás (Jn 20, 25).
Como en el caso de los discípulos, creer que Jesus ha resucitado pide también de nosotros un acto personal de fe, fiándonos del testimonio de los apóstoles; un testimonio que nos es trasmitido en la Sagrada Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. Creer personalmente que Cristo vive, pide el encuentro personal con Él en la comunidad de los creyentes. Nuestra fe no es credulidad débil o fácil; se basa en el signo del sepulcro vació y en el testimonio unánime y veraz de aquellos que trataron con Él directamente en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra, como nos recuerda el libro de los Hechos de los Apóstoles (10, 39-41). A los testigos se les cree, según la confianza que merecen, según la credibilidad que se les reconoce. Pedro y el resto de los Apóstoles dan testimonio de algo de lo que están profundamente convencidos. Tan convencidos, que llegarán a dar la vida por ser testigos de la resurrección de Cristo.
3. La resurrección de Cristo no es un hecho del pasado, pero sin actualidad en el presente, ni es algo que afecte tan sólo a Jesús, pero sin valor para nosotros. No. La resurrección de Jesús nos muestra que Dios no abandona nunca a los suyos, a la humanidad y a su creación. Con la resurrección gloriosa del Señor todo adquiere nuevo sentido: la existencia humana, la historia de la humanidad y la creación entera. A pesar de todas las apariencias y de los duros reveses, la historia, la creación, la humanidad no camina hacía la destrucción y el caos, sino hacia Dios.
En la Pascua de Cristo está la salvación de la humanidad. Si Cristo no hubiera resucitado, no tendríamos ninguna esperanza: la muerte sería inevitablemente nuestro destino final, y el pecado, la división, el odio, el egoísmo, la mentira, la avaricia y el poder del más fuerte tendrían sin remedio la última palabra en la vida de los hombres.
Pero no: la Pascua ha invertido la tendencia: Jesús, muriendo destruyó el pecado y resucitando restauró la Vida. La resurrección de Cristo es una nueva creación: es la nueva savia, capaz de regenerar a toda la humanidad. Y por esto mismo, la resurrección de Cristo da fuerza y significado a toda esperanza humana, a toda expectativa, a nuestro anhelo de felicidad y a todo proyecto de progreso verdaderamente humano. La última palabra no la tienen ya ni la muerte ni el pecado, sino la Vida, la Verdad, el Bien y la Belleza de Dios. Por ello podemos cantar: Cristo resucitado es nuestra Esperanza. Y, porque Cristo ha resucitado, es posible un mundo más justo, más fraterno, más dichoso, un mundo según el deseo de Dios. Desde entonces, la esperanza cristiana no es una utopía sino una actitud fundada y realista.
La resurrección de Cristo ha inyectado ya en el corazón de la historia un fermento, una levadura, un brote de vida, que nada ni nadie podrá apagar. Dios mismo ha apostado definitivamente por la humanidad, por la creación, por todos nosotros, por ti y por mí. Al resucitar a Jesús, Dios ha dicho sí al hombre nuevo y a la humanidad nueva. Cristo no ha resucitado en vano. A pesar del pecado, los egoísmos, las guerras, los odios, la cultura de la muerte y tantas manifestaciones del mal, Dios acabará venciendo. Y ello nos da fuerza para luchar contra el pecado y todas sus manifestaciones, para que la gracia, el amor de Dios y la resurrección de Cristo prevalezcan sobre el mal, el pecado y la muerte.
4. Cristo ha resucitado. Y lo ha hecho por cada uno de nosotros. Él es la primicia y la plenitud de una humanidad reconciliada y renovada. Nuestra existencia personal no está abocada a la nada. Cristo es la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5). La vida gloriosa del Señor resucitado es un inagotable tesoro, destinado a todos; todos estamos invitados a acogerla con fe para participar de forma anticipada de esta vida gloriosa ya desde ahora.
A los bautizados, nos recuerda San Pablo: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1). Celebrar a Cristo resucitado significa también reavivar la vida nueva que los bautizados hemos recibido en el bautismo: una vida que es germen de eternidad; una vida, que anclada en la tierra, vive, sin embargo, buscando los bienes de allá arriba, los bienes del Cielo, los bienes del Reino de Dios: la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz. Celebrar a Cristo resucitado nos llama a vivir libres de la esclavitud del pecado y en el servicio constante del Dios vivo, presente en los hombres y en la creación.
El Señor resucitado está aquí y nos habla al corazón. Él cura nuestras dudas y sana nuestros miedos. Él está aquí y exhala su Espíritu en nosotros. Él está aquí, y nos alimenta con su palabra y con su cuerpo. Él nos renueva y nos fortalece para vivir con la alegría pascual nuestra condición de bautizados.
5. Cristo ha resucitado y nos envía a ser testigos de su resurrección. Hemos de contar lo que hemos visto y oído. Como los Apóstoles, estamos llamados a ser, ante todo, testigos del Señor Resucitado, mediante un testimonio creíble por las obras, que ofrezca signos de esperanza a un mundo desalentado y desesperanzado.
Vivamos como hombres nuevos, renacidos en el bautismo a la vida del Resucitado. Seremos hombres nuevos si buscamos sinceramente la verdad y el bien, y vivimos en consecuencia; si estamos abiertos al Espíritu; si nos aceptamos gozosos como imagen e hijos de Dios; si nos revestimos de Cristo e imitamos al Maestro; si vivimos permanentemente agradecidos a la bondad de Dios; si hacemos de la caridad y del amor fraterno norma constante de vida. Hombres nuevos son los que han resucitado con Cristo, gozan con la esperanza y se alegran con el bien.
Hombres envejecidos, por el contrario, son quienes se empeñan en la mentira, en la codicia, en la envidia, en reducir todo a materia, dinero o placer carnal; hombres envejecidos son los que se empeñan en desconocer su origen divino y su destino eterno, y caminan por este mundo sin razón de ser ni horizonte que alcanzar; los que en cierran en sí mismos; los que han perdido la capacidad del agradecimiento, porque la indiferencia y el egoísmo les ha secado el alma; los que no aman a nadie y ni desean ser amados por nadie; los que no saben perdonar ni aceptan el perdón; los que han perdido la capacidad de esperar.
La resurrección del Señor puede cambiarlo todo: podemos pasar de la cruz al gozo, de la muerte a la vida, de las afrentas a la alabanza, de las lágrimas al consuelo, del pecado a la gracia y de las tinieblas a la luz. Así debe ser nuestra pascua: tránsito y cambio de lo viejo a lo nuevo, del pecado a la virtud, de la mentira a la verdad.
6. Cristo ha resucitado. Por la resurrección del Señor toman nueva vida todas las cosas. Será el amor fraterno el que haga olvidar viejos odios. Será la misericordia la que haga fuerte la unidad de los hombres y mujeres. Cristo ha resucitado y está vivo entre nosotros. Él está realmente presente en el sacramento de esta Eucaristía. Él se nos ofrece como alimento de peregrinos de la esperanza. Cristo ha resucitado verdaderamente: El es nuestra paz y nuestra esperanza. ¡Aleluya!
A todos os deseo una Feliz y Santa Pascua de Resurrección.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón