Homilía en la Misa Crismal
S. I. Concatedral de Sta. María de Castellón, 14 de abril de 2025
(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)
1. La gracia y la paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel, (cf. Ap 1,5) os deseo a todos vosotros, queridos sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos, religiosas y fieles laicos, que habéis acudido de todos los rincones de la Diócesis para esta Misa Crismal en el 50º Aniversario de mi ordenación sacerdotal. Un saludo afectuoso a las autoridades que nos acompañan,
La celebración anual de la Misa Crismal en la que consagramos el santo Crisma y bendecimos los óleos de los catecúmenos y de los enfermos evoca en nosotros elementos fundamentales de nuestra vida eclesial, cristiana y sacerdotal. Esta celebración nos lleva a la puerta misma del Triduo Pascual de donde brota la Iglesia y toda la fuerza salvadora del santo Crisma y de los óleos que serán utilizados como cauces de la misericordia del Señor en la celebración de los sacramentos. La Misa Crismal nos reúne a todos los bautizados, en torno al Obispo y su presbiterio, para hacer visible su unidad; a todos nos recuerda nuestra unción bautismal, por la que quedamos incorporados a Cristo y a su Iglesia. A los presbíteros nos recuerda la particular unción del Espíritu Santo en nuestra ordenación sacerdotal para ser pastores en nombre del Buen Pastor, a la vez que nos invita a la acción de gracias por el don recibido y nos exhorta a reavivar el don de Dios que hay en nosotros por la imposición de las manos del obispo (cf. 2Tim 1,6). A todos nos hace conscientes de pertenecer a esta querida Iglesia del Señor en Segorbe-Castellón y los sacerdotes a este presbiterio diocesano, que unido a su obispo, hoy quiere renovar sus promesas sacerdotales.
Acción de gracias por el don del ministerio sacerdotal.
2. “Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Ps 88). Todos hemos de cantar la misericordia de Dios por tantos bienes recibidos de Él. Permitidme que hoy personalmente dé una vez más gracias a Dios por el don grandioso de mi ordenación sacerdotal que recibí hace 50 años. Doy gracias a Dios cada día por su bondad, Él me ha obsequiado con este gran regalo inmerecido. Sí, con las palabras de san Pablo he de decir: “Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio” (1Tim 1,9).
El sacerdocio ordenado es, en efecto, un don sublime de Dios y un gran misterio. Sólo Dios sabe por qué me eligió, me capacitó, se fió de mí a pesar de mis limitaciones, cuidó de mí en los tiempos convulsos de formación y me confió finalmente el ministerio sacerdotal. Durante 50 años he podido servir al pueblo de Dios evangelizando a los pobres, proclamando a los cautivos la libertad y a los ciegos, la vista, liberando a los cautivos de sus esclavitudes y pecados y proclamando el año de gracia del Señor (cf. Lc 4.18-19). Durante 50 años Cristo Jesús me ha concedido la gracia de celebrar la nueva alianza en su sangre consagrando el “pan de vida” en su nombre: “Tomad, esto es mi cuerpo”, de perdonar los pecados y de guiar a los fieles que Él me ha ido encomendado a través de su Iglesia. Ha sido el Señor Jesús quien me llamó, me alentó con su gracia, me ha custodiado en su amor, me ha ofrecido su amistad, ha mantenido mi fidelidad y me ha acompañado, alentado y sostenido en el servicio del ministerio sacerdotal.
Mi alabanza a Dios comienza por agradecer vuestra presencia a cuantos estáis hoy acompañándome en esta acción de gracias. Gracias Vicarios general y episcopales, autoridades, Cabildos Catedral y Concatedral, fieles laicos, sacerdotes concelebrantes, diáconos asistentes, seminaristas, religiosos y religiosas, colaboradores en las delegaciones diocesanas, Caritas, seminarios, administración, en la casa, cofradías y movimientos eclesiales. Gracias. Todos formáis parte de mi vida, me sostenéis en la Iglesia y sois causa de mi gratitud a Dios.
Y ¡cómo no acordarme de los ausentes! Recuerdo con especial emoción a mis padres y mi familia –a los que tanto debo-, a los sacerdotes de mi parroquia, a los formadores y profesores en el Seminario de El Burgo de Osma, en Salamanca y en Munich. Mi recuerdo -¡cómo no¡- para el obispo que me ordenó, Mons. Teodoro Fernández Cardenal, para mis compañeros de seminario, los sacerdotes compañeros de fatigas, para todos los fieles que el Señor me ha ido encomendando, para los seminaristas de los que fui rector y hoy son sacerdotes o buenos cristianos, para tantos religiosos y religiosas, monjas de clausura y otros muchos colaboradores. Recuerdo con especial afecto al papa san Juan Pablo II que llenó gran parte de mi ministerio sacerdotal con sus propuestas y entusiasmo, me llamó al episcopado y me nombró Obispo de Zamora; al papa Benedicto XVI que me envió a esta querida Diócesis de Segorbe-Castellón y al Papa Francisco que nos pastorea: pidamos a Dios por el pronto restablecimiento de su salud, por su persona e intenciones. Todos han sido para mí regalos del Señor. Os invito, pues, a dar gracias a Dios por el don que de Él recibí y por estos 50 años de ministerio.
Los sacerdotes, ungidos para ser pastores en nombre de Cristo, el Buen Pastor.
3. Queridos sacerdotes. Jesús es el Ungido y el Sacerdote por excelencia, el único Sumo y Eterno Sacerdote. Nuestra unción y nuestro sacerdocio son una participación de su unción y de su sacerdocio y una comunión con su ministerio, hasta el punto de afirmar que nos ha elegido como ministros suyos para dispensar sus misterios.
Somos servidores del pueblo de Dios, mediadores entre Dios y los hombres, portadores de su gracia y portavoces de su buena noticia. Estamos llamados a representar y actuar en el nombre de Cristo, el Buen Pastor y cabeza de su Iglesia, en el anuncio del Evangelio, en la celebración los sacramentos y en la guía cercana, misericordiosa y paciente del Pueblo de Dios. Como los profetas también yo me estremecí, viéndome indigno de este ministerio. Solamente confiando en la llamada de Dios y en su presencia pude responder con temor y temblor, imitando tímidamente a Cristo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Sal 39,7). Cada día lo repito esforzándome por seguir al Señor.
Somos pobres y frágiles, queridos sacerdotes. En mi vida sacerdotal, como seguro que también vosotros, he experimentado una y otra vez que es el Señor quien actúa haciendo fecunda nuestra pobreza y fuerte nuestra debilidad, para que nadie dude de que es Él quien salva. “Ni el que planta es nada, ni tampoco el que riega; sino Dios, que hace crecer” (1Cor 3,7). Pero misteriosamente el Señor querido contar con nuestra humilde y pobre colaboración. En los momentos de desaliento el Señor nos dice como a Pablo: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad” (2 Cor 12,9). Hoy puedo decir que “sé de quién me he fiado” (2Tim 1,12). El Señor me ha regalado lo más grande de mi vida.
Cuando miro a Cristo Jesús, cuando contemplo su santidad, su obediencia a la voluntad del Padre y su amor y entrega a su Iglesia, a los pobres y a la humanidad entera, me siento atraído y seducido. Pero también compruebo mis deficiencias. Por eso pido perdón al Señor, por todas mis infidelidades, tibiezas y pecados. He de reconocer que la fuerza del ministerio sacerdotal radica en la fidelidad del Señor, que dura por siempre. En este convencimiento y en la amistad de Jesús y con Jesús hallo la fuerza necesaria para seguir caminando. Él es fiel, y su gracia nos mantiene y fortalece permanentemente.
La vocación, lejos de ser un privilegio para unos pocos, es el núcleo de toda vida cristiana: es un camino de amor, de esperanza y de comunión. ¡Qué importante es descubrir la vocación, escuchar la llamada de Dios! Sea al sacerdocio ordenado, a la vida consagrada o al matrimonio cristiano. Para mí fue algo sencillo descubrir ya en mi infancia que me llamaba al sacerdocio. Es evidente que cada uno tiene su camino y que a veces el discernimiento y el crecimiento son complicados y penosos. Pero recordad siempre que la Iglesia se edifica sobre la caridad, y que sólo el amor de Dios hace posible el don de sí mismo. El que nos amó primero se nos da a sí mismo, nos llama a ser nosotros mismos don permanente; y, por ello, nos impulsa a dar la vida, lejos de nuestros cálculos. Quien vive esta experiencia sabe lo que es ser cristiano, encuentra el sentido y el camino de su vida, descubre la alegría de entregarse y el modo de superar el egoísmo, la pasividad o el individualismo. Amando así se puede escuchar y responder a la llamada del Señor, sin demasiada turbación. Hoy pido especialmente al Señor por cuantos tenéis que discernir y acoger vuestra vocación siguiendo su llamada. ¡No tengáis miedo! ¡Dejad actuar al Señor!
Hoy recuerdo también a todos los sacerdotes que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo, se identifican con su estilo de vida, con sus pensamientos, deseos y sentimientos, y sirven a los fieles cristianos y a la sociedad. Con una entrega infatigable y oculta, con una caridad que no excluye a nadie y con su fidelidad entusiasta, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación siendo “amigos de Cristo”, sirviendo a los hermanos. Oremos por todos y cada uno de ellos. Os invito a pedir también por los sacerdotes perseguidos, por los que sufren y por los que pasan por dificultades.
Al celebrar mis bodas de oro sacerdotales deseo finalmente confesaros que una de mis grandes alegrías ha sido y es ser hijo de la Iglesia, formar parte de esta gran familia, el Pueblo santo de Dios, que es presencia suya, de su gracia y su perdón, hogar de su luz, “hospital del campaña” (Francisco) y faro de esperanza donde peregrinamos hacia el cielo. En ella me encontré con Cristo vivo, escuché su llamada al sacerdocio, recibí el don del sacerdocio y después del episcopado. En la Iglesia soy amado, educado en la fraternidad y motivado para la virtud y el servicio, imitando a Cristo, el Señor. En este hogar he encontrado siempre el consuelo de la Virgen María que me ha acompañado con su protección amorosa. Hoy quiero profesar de nuevo mi amor a la Iglesia del Señor, recordando a las Iglesias en las que he servido o sirvo: primero en la Diócesis de Munich-Frisinga, luego en Osma-Soria, mi diócesis de origen, después en mi recordada Zamora, y ahora, finalmente, en esta querida Iglesia de Segorbe-Castellón que el Señor me ha regalado. Deseo con todo mi corazón seguir sirviéndola con entrega generosa, anunciando la Buena Nueva a los necesitados y desfavorecidos. Mientras Dios me dé fuerzas y hasta que el Señor me llame a contemplar su rostro (cf. Jn 17,24), mi único deseo es anunciar y ofrecer a Jesucristo a cuantos la Iglesia me confíe, y dar a conocer su amor para que todos encuentren la alegría del evangelio. Orad por mí para que así sea.
Renovación de las promesas sacerdotales
4. Queridos sacerdotes: A continuación vamos a renovar nuestras promesas sacerdotales. Hagámoslo con el frescor y la alegría del primer día y con la viva emoción del don recibido de Cristo sin mérito alguno por nuestra parte. ¡Avivemos nuestra conciencia y nuestra gratitud por el inmenso don de nuestro sacerdocio! ¡Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo y con los hermanos! ¡Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y la misión a la que servimos! Estamos ungidos por el Espíritu Santo para ser ministros de la gracia que Cristo, desde la Cruz, ha enviado al mundo para la salvación de todos. El Espíritu del Señor nos ha enviado a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos. Los sacerdotes, como Jesús, hemos de reconocer que nuestra vida es don y entrega a los hermanos, en especial a los más pobres: a los desheredados y desfavorecidos, a los afligidos y a los abatidos.
Recordemos que este encargo recibido del Señor sólo lo podemos realizar adecuadamente unidos a Él: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Por eso, la primera pregunta que os haré (y me haré a mí mismo), al renovar hoy las promesas sacerdotales, será: “¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él…?”. Esta es la clave y el fundamento de nuestro ministerio. Sólo desde nuestra unión con Cristo, cultivada en la oración asidua y sincera, en la adoración eucarística, en la celebración diaria de la Eucaristía y en la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia podremos encontrar las energías necesarias para llevar adelante cada día nuestro ministerio. Porque sólo en el trato familiar con Cristo, que nos llama amigos, avivaremos la alegría de dar la vida por los hermanos como Él. Además, la amistad de Cristo y su misión nos llevará a la unidad entre nosotros. Como la vid y los sarmientos, si todos estamos unidos a Cristo, estaremos unidos unos con otros.
No quiero terminar sin tener un recuerdo en nuestra oración y afecto a nuestros sacerdotes ancianos y enfermos y a los que padecen algún tipo de dificultad para estar entre nosotros. Al mismo tiempo encomendamos a la misericordia de Dios a los hermanos sacerdotes fallecidos en el último año: D. Vicente Agut Beltrán; D. Ignacio Andrés Velasco Colomo; D. Luis Capilla Vicente; D. Fernando Moreno Aguilar; D. Francisco Viciano Flors; D. Juliá Saez Mora. Que el Señor les conceda su Paz y su Gloria para siempre. Que el Señor les conceda su Paz y su Gloria para siempre.
Y que María, la Virgen de la Cuerva Santa, la Madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes, nos aliente a todos para cumplir bien y fielmente el ministerio que su Hijo, nos ha encomendado. Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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