Vigilia Pascual
Segorbe, S. I. Catedral-Basílica, 4 de abril de 2015
¡Cristo ha resucitado, Aleluya! Esta es la gran noticia de esta Noche Santa: Cristo ha resucitado. Este mensaje pascual despierta en todos nosotros la alegría y la esperanza. La fe y el amor se avivan en nuestro corazón. Acaso nuestra fe y nuestro amor estaban dormidos; acaso marchábamos soñolientos y como olvidados del Señor.
Hemos velado en oración, hemos contemplado, al paso de las lecturas, las acciones admirables de Dios con su Pueblo. Y, por fin, oímos con profunda alegría el mensaje del cielo: “¿Porqué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado?”
Esta es la noche de la Luz Santa. La claridad del Cirio Pascual, la luz de Cristo, Rey eterno, irradia sobre la faz de la tierra y disipa las tinieblas de la noche, del pecado y de la muerte. Cantemos hermanos, a la Luz recién nacida en medio de la tiniebla nocturna. Esta es “la noche clara como el día, la noche iluminada por el gozo de Dios”. Si, hermanos, Cristo ha resucitado ‘en esta noche’: la Luz de Cristo resucitado ilumina la tenebrosa oscuridad del pecado y de la muerte; la Luz de Cristo inaugura una esperanza nueva e insospechada en la rutina de la naturaleza y de nuestra historia.
Esta es la noche grande de la Historia Santa. En esta noche, recordamos y contemplamos la trayectoria de la Historia del amor de Dios y su designio de salvación universal, para devolver a la vida a la humanidad, liberada de la esclavitud del pecado y de la muerte. Una Historia que, nacida del corazón del Padre, iniciada con el Pueblo de Israel y destinada a toda la humanidad, esta noche llega a su término en Cristo. “Esta es la noche, en que rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”. “Esta es la noche en que los que confiesan a Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y son agregados a los santos”. Cantemos con las palabras del Pregón pascual: “¡Feliz la culpa que mereció tal redentor!”.
Al dar la gozosa noticia de la resurrección de Jesús, los ángeles decían a las mujeres: “Acordaos de lo que os dijo, estando todavía en Galilea: El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de los pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar. Ellas recordaron sus palabras, volvieron del sepulcro y anunciaron todo esto a los Once y a los demás” (Lc 24, 1-12).
También los Once andaban olvidadizos y ‘torpes para entender las Escrituras’. También ellos se resistían a aceptar las palabras del Maestro, cuando él les anunciaba la pasión y la cruz. Se quedaron dormidos en el huerto, mientras Jesús oraba y acechaba el traidor. Antes y durante siglos, los hombres, esclavos del pecado, dormían un sueño de muerte. El mismo Israel, el pueblo de la Alianza y de las predilecciones Dios, olvidaba las obras de Dios, era terco en su infidelidad y vivía de espaldas a su Dios.
Pero el Amor de Dios velaba sobre el mundo. En su designio eterno, Dios preparaba la redención del mundo. Ya “nos bendecía con toda suerte de bendiciones espirituales en Cristo. Nos había elegido antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el Amor” (Ef 1,3-5). Y, hoy, esa bendición llega a su plenitud.
San Pablo nos exhorta con estas palabras de un antiguo himno cristiano: “¡Despierta tú que duermes y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo” (Ef 5,14)
Por la misericordia de Dios, todos hemos sido bendecidos en su Hijo muerto y resucitado con la gracia bautismal. Y, sin embargo, no es vana la invitación de San Pablo. ¿No es verdad que, con frecuencia, dormimos en vez de vigilar? ¿Acaso nuestra fe y vida cristiana no necesitan ser espoleadas? Muchas veces caminamos perezosos, tibios, lentos y tristes en el seguimiento de Cristo. !Nos olvidamos con tanta frecuencia del Señor y de nuestra condición de cristianos!. Ahí están nuestras faltas de amor a Dios y al prójimo, nuestra falta o tibieza en la vida de oración, en la participación en lo sacramentos, nuestras incoherencias entre nuestra fe y nuestra vida.
Por ello en esta Noche Santa, san Pablo nos recuerda: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva…” (Rm 6,3-4).
¡Que esta noche nos despierte el amor de Dios para caminar en la vida nueva bautismal como hijos e hijas de Dios! Recordemos con gratitud y alegría el misterio de nuestra propia vida, que se ilumina con nuevo resplandor por la presencia del Resucitado. Dejémonos encontrar por Él, y, unidos en la fe, la esperanza y el amor de nuestro Señor Jesucristo, renovemos con gozo nuestras promesas bautismales.
Jesucristo, muerto y resucitado, sigue siendo el ‘signo levantado en lo alto’, para todos y cada uno de nosotros; y, a través de nosotros, la Nueva Vida del Resucitado quiere llegar también y precisamente a una sociedad olvidada de Dios, a un mundo sin esperanza; a un mundo en que sólo cuenta la utilidad, el dinero y el disfrute inmediato; a tantos hombres y mujeres atormentados por tantos problemas y sufrimientos ocultos.
Jesús sigue amando y buscando también a los hombres, a las mujeres, a los niños y jóvenes de nuestro tiempo. Su sacrificio sigue ofreciéndose al Padre por todos, en todas las latitudes, en todo tiempo. Con Él nosotros debemos entregarnos a la fecunda tarea del amor. Dispuestos siempre a trabajar, a luchar, a sufrir por la causa de nuestros hermanos.
Al comienzo de la Vigilia, hacíamos la ofrenda del cirio encendido, signo de la alegría pascual. En el pregón, se alzaba la voz del diácono, diciendo su oración humilde.
“Te rogamos, Señor, que este cirio consagrado a tu nombre arda sin apagarse para destruir la obscuridad de esta noche… Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo; ese lucero matinal que no conoce ocaso y es Cristo, tu Hijo Resucitado que, al salir del sepulcro, brilla sereno para el género humano”.
Brille así, hermanos, nuestro amor al Señor, sin interrupción, sin titubeos, sin descanso. Que el encuentro de esta noche con Cristo glorioso inunde nuestras almas de gozo y de paz, de alegría y esperanza, de fe y de amor. Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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