Domingo de Pascua de Resurrección
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 27 de marzo de 2016
(Hch 10,34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)
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¡Hermanas y hermanos en el Señor!
“¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!”. Es la Pascua del Señor, el Día en que actuó el Señor, día de gozo y de triunfo. Cristo ya no está en la tumba, en el lugar de los muertos. Su cuerpo roto, enterrado con premura el Viernes Santo, ya no está en el sepulcro frío y oscuro, donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana. No: «El no está aquí: Ha resucitado». El Ungido ya perfuma el universo y lo ilumina con nueva luz.
Y porque Cristo ha resucitado podemos cantar: “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”. El autor de la vida ha vencido a la muerte. Alegrémonos, hermanos: Cristo ha resucitado y, en su resurrección, Dios muestra que ha aceptado el sacrificio de su Hijo y en Él hemos sido salvados. “Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”.
¡Cristo vive glorioso! Esta es la gran verdad de nuestra fe. Aquel, al “que mataron colgándolo de un madero” (Hech 10, 39) ha resucitado; ha triunfado sobre el poder del pecado y de la muerte, de las tinieblas y del dolor, de la angustia y de enfermedad. La resurrección de Cristo, hermanos, no es un mito, no es una invención, no es una historia piadosa nacida de la credulidad de unas mujeres, no es una leyenda fruto de la profunda frustración de un puñado de discípulos. La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico y real que sucede una sola vez y una vez por todas: El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. No se trata de la vuelta a esta vida de un muerto para volver a morir. No: el cuerpo muerto y sepultado de Jesús vive ya glorioso y para siempre junto a Dios.
En el Credo confesamos que Jesús, muerto y sepultado, al tercer día resucitó de entre los muertos. La Palabra de Dios de hoy nos invita a acercarnos a la resurrección del Señor, acogiendo con fe el signo del sepulcro vacío y, sobre todo, el testimonio de personas concretas, “los testigos que él había designado”, a los que se apareció, con los que comió y bebió después de su resurrección; a ellos les encargó dar solemne fe y testimonio de su resurrección (cf. Hech, 10, 41-42) .
La tumba vacía es un signo esencial de la resurrección, pero imperfecto. Algunos, como María Magdalena, ante el hecho del sepulcro vacío, exclamarán: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2). Otros, como Pedro, se contentarán con entrar «en el sepulcro» y ver «las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte” (Jn 20,6). Otros, como Juan, van más allá: Juan “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20,8-9). El suceso mismo de la resurrección, el paso de la muerte a la vida de Jesús, no tiene testigos; escapa a nuestras categorías de tiempo y espacio. Las mujeres, los Apóstoles y los discípulos se encuentran con Cristo Vivo, una vez resucitado. Para aceptar el sepulcro vacío como signo de su resurrección es necesaria le fe, como Juan; y como en el resto de los discípulos es necesario el encuentro personal con el Resucitado para superar las dudas, para superar la incredulidad inicial. “Nosotros esperábamos…” (Lc 24, 21), dirán los discípulos de Emaús; o “Si no veo en sus manos la señal de los clavos… no creeré”, dirá Tomás (Jn 20, 25).
Como en el caso de los discípulos, la Pascua pide tamben de nosotros un acto de fe, fiándonos del testimonio de los apóstoles; un testimonio que nos es trasmitido en la Sagrada escritura y en la tradición viva de la Iglesia. La resurrección pide creer personalmente que Cristo vive; pide el encuentro personal con El en la comunidad de los creyentes. Nuestra fe no es credulidad débil o fácil; se basa en el signo del sepulcro vació y en el testimonio unánime y veraz de aquellos que trataron con Él directamente en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra. “Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos” (Hech 10, 39-41). A los testigos se les cree, según la confianza que merecen, según la credibilidad que se les reconoce. Pedro y el resto de los Apóstoles dan testimonio de algo de lo que están profundamente convencidos. Tan convencidos, que llegarán a dar la vida por ser testigos de la resurrección de Cristo.
¡Cristo ha resucitado! La resurrección de Cristo no es un hecho histórico hundido en el pasado pero sin actualidad, ni tan sólo algo que afecta a Jesús, pero sin vigencia para nosotros. No: ¡Cristo vive hoy!. Y su resurrección nos muestra que Dios no abandona nunca a los suyos, a la humanidad y a su creación. Con la resurrección gloriosa del Señor todo adquiere nuevo sentido: la existencia humana, la historia de la humanidad y la creación. A pesar de todas las apariencias y de los duros reveses, la historia, la creación, la humanidad no camina hacía la destrucción y el caos, sino hacia Dios.
Y, porque Cristo ha resucitado, es posible un mundo más justo, más fraterno, más dichoso, un mundo según el deseo de Dios. Desde entonces, la esperanza cristiana no es una utopía sino una actitud fundada y realista. Desde la resurrección de Cristo cabe pensar en una sociedad más humana, más solidaria, más dichosa, más según Dios. Todo esto es posible porque Cristo ha resucitado.
Creer que Cristo ha resucitado significa creer que El ha inyectado ya en el corazón de la historia un fermento, una levadura, un brote de vida, que nada ni nadie podrá apagar. Creer en Jesucristo resucitado significa que Dios ha apostado efectivamente por la humanidad, por la creación, por todos nosotros, por ti y por mí. Al resucitar a Jesús, Dios ha dicho sí al hombre nuevo y a la humanidad nueva. Cristo no ha resucitado en vano.
De aquí se deriva una actitud básicamente positiva ante las personas, la sociedad, ante la creación, pese al pecado, los egoísmos, las guerras, los odios, la cultura de la muerte y todas las manifestaciones del mal que podamos encontrar en el mundo. Cristo ha resucitado y Dios acabará ganando. Y ello nos da fuerza para luchar contra el pecado y todas sus manifestaciones, para que la gracia, el amor de Dios y la resurrección de Cristo prevalezcan sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte. Pero ¿nos lo creemos de verdad?.
¡Cristo ha resucitado! Y lo ha hecho por todos nosotros y por todos los hombres. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. Su vida gloriosa es como un inagotable tesoro, que todos estamos llamados a compartir desde ahora.
A los bautizados, nos recuerda San Pablo: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1). Celebrar a Cristo resucitado significa también reavivar la vida nueva que los bautizados hemos recibido en la fuente del bautismo: una vida que rompe las fronteras del tiempo y del espacio, porque es germen de eternidad; una vida, que anclada en la tierra, vive, sin embargo, buscando los bienes de allá arriba, los bienes del Reino de Dios: la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz. Celebrar a Cristo resucitado nos llama a vivir libres de la esclavitud del pecado y en el servicio constante del Dios vivo, presente en los hombres y en la creación.
¡Cristo ha resucitado! Y está aquí en medio de nosotros. Y nos habla al corazón. Él está aquí, y nos cura de nuestras dudas y nuestros miedos. Él está aquí, y se deja palpar y exhala su Espíritu en nosotros. Él está aquí, y nos alimenta con su palabra y con su cuerpo. Él está aquí, nos renueva, nos fortalece y nos ofrece la alegra pascual.
¡Cristo ha resucitado! Él nos envía a ser testigos de su resurrección. Hemos de contar lo que hemos visto y oído. Como los Apóstoles, estamos llamados a ser ante todo testigos del Señor Resucitado y de su resurrección, mediante un testimonio creíble por las obras, que sea señal de vida y de esperanza para el mundo. Porque vida y esperanza es buscar sinceramente la presencia de Cristo y confesar públicamente el nombre de Jesús, su mensaje, su salvación. Porque vida y esperanza es recibir la gracia que se ofrece en la fe y en los sacramentos pascuales para tener la fuerza necesaria para seguir fielmente a Cristo y dar testimonio de Él con la palabra y, sobre todo, con las obras.
Vivamos como hombres nuevos, renacidos con Cristo resucitado. Seremos hombres nuevos si buscamos sinceramente la verdad y el bien, y vivimos en consecuencia; si estamos abiertos al Espíritu; si nos aceptamos gozosos como imagen e hijos de Dios; si nos revestimos de Cristo e imitamos al Maestro; si vivimos permanentemente agradecidos a la bondad de Dios; si hacemos de la caridad y del amor fraterno norma constante de vida. Hombres nuevos son los que han resucitado con Cristo, gozan con la esperanza y se alegran con el bien. Hombres envejecidos, por el contrario, son quienes se empeñan en la mentira, en la codicia, en la envidia, en reducir todo a materia, dinero o placer carnal; hombres envejecidos son los que se empeñan en desconocer su origen divino y su destino eterno, y caminan por este mundo sin razón de ser ni horizonte que alcanzar; los que cierran en sí mismos; los que han perdido la capacidad del agradecimiento, porque la indiferencia y el egoísmo les ha secado el alma; los que no aman a nadie y ni desean ser amados por nadie; los que no saben perdonar ni aceptan el perdón; los que han perdido la capacidad de esperar.
La resurrección del Señor puede cambiar todo: podemos pasar de la cruz al gozo, de la muerte a la vida, de las afrentas a la alabanza, de las lágrimas al consuelo, del pecado a la gracia, de las tinieblas a la luz. Así debe ser nuestra pascua: tránsito y cambio de lo viejo a lo nuevo, del pecado a la virtud, de la mentira a la verdad.
¡Cristo ha resucitado! Y con su resurrección toman nueva vida todas las cosas. Será el amor fraterno el que haga olvidar viejos odios. Será la misericordia la que haga fuerte la unidad de los hombres y mujeres. ¡Cristo ha resucitado y está vivo entre nosotros. Él está realmente presente en el sacramento de esta Eucaristía. Él se nos ofrece como Alimento de los peregrinos. Ha resucitado Cristo, nuestra paz y nuestra esperanza. ¡Aleluya!
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón