Homilía en la Solemnidad de la Natividad del Señor
S.I. Concatedral de Castellón, 25 de diciembre de 2022
(Is 52,7-10; Sal 97; Hb 1,1-6; Jn 1,1-18)
Hermanas y hermanos, muy amados todos en el Señor.
1. Un año más, la liturgia nos convoca ante el portal de Belén para adorar y meditar, para bendecir y alabar, para postrarnos en humilde oración ante el misterio del Niño Dios, nacido en Belén. “Hoy nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2, 14). Esta es la buena noticia de este día santo de Navidad. Una noticia antigua y siempre nueva, que es la razón más profunda de nuestra alegría navideña. Y ¿por qué este Niño pobre y frágil, que yace en el pesebre, es motivo de nuestra alegría?
2. Porque este Nino es el Hijo de Dios que se ha hecho carne por amor a la humanidad. “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios… Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 1.14). En Navidad celebramos el nacimiento en nuestra carne del Hijo de Dios, del Verbo de Dios, de la Palabra de Dios. La Navidad de verdad, la única Navidad, es Él, el Hijo eterno de Dios, que se hace uno de los nuestros. Este Niño, frágil, débil y pobre, que yace en el portal de Belén, es Dios y hombre. Este Niño es ‘verdadero Dios y verdadero hombre’. Así proclamamos en el Credo el misterio fundamental de nuestra fe. Somos cristianos porque creemos que Jesús, el hijo de María y de José, es el Hijo de Dios que se hace carne y acampa entre nosotros, en nuestro mundo y en nuestra historia.
Así lo expresa Juan en el prólogo de su evangelio. En el principio, nos dice, ya existía el Verbo. Ese principio, al que apunta el evangelista es el mismo principio del Génesis: el principio de todo, el momento en que Dios creó el cielo y la tierra. Y en ese principio ya existía la Palabra de Dios, porque la Palabra es Dios. Juan expresa así el misterio de la encarnación: la Palabra de Dios, que ya existía antes del principio de la historia humana, toma carne en un momento de la historia. Jesús, el niño que nace en Belén de la Virgen María, es la Palabra pronunciada de Dios, es el Hijo mismo de Dios, es la manifestación definitiva y suprema de Dios a los hombres. Jesús dirá más tarde a uno de sus discípulos: “Felipe, el que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9). Y san Pablo, nos dirá que, llegada la plenitud de los tiempos, en Jesús y por Jesús, Dios se ha revelado definitivamente (cf. Gal 4,4-5).
3. “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14): A diferencia de la palabra humana, que no es más que un sonido o un concepto, el Verbo, la Palabra de Dios, es el mismo Dios, revelado, manifestado y puesto a nuestro alcance en este Niño que nace en Belén. Porque la Palabra de Dios se ha hecho carne. Jesús no es un fantasma o una ficción retórica, sino un hombre de verdad, de carne y hueso, de nuestra propia naturaleza. Jesús no es un mito o una leyenda piadosa, sino una persona histórica. Es más: Ese Niño que yace en el portal no es un mero profeta que hablará de Dios, ni un simple maestro que enseñará una nueva doctrina, o el fundador de un movimiento religioso. Este Niño es Dios mismo, es el Hijo de Dios. Si creemos así, creeremos que el nacimiento de Jesús es la epifanía de Dios, la manifestación de Dios, porque es Dios mismo.
Aquí radica la originalidad de nuestra fe cristiana. Ninguna otra religión profesa la encarnación y el nacimiento de Dios en la naturaleza humana y en la historia. Con la Navidad, Dios entra en la historia humana como hombre en medio de los hombres, compartiendo con nosotros la condición humana en toda su realidad de debilidad, de sufrimiento y de mal, a excepción del pecado. Aquí estriba la originalidad del cristianismo, pero también su escándalo y su locura para la razón humana. Si la razón humana puede admitir, aunque no sin dificultad, que Dios hable a algunos hombres o realice por medio de ellos cosas maravillosas, en cambio se hace enormemente difícil admitir la historicidad de Dios: porque esto supone no sólo una manifestación pasajera de Dios en la historia, sino su existir en la historia. Sin embargo, justamente el existir de Dios en la historia en la persona de Jesús es lo que hace al cristianismo significativo para la humanidad y digno de su interés, porque así puede responder a sus más profundas aspiraciones.
4. Dios existe, Dios nos ama y Dios viene a nosotros. Dios no es una creación de la mente humana, propia de un estadio ya superado de su evolución. En este Niño y por este Niño, Dios mismo sale al encuentro del hombre, Dios viene a nuestro encuentro. En Jesús y por Jesús, Dios deja de ser un ser lejano, y se convierte en Dios con nosotros, inserto en nuestra historia. Jesús es la manifestación de Dios, de su amor y de su cercanía a los hombres. Sus palabras, sus acciones y su vida entera son palabras y acciones de Dios. El es la revelación definitiva de Dios; el verdadero rostro de Dios es Jesús. Dios es ya no es algo indefinido y lejano, sino alguien personal y cercano: es una persona. Jesús es el hermano que acoge y el padre que perdona. Nuestra respuesta a este Dios hermano y padre es la fe y la confianza. En Jesús y por Jesús, Dios es amor, un amor que es entrega hasta la muerte por amor a cada hombre y mujer, un amor que respeta la libertad del hombre y que perdona. El Dios de Jesús es un Dios que salva y que libera de la esclavitud y de la opresión del pecado. Es un Dios de futuro y de esperanza, nunca atrapado, ni por el tiempo ni por el espacio, ni por la idea ni por el poder. Un Dios que se hace hombre, que ama a todo hombre y mujer, que apuesta por nosotros; es un Dios encarnado, metido en la historia, que está a nuestro lado y pelea con nosotros contra las fuerzas del mal. Un Dios eternamente fiel y presente. Un Dios comprometido por el hombre y muy especialmente por los pobres y pequeños. Un Dios débil, que sufre y muere como uno de nosotros, solidario con nuestros dolores.
5. Con el nacimiento de Jesús, el tiempo llega a su plenitud y se cumple la promesa de Dios de salvación para todos. En el nacimiento de Jesús, Dios pone su tienda en medio del campamento de la humanidad, haciéndose solidario del empeño humano de construir la fraternidad universal. Dios se hace nuestro prójimo y el prójimo se convierte en camino que nos orienta y conduce a Dios. Jesús unirá indisolublemente el amor a Dios y el amor al prójimo, de modo que ya no serán -para los creyentes- sino dos caras de la misma moneda.
El nacimiento de Jesús es el encuentro de Dios con los hombres, pero significa también el encuentro de la humanidad con Dios. En el Niño de Belén, Dios viene a este mundo y nos abre definitivamente el camino a Dios. De esta suerte se nos da la posibilidad de alcanzar la suprema aspiración del hombre: ser como Dios con Dios. Pues dice Juan que a cuantos lo recibieron les dio el poder ser hijos de Dios, no por obra de la raza, sangre o nación, sino por la fe: si creen en su nombre. “A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1, 12)”.
El mismo Juan nos habla, sin embargo, también de indiferencia y de rechazo ante el Niño, que nace en Belén. “Vino a su casa, y los suyos no le recibieron” (Jn 1,11). El sentido de estas palabras no se agota en la búsqueda sin resultado de una posada, donde María pudiera dar a luz, ni tampoco en el rechazo hasta la muerte de la mayoría de los suyos. Estas palabras apuntan y afectan a todos los tiempos, también a los cristianos, a los suyos por el bautismo: es cuando por la soberbia humana cerramos las puertas a Dios y preferimos el sin sentido a la bondad de Dios.
Nuestro tiempo es demasiado orgulloso y se siente autosuficiente como para acoger a Dios. Se resiste a recibir a Aquél que viene a nosotros; quizá también nosotros nos resistimos a acogerle, a ser propiedad suya, a dejarnos transformar por Él y por su amor. Él vino como Niño, humilde, pobre y frágil, para quebrar nuestra soberbia y autosuficiencia con su amor. Dejemos que el amor de Dios penetre en todos los rincones de nuestra alma. Navidad no es una ilusión. Dios nace entre nosotros y para nosotros. Está es la verdad última, auténtica y hermosa de la Navidad.
6. Acojamos con fe y celebremos con alegría, hermanos, al Niño Dios. El Hijo de Dios nace y se hace hombre por amor a cada uno de nosotros. El nacimiento del Hijo de Dios en nuestra carne no pertenece sin más del pasado. Dios se hace uno de los nuestros para hacernos de los suyos: hijos de Dios en su Hijo. Y Dios sigue haciéndose presente entre nosotros. Dios sale a nuestro encuentro en su Palabra, en la Eucaristía, en el que está nuestro lado y en los acontecimientos de nuestra vida. Celebremos la cercanía de Dios, que nos acompaña en el camino de la vida. El nos invita a acogerlo y a seguirlo por el camino del amor y de la paz, de la fraternidad y de la solidaridad. No habrá verdadera Navidad si Dios, si su amor y su paz, no nacen en nuestro interior, en nuestras familias y en nuestra sociedad. No habrá verdadera Navidad mientras existan el odio y el rencor entre los hombres y no sean superados por el perdón y la reconciliación. No habrá verdadera Navidad mientras se den las guerras entre los pueblos.
Navidad es misterio de amor y de paz. Ante la gruta de Belén se eleva hoy nuestra oración a Dios para que cesen la injusta invasión y la guerra atroz en Ucrania y para que cesen las guerras en otras partes del mundo. Los creyentes en Cristo Jesús, junto con los hombres de buena voluntad, estamos llamados a construir la verdadera paz, basada en la verdad, la justicia, el amor y la libertad.
Que María nos ayude a descifrar el misterio que se oculta tras la fragilidad de este del Niño-Dios. Que ella no enseñe a reconocer su rostro en las personas de toda raza, cultura y nación, en especial, en los más pobres y desfavorecidos. Que ella nos ayude ser testigos creíbles de su mensaje de paz y de amor, para que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo reconozcan en el Niño al único Salvador del mundo.
¡¡¡Feliz y santa Navidad para todos!!!.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Seorbe-Castellón
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