Misa Crismal
Segorbe, S. I. Catedral-Basílica, 21 de marzo de 2016
(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Apo 1,5-8; Lc 4,16-21)
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Hermanas y hermanos en el Señor.
«La gracia y la paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel» (cf. Ap 1,5-6), sea con todos vosotros. Os saludo con afecto fraterno, en primer lugar, a vosotros queridos sacerdotes, a los Cabildos Catedral y Concatedral, a los Sres. Vicarios Episcopales; saludo también a los diáconos, a los seminaristas, a los miembros de la Vida Consagrada, a los seglares de Segorbe y de otras comunidades de la Diócesis, y a este grupo de jóvenes, que nos acompañan en esta Eucaristía singular. Nos encontramos reunidos en nuestra Catedral que es la Casa de Dios y nuestra casa: la casa del Pueblo de Dios que peregrina Segorbe-Castellón. Hemos venido y estamos aquí convocados por Jesucristo, a quien el Padre Dios ungió “con óleo de alegría” (Sal 45,8; Heb 1,9).
El mismo Cristo Jesús «ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes»(cf. Ap 1,6). Estas palabras del libro del Apocalipsis se refieren a todos los que por el bautismo hemos renacido a la alegría de una vida nueva. Cristo ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes con un objetivo bien claro y preciso: “para su Dios y Padre”, al cual se debe la “gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Esta es la finalidad de nuestro sacerdocio bautismal: la gloria del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. El autor de la carta a los Efesios, después de exponer el proyecto de Dios sobre el hombre, afirma que este plan está destinado a la “alabanza de su gloria” (cf. Ef 1,6.12.14). Dios ha querido este proyecto de salvación para que se revele el esplendor de su misericordia. De este proyecto divino, Cristo es “el testigo fiel”, porque él es el primero que lo ha vivido y él es la culminación a la que aspira toda la creación.
Cristo Jesús es el primero que ha sido elegido y toda persona humana ha quedado bendecida en él con toda clase de bendiciones espirituales; en él todo ser humano ha sido predestinado antes de la creación del mundo a ser hijo de Dios en su Hijo (cf. Ef 1,3-5; Col 1,15-20). Él es la plenitud y perfección de todo, pues el Padre reúne en Cristo a la humanidad desintegrada por el pecado. Porque en Cristo está todo, él es “el testigo fiel”. En él conocemos al Dios invisible; en él se revela de modo definitivo el proyecto de gracia, pues él es la verdad (Jn 14,6). Dentro de este proyecto de gracia se entiende y realiza nuestro sacerdocio bautismal. Por la unción bautismal participamos en la consagración del Mesías y Señor, como hemos orado al comienzo de la celebración, pera ser “testigos de la redención”. Esta es nuestra verdadera grandeza, cualquiera que sea la aparente humildad de nuestro puesto y de nuestro servicio en la Iglesia.
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres” (Lc 4,18). Cuando Jesús, en la sinagoga de Nazaret, asegura que ‘hoy’ se cumple la antigua profecía, indica, a la vez, la forma cómo se cumple: se anuncia a los pobres una alegre noticia, se proclama a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista, se proclama la libertad a los oprimidos, se proclama el año de gracia del Señor. Cristo realiza el proyecto del Padre, en primer lugar, a través del anuncio del Evangelio. De él nos viene, como escribe san Juan,“la gracia y la verdad”y «la verdad os (nos) hará libres» (Jn 1,37; 8, 38). El hombre se ha perdido y se ha esclavizado, ante todo, a causa de que su razón se ofuscó y su corazón se entenebreció (cf. Rm 1,21). Esta cerrazón de la mente humana se refiere en primer lugar al conocimiento de Dios. Pablo describe la insensatez humana diciendo: “cambiaron la verdad de Dios por la mentira, adorando y dando culto a las criatura y no al Creador” (Rm 1,25).
La página profética y evangélica nos ayuda, por tanto, a responder a la pregunta más profunda: ¿qué debe saber el hombre sobre Dios? ¿Cuándo, dónde y en quién conoce el hombre el verdadero rostro de Dios? ¿Lo conoce como aquel que libera a los prisioneros, da la vista a los ciegos, concede la libertad a los oprimidos? La profecía en Cristo, porque él nos revela que el verdadero Dios es el que se interesa por el hombre, que lo ama con un amor entrañable, compasivo y misericordioso, que su gloria consiste en el que el hombre viva, que es Dios es Padre (cf. Jn 1,18).
El “hoy” de que habla el Evangelio no pasa, es permanente y actual: porque todos nosotros, los bautizados, hemos sido también ungidos y enviados; somos partícipes de la unción y misión de Cristo. Hoy somos nosotros los testigos del proyecto de la salvación de Dios y los enviados a anunciar la buena noticia de la gracia y de la misericordia de Dios; hoy somos nosotros los que estamos llamados a realizar el servicio de la verdad que hace verdaderamente libres. Es hora que todos los bautizados sintamos que somos un reino de sacerdotes y que asumamos sin tardanza ni timideces la evangelización de nuestra sociedad.
Queridos hermanos y hermanas: esta solemne Misa Crismal toca el corazón mismo de nuestra Iglesia diocesana, que es en su misma esencia misionera, que ha sido convocada para ser enviada: la Misa Crismal nos recuerda que todos los bautizados participamos de la unción del Señor y que todos estamos enviados como él a evangelizar, a mostrar al mundo el rostro paterno y misericordioso de Dios. La unción bautismal es para la misión. Por eso, cuando consagramos el Santo Crisma con el que serán ungidos este año en toda la Diócesis los bautizados y confirmados, hemos de sentir que somos enviados a anunciar el Evangelio a los pobres, a abrir los ojos a los ciegos, a curar los corazones desgarrados, a liberar a los cautivos, a anunciar el año de gracia del Señor.
Sabemos que hoy son muchos los desafíos y las dificultades para la evangelización; el mundo nos abre cada día nuevos escenarios para el anuncio de Cristo; los desarrollos tecnológicos y sociales plantean posibilidades que no logramos aprovechar; los destinatarios de la evangelización se multiplican dentro y fuera de nuestra Iglesia. La mies es mucha; la mies es cada vez mayor. Pero pensemos en nosotros y en todos los que con nosotros pueden ser evangelizadores, pero no individualmente, sino como comunidad llamada a la misión. La pregunta sobre cómo evangelizar, cómo transmitir la fe hoy, se convierte así en una pregunta sobre nuestra Iglesia: ¿Qué dices de ti, Iglesia de Segorbe-Castellón, cómo te sitúas hoy ante el contexto sociocultural que te toca vivir? Urge interrogarnos con sinceridad ante Dios y ante nuestra conciencia: ¿Estamos evangelizando de verdad? ¿Somos capaces de salir de nosotros mismos y conectar con el mundo con un estilo nuevo y renovado ardor? ¿Estamos convencidos no sólo en la mente, sino sobre todo en nuestro corazón de que anunciar a Jesucristo y el Evangelio es el mejor regalo que podemos hacer a los demás? ¿Respaldamos nuestra palabra con el testimonio de unas comunidades fraternas y de un presbiterio reconciliado, fraterno y unido, que muestran que es posible amar con un amor verdadero? ¿Evangelizamos a partir de un testimonio humilde y alegre que brota de nuestra condición de verdaderos discípulos del Resucitado y del encuentro personal con Él?
Sólo un discipulado auténtico y una fraternidad vivida con sinceridad e intensidad nos permitirán ser testigos creíbles de Jesús en medio de nuestra mundo; sólo una Iglesia convertida y evangelizada será realmente una Iglesia evangelizadora y misionera; sólo una Iglesia consciente de la presencia del Resucitado será una Iglesia capaz de comunicar al mundo la fuerza de la salvación de Dios y la belleza de la fe en Cristo; sólo una Iglesia auténticamente fraterna será capaz de presentar el rostro amoroso de Dios que hace de sus hijos e hijas una familia. En estos propósitos no estamos solos: el Espíritu del Señor está sobre nosotros y nos unge para salir a la misión. Dejémonos, sin demoras, conducir por este Santo Espíritu, abramos nuestro corazón y seamos dóciles al Espíritu Santo.
Cristo no sólo anuncia el proyecto de Dios; Cristo realiza además completamente el proyecto del Padre en la total entrega de sí mismo en la Cruz:“nos ama y nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre”(Ap. 1,5). Lo que acontece en la Cruz es lo que constituye el “hoy” en el cual esta Escritura se ha cumplido. Este hoy permanece y se hace siempre presente en cada Eucaristía. Así lo ha querido el Señor y por eso ha llamado a algunos ungidos para el sacerdocio común a una nueva unción que configura de nuevo al bautizado con Cristo.
La unción del sacramento del Orden hace partícipe de la condición de Cristo, buen Pastor, que da la vida, que se inmola por los demás. De esta manera, el sacerdocio ministerial alcanza su perfección en la celebración de la Eucaristía, a través de la cual se derrama la sangre que nos ha liberado de nuestros pecados. Por esa identidad con él, cuando nosotros celebramos la Eucaristía, cuando decimos con toda verdad “te ofrecemos, Padre, este sacrificio vivo y santo”; es decir, cuando ofrecemos al Padre a su Hijo unigénito, ponemos en movimiento una corriente de gracia y de salvación que llega incluso al que está lejos. La semilla de la Palabra, que cada día sembramos con fatiga y esperanza, puede caer en terrenos áridos y pedregosos, pero la eficacia salvadora de la Eucaristía va siempre más allá porque Cristo “nos ama y nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre”.
Queridos sacerdotes: las palabras que estamos meditando conciernen a todos los bautizados, pero resuenan en nuestro corazón de modo específico y personal: “Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes”. Hoy celebramos con gozo y agradecimiento este acto de Cristo por el que nos ha constituido sacerdotes “para su Dios y Padre”. Celebramos el día natalicio de nuestro sacerdocio. El ha tenido su origen en una elección de Cristo que nosotros acogimos un día con generosidad y alegría. La historia de David, que nos ha recordado el Salmo, ilumina la nuestra cuando Dios dice: “He encontrado a David mi siervo, lo he ungido con mi óleo santo, mi mano está con él y mi brazo lo fortalecerá” (Sal 88,21). Cada uno de nosotros ha sido encontrado por el Señor; cada uno ha sido objeto de una especial predilección cuyo secreto guardamos en el alma; cada uno ha sido consagrado por el Espíritu Santo; cada uno ha sentido cómo su debilidad ha sido sostenida por la mano del Señor. Esto no es sólo para saberlo, sino para sentirlo en la más deliciosa e íntima alegría. También nosotros estamos ungidos “con óleo de alegría».
Queridos sacerdotes: conozco bien las dificultades del ministerio que se nos ha confiado; veo día a día las pruebas que debemos superar en el mundo de hoy; no ignoro las tentaciones a las que está sometida la vida sacerdotal. Sin embargo, nada tan bello como entregarle la vida a Dios para que él la haga fecunda en su proyecto de salvación; nada más grande que usar la libertad que recibimos para prolongar el corazón de Cristo que se entregó en el amor hasta el extremo. La Eucaristía que celebramos nos llena de consuelo porque en medio de las luchas, cansancios y esperanzas de nuestro ministerio, experimentamos el amor misericordioso de Dios que nunca falla. Por eso, hoy y siempre resuenan en nuestro corazón las palabras del salmista:“Cantaré eternamente tus misericordias, Señor”. Hoy y siempre, seguros de que la fidelidad y la gracia de Dios nos sostendrán, nos alegramos por la predilección que Cristo nos ha tenido al hacer de nosotros«un reino de sacerdotes para Dios, su Padre” y renovamos nuestras promesas sacerdotales.
La Misa Crismal es para el obispo y para los presbíteros un momento especial de gracia, en el que el Señor nos permite ver con los ojos y con el corazón la alegría de conformar esta Iglesia diocesana y este presbiterio, de sentirnos acompañados y apoyados los unos en los otros para la vida y el ministerio a los que hemos sido convocados, de percibir que el “hoy” de Nazaret se prolonga entre nosotros porque el Espíritu nos unge y nos envía. Demos gracias, pues, al Señor que nos permite celebrar esta Eucaristía, que nos lanza de nuevo a la misión con la unción del Espíritu Santo.
En esta Eucaristía damos gracias a Dios por el sacerdocio y por nuestros sacerdotes; personalmente y en nombre de nuestra Iglesia diocesana quiero una vez más dar gracias a Dios por vosotros, queridos sacerdotes: por vuestra fidelidad humilde, por vuestro trabajo abnegado, por vuestro cansancio pastoral, por vuestras manos llenas de callos, por vuestra generosidad silenciosa y, también, por vuestros sufrimientos. Contad en esta mañana y siempre con el reconocimiento, el apoyo, el afecto, la gratitud y la oración de vuestro obispo y de los fieles.
Demos gracias y oremos también por nuestros seminarios, por todos los que serán consagrados con estos óleos que vamos a bendecir. Recordemos a nuestros hermanos sacerdotes que están en dificultades, a los que sufren por la enfermedad, a los que no están hoy con nosotros y a los que han pasado ya a la casa del Padre, de modo especial, a Julio Silvestre Fornals y el P. Luis Rubio, OCD.
Queridos todos: oremos con fe por nuestros sacerdotes. Abramos de par en par el corazón para que nos llene el Espíritu de Dios, para que no nos cansemos de echar las redes obedientes a la palabra del Señor. Que veamos más la fuerza del Evangelio que los desafíos del mundo de hoy, que sobre nuestras debilidades y cansancios se imponga el amor de Dios. Queridos sacerdotes: entreguémonos de nuevo con humildad y gozo, reconociendo, como la Santísima Virgen María, que Dios hace obras grandes en nuestra pequeñez, si la ponemos en sus manos. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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