Vigilia Pascual
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 20 de abril de 2019
Amados todos en el Señor:
1. “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado” (Lc
24,1-12).
Este es el anuncio de aquellos dos hombres con vestidos refulgentes a las mujeres que habían acudido al sepulcro de madrugada para llevar los aromas a la tumba de Jesús. Esta es la gran noticia de cada año en esta Noche Santa de Pascua: Cristo ha resucitado. Es la Pascua del Señor: Cristo Jesús ha pasado a través de la muerte a la Vida de Dios. Cristo Jesús ha pasado a una nueva y definitiva existencia. El Señor vive para siempre. Esta es la razón de esta Vigilia Pascual, la fiesta cristiana por excelencia ¡Aleluya, hermanos! Alegrémonos por porque el Señor ha resucitado.
El evangelio de hoy nos recuerda que las mujeres, al llegar al sepulcro, quedaron desconcertadas al ver corrida la piedra corrida del sepulcro y no encontrar dentro el cuerpo del Señor Jesús. Despavoridas quedaron impresionadas cuando oyeron las palabras de aquellos ángeles de Dios: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado” (v.5). Ellas se lo contaron a los Once y a todos los demás. Pero ellos, Pedro incluido, no creyeron el testimonio de las mujeres, no creyeron el anuncio pascual. Es más; “lo tomaron por un delirio” (v.11); en su corazón reinaba la duda, la tristeza y la
desilusión por la muerte del Maestro amado; se sentían unos fracasados.
Hay en el Evangelio un detalle, sin embargo, que marca un cambio: Pedro, “se levantó y fue corriendo al sepulcro” (Lc 24,12). Pedro no se quedó sentado en casa como los demás; no se dejó atrapar por la atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías. Pedro buscó a Jesús. Prefirió la vía del encuentro y de la confianza y, tal como estaba, se levantó y corrió hacia el sepulcro, de dónde regresó “admirándose de lo sucedido” (v.12). Este fue el comienzo de su fe en la resurrección del Señor. Sin ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó que la luz de Dios entrara en su corazón. Y lo mismo se nos dice también a nosotros en esta noche santa: “No busquéis entre los muertos al que vive. Cristo ha resucitado”. Cristo vive y camina delante de nosotros; nos llama a dejarnos encontrar por Él, a seguirle y a encontrar así también nosotros el camino de la Vida, de la alegría y de la esperanza.
Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco nosotros encontraremos la Vida si permanecemos tristes y sin esperanza, encerrados en nuestras dudas y nuestros miedos. Abramos a Dios nuestro corazón para que
Jesús entre y lo llene de Vida. No caigamos en la trampa de ser cristianos sin alegría y sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera resucitado y como si nuestros problemas fueran el centro de la vida. No permitamos que la oscuridad y los miedos se apoderen del corazón, sino escuchemos las palabras del ángel: el Señor ha resucitado. Este es el fundamento de nuestra alegría y de la esperanza cristianas, que no son simple optimismo ni una hermosa invitación a tener ánimo. La alegría y la esperanza cristianas son un don que Dios nos da si salimos de nosotros mismos, nos abrimos a él, nos dejamos amar y encontrar por Él en el Señor resucitado.
2. ¿Cómo podemos alimentar nuestra alegría y nuestra esperanza?
La liturgia de esta noche nos propone hacer memoria de las obras de Dios en la historia de la humanidad, en la historia de la Salvación y en nuestra propia historia personal. Las lecturas nos han narrado el amor de Dios creador y salvador y su fidelidad eterna con el ser humano, con la creación, con el Pueblo elegido y la historia de su amor con cada uno de nosotros. En el Evangelio de hoy los ángeles invitan a las mujeres a hacer memoria: “Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea” (v.6). Hacer memoria de las palabras de Jesús, hacer memoria de todo lo que Dios ha hecho en nuestra vida. No olvidemos su Palabra y sus obras; hagamos memoria del Señor, de su bondad y de sus palabras de vida que nos han conmovido.
Es la Pascua del Señor: Dios “ha pasado” y pasa por la vida de los hombres desde la misma creación para mostrarnos que Dios es amor, que nos ama y quiere nuestra vida; este mismo Dios, en la plenitud de los tiempos “ha hecho pasar” a Jesús de la muerte a la Vida; y «ha pasado”, por nuestras vidas para liberarnos de nuestras esclavitudes y miserias, para llevarnos a la Vida nueva de Dios por el Bautismo. Hay muchos signos del amor de Dios en nuestra vida; el mayor es nuestro Bautismo. Sí, hermanos. En la Pascua no sólo cantamos la resurrección del Señor; su resurrección nos concierne a cada uno de nosotros, tiene que ver con cada uno de nosotros, los bautizados. Nos lo ha recordado San Pablo: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nuestra existencia está unida a Él en una muerte semejante a la suya, lo estará también en una resurrección como la suya” (Rom 6, 3-4).
La Pascua de Cristo es por ello también nuestra propia Pascua. Por ello, ¿qué mejor ocasión que la Vigilia pascual para incorporar al misterio pascual de Cristo y para hacer memoria de nuestra incorporación a él por el Bautismo? Esta noche tenemos la dicha de celebrar el bautismo de esta niña –Jimena-, de recordar nuestro propio bautismo y de renovar con corazón agradecido nuestras promesas bautismales. La mejor explicación que se puede dar de todo bautismo y del bautismo que esta niña va a recibir, son esas palabras de San Pablo. El nos enseña que ser bautizados significa ser incorporados a la Pascua del Señor, pasar con Cristo de la muerte del pecado a la vida de Dios y en Dios. Como esta niña en esta noche Santa, como nosotros un día, por el bautismo renacemos a la nueva vida de la familia de los hijos de Dios: lavados de todo vínculo de pecado, signo y causa de muerte y de alejamiento de Dios, Dios Padre nos acoge amorosamente y para siempre como a sus hijos amados en el Hijo y nos inserta en la nueva vida resucitada de Jesús.
Como nosotros un día, así también, vuestra hija, queridos padres, quedará esta noche vitalmente y para siempre unida al Padre Dios en su Hijo Jesús por el don del Espíritu Santo en el seno de la familia de Dios. A partir de hoy y para siempre será hija amada de Dios en su Hijo, Jesucristo, y, a la vez, hermana de cuantos formamos la familia de los hijos Dios, es decir, la Iglesia. Como al resto de los bautizados, Dios y la familia de la Iglesia de Dios, en que hoy queda insertada, no la abandonará nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta familia es la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta familia no la abandonará incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de su vida. Esta
familia le brindará siempre consuelo, fortaleza, aliento, luz, esperanza, alegría y acompañamiento; le dará palabras de vida eterna, esas palabras de esperanza que iluminan y responden a los grandes desafíos de la vida e indican el camino exacto a seguir hasta la casa del Padre.
Vuestra hija recibe hoy una nueva vida: es la vida misma de Dios, es la vida eterna, germen de felicidad plena y eterna. La comunión con Cristo es vida y amor eternos, más allá de la muerte, y, por ello, es motivo de esperanza. Esta vida nueva y eterna, que hoy recibe vuestra hija y que hemos recibido todos los bautizados, es un don que ha de ser acogido, vivido y testimoniado personalmente. Los padres y padrinos, haciendo las promesas bautismales diréis, en su nombre, un triple compromiso: diréis «no» a Satanás, el padre y príncipe del pecado, a sus obras y a sus seducciones al mal, para vivir en la libertad
de los hijos de Dios; es decir, en su nombre renunciaréis y diréis ‘no’ a lo que no es compatible con la amistad que Cristo le da y ofrece, a lo que no es compatible con la vida verdadera en Cristo. Pero, ante todo, en la profesión de fe, diréis un ‘sí’ a la amistad con Cristo Jesús, muerto y resucitado, que se articula en tres adhesiones: un ‘sí’ al Dios vivo, es decir a Dios creador, que sostiene todo y da sentido al universo y a nuestra vida; un ‘sí’ a Cristo, el Hijo de Dios que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida; y un ‘sí’ a la comunión de la Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro tiempo y
en nuestra vida.
¡Que el amor por vuestra hija, que mostráis hoy al presentarla para que reciba el don del bautismo, permanezca en vosotros a lo largo de los días! ¡Enseñadle y ayudadle con vuestra palabra y, sobre todo, con vuestro testimonio a vivir y proclamar la nueva vida que hoy recibe! ¡Enseñadle y ayudadle a encontrarse personalmente con Jesús para conocerle, amarle y vivir tras sus huellas! ¡Enseñadle y ayudadle a vivir en la comunión de la familia de Dios, como hija de la Iglesia, a la que hoy queda incorporada, para que participe de su vida y de su misión! ¡Enseñadle a vivir la alegría del Evangelio que brota de la experiencia de ser amada personalmente por Dios! ¡Apoyadle para que comparta con
otros la alegría del Evangelio!
3. También nosotros, los ya bautizados, recordamos hoy el don de nuestro propio bautismo renovando las promesas bautismales, por las que decimos ‘no’ a Satanás, a sus obras y seducciones para vivir la libertad de los hijos de Dios, y hacemos la profesión de fe en Dios Padre, creador de todo, en Cristo Jesús, muerto y resucitado para la vida del mundo, y en el Espíritu Santo que nos une y mantiene en la comunión de la Iglesia. Es una nueva oportunidad para dejar que se reavive en nosotros la nueva vida del nuestro bautismo y alegría del encuentro con Cristo resucitado, fundamento de nuestra esperanza.
San Pablo nos exhorta a que “andemos en una vida nueva”. Si hemos muerto con Cristo, ya no podemos pecar más. ¡Vivamos con la ayuda de la gracia la nueva vida de hijos de Dios en el seguimiento del Hijo por la fuerza del Espíritu Santo en el seno de la Iglesia!. Fortalecidos así en la fe y vida cristianas estaremos prontos para dar razón de nuestra esperanza y para llevar a nuestros hermanos el mensaje de la resurrección. “!El no está aquí. Ha resucitado. Aleluya!”. Amén.
+ Casimiro Lopez Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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