Homilía en la Apertura Diocesana del Año Jubilar 2025
Fiesta de la Sagrada Familia
S.I. Catedral y S.I. Concatedral, 29 de diciembre de 2024
(1 Sam 1,20-22 24-28; Sal 83;1 Jn 3, 1-2, 21-24: Lc 2, 41, 52)
Amados hermanos y hermanas en el Señor!
1. Bienvenidos a esta Misa estacional en la fiesta de la Sagrada Familia con la que, por expreso deseo del papa Francisco, abrimos en nuestra diócesis el Jubileo ordinario 2025 “peregrinos de esperanza”. El Santo Padre quiere que el Jubileo sea celebrado en todas las Iglesias diocesanas para que todos los fieles podamos obtener las gracias jubilares, también aquellos que no puedan peregrinar a Roma. Que este Año santo “pueda ser para todos un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, puerta de salvación (cf. Jn 10,7.9); [un encuentro]con él, a quien la Iglesia tiene la misión de anunciar siempre, en todas partes y a todos como «nuestra esperanza» (1 Tim 1,1” (Bula, Spes non confundit, n.1). Este encuentro vivo y personal con el Señor reavivará y sostendrá nuestra esperanza.
El Año santo es un tiempo de gracia para a acercarnos a Dios en Cristo con un corazón contrito y renovado, buscando el perdón en el sacramento de la Reconciliación, la sanación en la Indulgencia plenaria y la paz con Dios y los hermanos. Es un tiempo propicio para la conversión y la renovación personal y comunitaria.
2. Hoy, recordando nuestra condición de Iglesia peregrina, hemos venido en procesión hasta la (Catedral y Concatedral) para encontrarnos con Cristo vivo, en su Palabra y en la Eucaristía. Hemos entrado por la puerta principal que representa a Cristo. Hemos recordado nuestro bautismo, que nos recuerda que “somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3, 1-2). Somos peregrinos de esperanza hacia el encuentro definitivo en la vida eterna con el Señor Jesús, nuestra esperanza. Y finalmente nos hemos adentrado en la escucha de la Palabra, que nos lleva a la actualización del misterio pascual, fuente de vida, de salvación y de esperanza.
Para este Jubileo, la Iglesia nos propone, entre otras, tres cosas de nuestra vida cristiana que nos ayudarán a mantener siempre nuevo el encuentro con Jesús. Se resumen en tres palabras: contemplar, confesar y actuar. Se nos invita a contemplar a Cristo, a confesar que Él es nuestra esperanza y a actuar con el mismo amor del corazón de Cristo.
3. En primer lugar, contemplar a Cristo. La Navidad es una llamada a la contemplación del Niño-Dios. Recordemos las palabras del ángel a los pastores: “Os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11). Esta buena noticia es la razón profunda de nuestra alegría navideña y el fundamento de nuestra esperanza; una alegría y una esperanza para todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Los pastores acudieron a toda prisa a Belén y encontraron “a María y a José, y al niño acostado en el pesebre” (Lc 2, 16). Contemplaron a aquel Niño y creyeron; y “se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho” (Lc 2,20). Los primeros testigos del nacimiento de Cristo, los pastores, no sólo encontraron al Niño Jesús, sino también a una pequeña familia: madre, padre e hijo recién nacido. Dios quiso hacerse carne naciendo en una familia humana. Por eso, la familia humana se ha convertido en icono de Dios, de la Trinidad, que es comunión de amor. Con todas las distancias entre el Misterio de Dios y su criatura humana, la familia, según el plan de Dios, refleja el Misterio insondable del Dios amor.
Como los pastores, los creyentes acudimos prontos a Belén a contemplar con fe el misterio de nuestra salvación: el Hijo de Dios se ha hecho carne y ha acampado entre nosotros. Dios se ha hecho uno de los nuestros y ha asumido nuestra naturaleza para mostrarnos a Dios y descubrirnos quién es el hombre. Dios desciende a nosotros para elevarnos y llevarnos al abrazo del Padre, para darnos su amor, su perdón y su misma vida. Ese Niño es el Emmanuel, “Dios-con-nosotros”, que viene a llenar la tierra de la gracia y del amor de Dios, de luz, de verdad y de vida. Dios se hace hombre en Jesús para que, en él y por medio de él, todo ser humano pueda quedar sanado, redimido y salvado, pueda renovarse y alcanzar la plenitud y la felicidad que tanto anhela. A quien lo acoge con fe, le da el poder ser hijo de Dios (cf. Jn 1,12).
Con el nacimiento de Jesús, Dios mismo entra en la historia humana y la abraza. El mundo, la historia y la humanidad recobran su sentido. A pesar de las guerras, de las penurias, de las dificultades, de la enfermedad y de la muerte no estamos sometidos a las fuerzas de un ciego destino o a una evolución sin rumbo. El destino de la humanidad no es otro sino Dios, su amor y su vida para siempre. Es posible la esperanza. Con Jesús, Dios pone su tienda en medio de la humanidad y se solidariza con todos. Dios se hace nuestro prójimo y el prójimo deviene lugar de encuentro con Dios. Navidad es la proclamación de la dignidad de todo ser humano. El hombre y la mujer sólo son digno de Dios y de su amor.
Este amor de Dios por el ser humano llegará hasta el extremo de entregar a su Hijo hasta la muerte en la Cruz. El papa Francisco nos dice que “la esperanza nace del amor y se funda en el amor que brota del corazón de Jesús traspasado en la cruz” (Bula n. 3). El evangelista Juan refiere a propósito de la crucifixión de Jesús que los soldados “al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua” (cf. Jn 19, 33-34). Cuando se abrió el costado de Cristo brotó el torrente del amor de Dios nacido de su corazón, un torrente que perdona al que pone su mirada en él, se deja abrazar en oración de lágrimas y bebe para saciar su sed.
Los autores de la antigüedad cristiana han visto en el costado abierto de Cristo el nacimiento de la Iglesia. Para que la Iglesia no pierda su identidad debe mirar siempre al corazón traspasado de Cristo, de donde brota el amor que reúne y congrega a cuantos por el bautismo (agua) y la eucaristía (sangre) somos hechos partícipes de su misma vida e incorporados a la comunión con él, que es la comunión de la Trinidad santa.
La contemplación del Niño-Dios y del corazón de Cristo son caminos privilegiados para centrar la vida en el amor de Dios, responder a su amor, gozar la comunión de la Iglesia y fortalecer la esperanza. Dejémonos encontrar y amar por Dios.
4. La segunda palabra es confesar: confesar de palabra y por las obras que Jesucristo es nuestra esperanza. Nos recuerda el papa Francisco que “la Iglesia tiene la misión de anunciar siempre, en todas partes y a todos a Cristo como «nuestra esperanza» (1 Tim 1,1)” (Bula, n. 1). Ahora bien, en san Pablo descubrimos que la tribulación y el sufrimiento son las condiciones propias de los que anuncian el Evangelio en contextos de persecución (cf. 2 Cor 6,3-10). Es entonces cuando se aprende que la fuerza que sostiene la evangelización, brota de la cruz y de la resurrección de Cristo y de la fe en la presencia de Cristo resucitado en la vida y misión de su Iglesia. La vida entera de san Pablo es un testimonio preclaro de que “la esperanza no defrauda” (Rom 5,5) y se identifica con Cristo mismo. Su testimonio es el de un convertido y un misionero: a partir del encuentro con el Señor resucitado que cambió su vida, su único deseo es que todos conozcan a Jesucristo, nuestra esperanza.
Aprendamos de Pablo ante la dificultad de nuestra Iglesia en la tarea evangelizadora en un contexto de secularización e indiferencia religiosa, de laicismo militante y de alejamiento de la Iglesia de tantos bautizados. No dejemos que la debilidad de nuestras comunidades y la aparente falta de frutos nos roben la esperanza.
5. Y finalmente estamos llamados a actuar con el mismo amor del corazón de Cristo. “En el año jubilar estamos llamados a ser signos tangibles de esperanza” (Bula, n. 10). Para ser verdaderos portadores de esperanza, hemos de trabajar con acciones concretas para lograr la paz con Dios, con los hermanos, en las familias y entre los pueblos; para lograr la apertura a la vida, don de Dios, cuidada desde su concepción hasta su último aliento natural, ante el dramático descenso de la natalidad y el avance de la cultura de la muerte. Hemos de acompañar a los privados de libertad para que no pierdan la esperanza de que es posible su recuperación y su reinserción en la sociedad. No podemos olvidar el cuidado de los enfermos, de los que sufren y de los ancianos; o estar cercanos y acompañar a los jóvenes ante un futuro incierto; o de acoger a los migrantes, exiliados y refugiados; y, de manera apremiante, hemos de amar a los pobres y necesitados. Se trata, en realidad, de recordar que “las obras de misericordia son igualmente obras de esperanza” (Bula, n, 10).
El encuentro vivo y personal con Cristo, meta del año jubilar, requiere volver a recorrer con renovado entusiasmo el camino de las obras de misericordia. Para ver a Jesús hay que tocar su carne en el necesitado: dar de comer al hambriento, de beber al sediento, hospedar al forastero, vestir al desnudo, visitar al enfermo y encarcelado. No hay esperanza sin ejercicio concreto de la misericordia.
Para ser peregrinos de esperanza es necesario hacer experiencia concreta de la misericordia divina en la propia vida mediante la conversión que lleva a recibir el perdón y la reconciliación, y, a la vez, hacer experiencia de la misericordia en obras concretas con el prójimo. Dejarse amar por el Señor, para llegar a amar a los demás con su mismo amor.
6. Miremos a María, Madre de la Esperanza. Dichosa por haber creído, la Virgen nos muestra que la fe es nuestra dicha y nuestra victoria, porque “todo es posible al que cree” (Mc 9, 23). María es la madre de la esperanza, porque nos ha dado a Jesús, nuestra esperanza. En Maria, Dios, dador de vida, irrumpe en la historia humana. Dios no deja sola y abandonada a la humanidad. Dios ama a los hombres, nos llama a su amor y a vivirlo en el amor a los hermanos. Dios nos bendice y nos ofrece la salvación en su Hijo Jesús, nuestra esperanza. Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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