Iglesia en Jubileo, dócil a la acción del Espíritu Santo
Queridos diocesanos:
En mi carta anterior os anunciaba que en este curso y con motivo del Año Jubilar diocesano llevaremos a cabo juntos un proceso de oración y reflexión para discernir los caminos para la vida y misión de nuestra Iglesia diocesana en el presente. Se trata de ponernos a la escucha del Señor, de abrirnos a la moción del Espíritu Santo y de atender a los deseos y gemidos de nuestros contemporáneos para descubrir el plan de Dios, los caminos que Él nos indica para ser sus discípulos misioneros, aquí y ahora.
Ciertamente que encontramos serias dificultades internas y externas para la vida y misión de nuestra Iglesia. Siendo realistas, siempre han existido dificultades, aunque en cada época son diferentes y hoy sean quizá de mayor calado y extensión. Pero la fe nos dice que no estamos solos. El Señor ha resucitado y nos acompaña en todo momento con la asistencia del Espíritu Santo.
Ya en la Última Cena, Jesús prometió a sus Apóstoles que les enviaría el don del Padre: el Espíritu Santo (cf. Jn 15, 26). Esta promesa la cumplió el día de Pentecostés, cuando el Espíritu descendió sobre los discípulos en el Cenáculo. Aquel día “se llenaron todos de Espíritu Santo” (Hch 2, 4). Esa efusión, si bien extraordinaria, no fue única y limitada a ese momento. Cristo, resucitado y glorificado a la derecha del Padre, sigue cumpliendo su promesa y enviando el Espíritu vivificante; el Espíritu sigue derramándose sobre las personas, sobre las comunidades y sobre toda la Iglesia.
Para vivir la comunión y salir a la misión, hemos de abrir nuestros corazones a una nueva efusión del Espíritu Santo, que nos enseña, renueva, fortalece, crea comunión y nos alienta a la misión. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia en su vida y en su misión. Él es el Maestro interior, que nos enseña a escuchar la voz del Resucitado, a convertirnos y dejarnos purificar, a ver la realidad con sus ojos, a seguirlo y a ser sus discípulos misioneros. Él es la memoria viviente de Jesús en la Iglesia, que recuerda y actualiza todo lo que Él dijo e hizo. El Espíritu Santo nos guía “hasta la verdad plena” (Jn 16, 13) y nos introduce en la verdad y en la belleza del evento de la salvación, la muerte y la resurrección de Jesús, la expresión suprema del amor de Dios. Y esta realidad se convierte en Buena Noticia que ha de ser vivida y anunciada a todos.
El Espíritu Santo es el aliento que nos empuja a recorrer el camino del seguimiento y del anuncio de Jesús siempre y especialmente en la dificultad. Cuanto más generosa es nuestra respuesta, en mayor medida las palabras de Jesús se hacen vida en nosotros en actitudes, opciones, gestos y testimonio. El Espíritu Santo nos ayuda a estar con Dios en la oración, en la que Él ora en nosotros; y nos lleva a mirar a los hombres con entrañas de misericordia, haciéndonos ‘canales’ humildes y dóciles de la Palabra y la Vida de Dios. Llenos del Espíritu de amor, podemos ser signos e instrumentos de Dios que ama, sirve y dona la Vida.
Si nos abrimos a la acción y moción del Espíritu Santo, Él cambiará nuestros corazones, nos renovará y nos dará fuerza para acoger y perdonar, para vivir la comunión con Dios y con los demás, y para salir a la misión. Los Apóstoles son transformados por el Espíritu y salen a las calles de Jerusalén a proclamar el kerigma. Pierden el miedo de seguir al Maestro y salen a anunciar a Jesús muerto y resucitado, para la Vida del mundo, hasta los confines del mundo. El Espíritu Santo libera nuestros corazones bloqueados; vence nuestra resistencia y mediocridad; agranda los corazones y anima a dejar la comodidad; despereza en la tibieza y mantiene joven el corazón. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría en la misión. Al inicio de este curso hemos de suplicar: “Ven, Espíritu Santo, riega nuestra tierra en sequía, sana nuestro corazón enfermo, lava nuestras manchas e infunde calor de vida en nuestro hielo”.
El Señor nos ha prometido: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt, 28, 21). Solos, sin Cristo Jesus y sin el Espíritu Santo, nuestra vida eclesial, nuestra tarea misionera y el proceso de discernimiento no serán posibles ni darán los frutos esperados por el Señor. No bastan nuestras fuerzas, recursos y estructuras. “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), nos dice Jesús. Sin la presencia y acción del Señor por la fuerza de su Espíritu, nuestro trabajo resulta ineficaz. Ellos son fortaleza en la dificultad, consuelo en la tribulación y aliento en el cansancio apostólico. Abramos nuestro corazón a la acción del Espíritu Santo.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!