Dóciles a la acción del Espíritu Santo
Queridos diocesanos:
Con la solemnidad de Pentecostés llega a su plenitud el tiempo pascual. El día de Pentecostés, Jesús, el Señor Resucitado, cumple la promesa que había hecho a los Apóstoles antes de ascender a los cielos: “recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hech 1, 8). Con el don del Espíritu Santo se derrama el amor de Dios sobre toda la creación y baja a lo más profundo del corazón de cada persona comunicándole la verdad, la vida y la enseñanza de Jesús: “pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14,26).
El “viento recio” y las “lenguas, como llamaradas” (Hch 2,2-3) en la venida del Espíritu Santo son imágenes muy elocuentes para expresar la fuerza irresistible, la universalidad y la profundidad de lo que sucede. Es una acción que ocasiona una transformación comparable con una segunda creación; estamos frente a tal inundación de gracia, que derriba toda barrera entre el cielo y la tierra e instaura una nueva comunión. Inaugura un tiempo nuevo, el tiempo de la Iglesia, tiempo de un permanente Pentecostés, que siempre reclama en los hijos de la Iglesia la apertura, la fe y la docilidad a la obra del Espíritu en cada momento y en cada uno. También, ahora, a nosotros, se nos pide esto: dejarnos transformar por el Espíritu Santo, siendo dóciles a su acción, a sus inspiraciones y a sus mociones.
Esta llamada resuena de modo especial en nuestro Jubileo diocesano: un año especial de gracia para crecer en comunión con Dios y con los hermanos para salir con nuevo aliento a la misión. El Año Jubilar es un tiempo de especial efusión del Espíritu Santo para nuestra conversión personal y comunitaria, para volver la mirada, la mente y el corazón a Dios, para abrirnos a su presencia amorosa en nuestra existencia y en nuestra Iglesia diocesana.
Si somos dóciles a la acción del Espíritu Santo, se avivará nuestra fe en Cristo Jesús resucitado y podremos superar la tentación del alejamiento de la fe y vida cristianas, o el desaliento y la desesperanza ante la dificultad, la acedia o la tibieza en nuestra vida cristiana, comunitaria y pastoral; el Espíritu Santo nos moverá al encuentro o re-encuentro personal, transformador y purificador con Jesús en la oración, en la Palabra, en la Eucaristía, en su Iglesia, en los pobres y necesitados; el Espíritu Santo nos abrirá a la comunión con los demás y a salir a su encuentro participando de sus desventuras y anhelos. Dóciles a la acción del Espíritu pediremos el don de la conversión personal y comunitaria que nos llevará a restaurar la comunión con Dios y con los hermanos en el sacramento de la Reconciliación. La indulgencia plenaria que nos ofrece la Iglesia en este Jubileo nos purificará de cara a una vida renovada personal, comunitaria y pastoral. El Espíritu Santo es la fuente de todo lo bueno que hay, y donde Él está fluye la verdad y el amor, crece la unidad, la comunión con Dios y con los hermanos, el entendimiento y la fraternidad, todo lo que es puro y lo que es noble.
El día de Pentecostés los discípulos sienten arder en su corazón el deseo de convertirse en misioneros del Evangelio. Hoy, si nos dejamos transformar por Él, sentiremos la alegría de habernos encontrado con el Señor Resucitado, de conocerle y de seguirle en su Iglesia, y sentiremos la necesidad de compartir la buena Noticia de su amor a tantos contemporáneos nuestros que parecen sumidos en la tristeza, en la desesperanza y en la mayor pobreza, que es no conocerle a Él. En Pentecostés nace la Iglesia y nace misionera, encendida de fe en el Resucitado, hablando en calles y plazas, para todos, sin barreras de razas ni lenguas, católica-universal. Nace como la pequeña semilla de mostaza en un campo sin límites. Y habla con la sabiduría que procede del Señor, y cuya fuerza es el amor y la misericordia de Él hacia una humanidad por la que ha dado la vida. En cada época de su historia, la Iglesia necesita del Espíritu Santo, necesita seguir naciendo de Pentecostés. También hoy, de modo especial hoy, es tiempo en el que tantos hombres y mujeres, sin decirlo, miran hacia la Iglesia, hacia nosotros, gritando con su mirada: “queremos ver a Jesús” (Jn. 12, 21).
La humanidad necesita apóstoles, la Iglesia está falta de apóstoles. Y esta necesidad urge a todos, especialmente a nuestro laicado, y urge a caminar juntos. Cuando no remamos juntos, como Iglesia unida y misionera, nos alejamos de Pentecostés. Pidamos al Espíritu Santo el don de una permanente conversión personal y comunitaria, pastoral y misionera. Que el Espíritu Santo nos ayude a ser Iglesia unida y misionera, portadora de la “alegría del Evangelio”.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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