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Anunciar el Evangelio de la familia

25 de diciembre de 2021/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Cartas 2021, Navidad, Obispo/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

Este Domingo, dentro de la octava de la Navidad, celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia y la Jornada de la Familia. La Navidad es la fiesta del Amor de Dios por toda la humanidad. Jesús, el Hijo de Dios, se hace hombre para traer al mundo la bondad y el amor de Dios; Jesús nos muestra y ofrece a Dios, que es amor, y, a la vez, nos muestra quién es el ser humano, su origen y su destino, que no son otros sino el amor. El Hijo de Dios eligió para hacerse hombre una familia, allí donde el ser humano está más dispuesto a desear lo mejor para el otro a desvivirse por él y a anteponer el amor por encima de cualquier otro interés y pretensión. Con ello, Jesús nos enseña, sin palabras, la dignidad y el valor primordial de la familia. Con su vida y sus palabras, Jesús ha devuelto su verdadero sentido al amor, al matrimonio y a la familia.

Fiel al Evangelio de Jesús, la Iglesia proclama que somos creados por amor, para amar y ser amados, y que nuestra vida se realiza plenamente si se vive en el amor de Dios. En fidelidad a los gestos y palabras de Cristo, sus discípulos anunciamos la alegría del amor, y la grandeza y belleza del matrimonio y de la familia: pues la relación entre el hombre y la mujer en el matrimonio refleja el amor divino de manera completamente especial; por ello el vínculo conyugal asume una dignidad inmensa. En el plan de Dios, la familia se funda en la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, quienes, en su mutua y total entrega en el amor, han de estar responsablemente y siempre abiertos a la vida y a la tarea de educar a sus hijos. Mediante el sacramento del matrimonio, los esposos quedan unidos por Dios y con su relación de esposos son signo eficaz del amor de Cristo, que ha entregado su vida por la salvación del mundo.

Acoger y anunciar hoy el Evangelio del matrimonio y de la familia no es fácil. Vivimos en contexto ‘cultural’ de lo provisorio y del descarte, en palabras del Papa. Nos toca vivir en una sociedad desvinculada en la que prima el individualismo  y el sentimiento, que hacen muy difíciles los compromisos estables. Cada vez son más quienes viven juntos sin unir sus vidas en matrimonio. Falta, de otro lado, el aprecio por la fidelidad entre los esposos, la estabilidad matrimonial o la natalidad. Aunque la familia siga siendo una de las instituciones más valoradas socialmente, no tiene el apoyo legislativo, económico y mediático que se merece. Muchas familias no pueden encontrar una vivienda digna o adecuada, conciliar la vida laboral y la familiar, o disponer de tiempo para escucharse y dialogar los esposos y los hijos.

Estos y otros muchos desafíos lejos de constituir obstáculos insalvables, se convierten para la familia cristiana y para la Iglesia en una oportunidad nueva; la propia familia puede encontrar en ellos un estímulo para fortalecerse y crecer como comunidad de vida y amor que engendra vida y esperanza en la sociedad. En un contexto cultural social, mediático y legislativo poco favorable al verdadero matrimonio y a la familia, fundada en él, es vital ayudar a los jóvenes y a los esposos a descubrir la grandeza y la belleza del matrimonio y a comprender que el verdadero amor es un ‘sí’ fiel, una donación definitiva de sí al otro, firmemente fundada en el plan de Dios. El amor de Dios en Jesús es su ‘sí’ a toda la creación y al corazón de la misma, el ser humano. Es el ‘sí’ de Dios al amor entre el hombre y la mujer, abierto a la vida y al servicio de ella en todas sus fases. El matrimonio y la familia, por tanto, es el ‘sí’ del Dios-Amor. Para quienes abren su corazón a Dios, a su amor y a su gracia, es posible vivir el Evangelio del matrimonio y de la familia.

En la exhortación apostólica, Amoris laetitia, el Papa Francisco  nos invita a todos los cristianos a cuidar del matrimonio y de la familia. Y nos impulsa a proponer de un modo renovado e ilusionante la vocación al matrimonio y a mostrar la belleza, la verdad y el bien de la familia.

Necesitamos generar una cultura favorable al matrimonio entre un hombre y una mujer y a la familia, fundada en él. Las familias cristianas podéis ofrecer un ejemplo convincente de que es posible vivir un matrimonio de manera plenamente conforme con el proyecto de Dios y las verdaderas exigencias de los cónyuges y de los hijos. El testimonio de vida es el mejor modo de anunciar la Buena nueva de la familia. La alegría del Evangelio se refleja en la alegría del amor que se vive y se aprende eminentemente en la familia. La fuerza para amar nace, crece y se fortalece en la familia y es fuente de alegría para el ser humano y para la sociedad.

Con mi afecto y bendición,

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Es Navidad: Dios viene a nosotros

18 de diciembre de 2021/0 Comentarios/en Cartas, Cartas 2021, Noticias destacadas/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

En unos pocos días celebraremos la Navidad. Un año más escucharemos el anuncio del ángel a los pastores: «Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11). Esta es la buena Noticia de la Navidad, la razón profunda de nuestra alegría navideña y el motivo de nuestra esperanza; una alegría y una esperanza que se ofrecen a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Como los pastores, los cristianos escuchamos con estupor este anuncio y acudimos con gozo a Belén a contemplar este misterio de salvación: el Hijo de Dios, se hace carne y acampa entre nosotros. Dios viene hasta nosotros, se hace uno de los nuestros y asume nuestra propia carne para mostrarnos y llevarnos a Dios.

Ese Niño, que yace humilde y pobre en el portal, es el Mesías esperado, es la luz para el pueblo que camina en tinieblas (cf. Is 9, 1). Al pueblo oprimido y doliente se le apareció “una gran luz”. Es la luz de la nueva creación. En el Niño de Belén, la luz del origen vuelve a resplandecer en el cielo para la humanidad y despeja las tinieblas del pecado y de la muerte. La luz radiante de Dios aparece en el horizonte de la historia para proponer a los hombres un nuevo futuro de esperanza. Es la luz divina que da valor, sentido y dignidad a todo ser humano y a toda vida humana, a la historia y a toda la creación. Sin esta luz divina todo estaría desolado y nada tendría sentido. Dios se hace hombre para hacernos partícipes de su misma vida, de su amor y de su gloria eterna. La gloria de Dios es que el hombre viva, y la gloria del hombre es el mismo Dios, decía San Irineo.

El Niño, que yace en el portal de Belén, no es una idea o una invención humana. Es un hecho histórico. Es el mismo Dios que se hace presente entre nosotros por amor a cada uno de nosotros, a toda la humanidad y a la creación entera. Él viene para alumbrar nuestra noche, para orientar nuestros caminos y para llevarnos por la senda de la verdad y del amor, de la santidad y de la gracia, de la justicia y de la paz. Él viene para sanar nuestras dolencias y pecados, para darnos la vida y el amor de Dios. En la noche fría y oscura de la Navidad, nace Dios; la luz se hace palabra y mensaje de esperanza.

Pero, ¿no contrasta esta certeza de la fe con nuestra realidad?  Hoy también nuestro mundo vive una noche oscura y camina muchas veces en tinieblas, porque está huérfano de Dios. La tiniebla de nuestro mundo es esa voluntad recalcitrante de querer vivir sin Dios o de espaldas a Él, de querer ser dioses al margen de Dios. La noche obscura de nuestro mundo es declarar con tono altivo la muerte de Dios para suplantarlo por el hombre. La tiniebla del hombre de hoy es el rechazo mezquino del amor de Dios que lleva también al rechazo y descarte del prójimo, y al abuso de la naturaleza; un rechazo nacido del corazón soberbio y satisfecho tan sólo con sus logros limitados.

Sin embargo, un mundo sin Dios se convierte en un mundo inhumano en el que reina la frialdad egoísta y calculadora de los hombres. Una frialdad que se manifiesta en las guerras, el terrorismo, el desprecio de la vida humana, sobre todo de los no nacidos y de los enfermos incurables, el descarte de los más vulnerables y de los ancianos, el afán desmedido de lucro a costa de los demás, las víctimas de la violencia y de los malos tratos, y tantas situaciones de injusticia.

Hoy resuena de nuevo mensaje del Ángel: “No temáis, hoy nos ha nacido un Salvador”. Este Niño tierno y frágil cambiará la historia del hombre: las desgracias en gracia, la muerte en vida, el sufrimiento en gloria, la tristeza en alegría, el odio en amor, la esclavitud en libertad, la debilidad en fuerza, los llantos en alegría, la corrupción en solidaridad, los rencores en fraternidad gozosa. En este Niño-Dios se nos da el amor de Dios. Él quiere nacer en todos y viene a nuestro encuentro. Acojámosle.

No nos dejemos llevar por los intentos de silenciar la Navidad y de reducirla a compras, comidas y días de vacaciones. Mantengamos vivo el verdadero sentido de la Navidad. Para ello os animo a poner el belén en nuestros hogares, en los lugares de trabajo, en las escuelas, en los hospitales, en las cárceles, o en las plazas. Adornemos nuestras casas y balcones con símbolos cristianos de la Navidad. Pero sobre todo centremos nuestra celebración en el Misterio que nos recuerda el belén; y evitemos todo derroche y tantos otros excesos, contrarios al significado profundo de esta fiesta. Y dediquemos un tiempo a meditar sobre la “verdad de la Navidad” ante el portal de Belén.

Os deseo a todos una feliz  y santa Navidad.

Con mi afecto y bendición,

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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San José, guía y custodio de nuestra Iglesia

11 de diciembre de 2021/0 Comentarios/en Cartas 2021, Cartas, Noticias destacadas/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

El pasado día 8 de diciembre, Solemnidad de la Inmaculada, concluía el Año de San José, convocado por el Papa Francisco para conmemorar el 150º aniversario de la declaración de San José como Patrono de la Iglesia Universal por el Beato Pío IX el 8 de diciembre de 1870. Su coincidencia con el Año de la Familia, la fase diocesana del Sínodo de los Obispos y otras celebraciones ha dejado a San José un poco en la sombra.

Pero no olvidemos que San José sigue siendo Patrono de la Iglesia. Y como tal, hoy más que nunca, en este tiempo marcado por una crisis global y tantas dificultades, nos sirve de apoyo, guía y protector de todos nosotros y de nuestra Iglesia diocesana.

Nos encontramos inmersos en un proceso sinodal de oración y reflexión para discernir los caminos que el Señor indica a nuestra comunidad diocesana de Segorbe-Castellón para evangelizar hoy y para prepararnos para celebrar un Año Jubilar diocesano. En sentido deseo destacar tres notas de San José, que nos pueden ayudar especialmente en este momento: su fe, su discernimiento y su condición de custodio.

En primer lugar está su fe. El nombre ‘José’ en hebreo significa “que Dios acreciente, que Dios haga crecer”. Expresa un deseo y una bendición fundada en la confianza en la providencia divina. Su nombre nos revela un aspecto esencial de la personalidad de José de Nazaret. Él es un hombre lleno de fe en la providencia. Cada una de las acciones, tal como se relata en el Evangelio, está dictada por la certeza de que Dios “hace crecer”, que Dios “aumenta”, que Dios “añade”, es decir, que Dios dispone la continuación de su plan de salvación. José nos enseña que tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades y de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. Como José hemos de volver nuestra mirada a Dios para abrirnos a su presencia amorosa y providente en nuestra Iglesia diocesana, ayer, hoy y siempre. Dios nos precede y acompaña siempre; somos su Iglesia, somos su Pueblo, somos su obra. Cristo Jesús ha resucitado y actúa en y entre nosotros por la fuerza del Espíritu Santo. Con esta fe en la presencia y providencia de Dios evitaremos caer en el desaliento o en la desesperanza.

José nos enseña también a discernir el plan de Dios en nuestro camino como Iglesia desde la Palabra de Dios. Es lo que le ocurrió a José ante el embarazo de María. Como narra el evangelista Mateo, María, la madre de Jesús, “estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. Su marido José como era justo y no quería difamarla, resolvió repudiarla en privado”. Entonces se le apareció en sueños un Ángel de Dios y le dijo: “José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel de Señor y acogió a su mujer (cf. Mt 1,18-24). En la Escritura, el sueño es con frecuencia el modo elegido por Dios para comunicarse con los hombres. En el discernimiento de José, la voz de Dios le desvela, a través de un sueño, el significado de lo ocurrido. También el discernimiento que se nos pide en nuestro proceso sinodal consiste en mirar la realidad con los ojos de Dios y leerla desde su Palabra. Así podremos captar que Dios sigue actuando en la historia, y discernir los caminos que Él nos muestra para la misión.

Y, finalmente, José es el custodio y protector de Jesús y de María. Ante la sorpresa del embarazo de María, “José… hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer” (Mt 1,24). Y, más tarde, ante la amenaza de Herodes, “José se levantó, tomó al niño y a su madre, se fue a Egipto…” (Mt 2, 14).  Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia, inspirándose en el Evangelio, han subrayado que San José, al igual que cuidó amorosamente a María y a Jesús, también custodia y protege a la Iglesia, que es la extensión del Cuerpo de Cristo en la historia. José vivió su vocación de protector de María y de Jesús, en una constante atención a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto. Y sigue ejerciendo esta misión con la Iglesia, con discreción, humildad y silencio.

Confiemos a San José el cuidado de nuestra Iglesia diocesana, en sus miembros y comunidades, a fin de que se fortalezca nuestra fe en la presencia amorosa y providente de Dios, hoy y siempre, en medio de su Pueblo. Que, como San José, sepamos discernir y acoger en todo momento el plan de Dios en nuestra vida y misión evangelizadora.

Con mi afecto y bendición,

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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El voluntariado que nace del Evangelio

4 de diciembre de 2021/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Cartas, Cartas 2021/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

Este domingo se celebra el Día Internacional del voluntariado. Está dedicado a las personas que dedican parte de su tiempo y energías a trabajar de forma gratuita en favor de las personas excluidas, marginadas, que padecen cualquier tipo o grado de precariedad o pobreza, o en favor de otras causas. La solidaridad social ha existido siempre, pero a partir de los años sesenta del siglo pasado ha crecido como fenómeno y como inquietud, y ha asumido una identidad particular con características peculiares y específicas. En el mundo occidental son muchas las iniciativas promovidas por diversos sectores de la sociedad. Se trata de un fenómeno amplío y heterogéneo tanto por las causas a que se dedica como por sus motivaciones ideológicas, sociales o religiosas.

El voluntariado que nace del Evangelio, el voluntariado cristiano, existe desde los inicios de la Iglesia, aunque con nombres diferentes. Nace en el seno de la comunidad cristiana y hunde sus raíces en la experiencia del amor de Dios al hombre y, preferentemente, al más necesitado. La parábola del buen samaritano, en la que Cristo acoge y hace suya la situación del hombre herido, es la manifestación del encuentro de Dios ‘rico en misericordia’ con el hombre necesitado de apoyo para salir de su situación precaria y lograr su promoción integral. La vida de todo cristiano por el hecho de seguir a Cristo y de intentar cumplir el mandamiento del amor, debe ser la de un voluntario que por amor se compromete en servir a los demás. Los cristianos sabemos que amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios. La fusión de estos dos amores es la que hace de nosotros una comunidad en la que cada uno pone su vida al servicio de los otros, sea de manera espontánea e individual, sea de manera comunitaria y organizada.

El voluntariado social cristiano es, pues, una exigencia del amor de Dios y a Dios, que conlleva en su ser y actuar la mística de la comunión, de la gratuidad, de la entrega desinteresada al otro. La donación individual y grupal hace que el voluntario esté siempre disponible para ser testigo fiel del amor de Dios a los necesitados y excluidos sociales. En ellos, no existe espacio para la ‘utilización’ en provecho propio, ni para el simple deseo de acallar la conciencia ante las responsabilidades sociales.

Ser voluntario cristiano es algo más que echar una mano a un proyecto concreto, o dedicar algunas horas a cooperar como voluntarios de Cáritas, de Manos Unidas, de la pastoral penitenciaria o de tantas otras iniciativas de voluntariado. Es, sobre todo, esforzarse por expresar el amor recibido de Dios en una sociedad profundamente humana, en la que reine la justicia, la paz y la verdad; y es poner a prueba la autenticidad del amor a Dios. Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve (cf. 1 Jn 4,20).

El voluntario cristiano se distingue, pues, no por lo que hace, sino por su forma de ser y de actuar: por su motivación, su estilo, su actitud y su forma de actuar, que son las de Jesús. Todas sus acciones altruistas, solidarias y compasivas nacen de la gratuidad de un “amor primero”, precedente, gratuito, inmerecido e impagable. Somos don del Amor de Dios manifestado en Jesucristo en orden a ser don de amor para los demás. Como a Jesús, el Espíritu Santo nos urge a anunciar la Buena Noticia a los pobres, liberándolos en su fuerza de la pobreza, de la esclavitud, del dolor (cf. Lc 4, 18-21). El cristiano ha recibido el Espíritu Santo para actuar, pensar y sentir como Jesús. Él es el voluntario por excelencia que no “vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en redención de muchos” (Mt 20, 28). Jesús dedicó buena parte de su vida pública a atender, acompañar, cuidar, curar y promocionar a los enfermos, marginados y excluidos. Cristo se identifica con los pobres, con los que sufren. Lo que a ellos les hacemos, a Él se lo hacemos. Jesús nos dice que la salvación definitiva o la condenación dependen del amor efectivo y afectivo que demos o no a los pobres (cf. Mt 25, 31-46).

El servicio del voluntariado es para el cristiano un deber que brota de la fe, una respuesta coherente con los compromisos bautismales, una invitación que espolea a testimoniar la fe, la esperanza y la caridad en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y de amor. El voluntariado social es un modo, no el único, pero sí uno de los más privilegiados, de vivir nuestra condición de cristianos. Por eso, la Iglesia nos llama a ser voluntarios y a vivir el voluntariado como cristianos en organizaciones eclesiales o no, privadas o públicas.

Con mi afecto y bendición,

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Comienza el Adviento

27 de noviembre de 2021/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Cartas 2021/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

Este Domingo comenzamos el tiempo litúrgico del Adviento: tiempo de espera y esperanza, tiempo para prepararnos a la celebración de la Navidad y así a la venida del Jesús al final de los tiempos.

Adviento tiene en efecto tres dimensiones. Mira en primer lugar al pasado: Jesús, el Mesías y Salvador anunciado y esperado durante siglos por el pueblo de Israel, ya ha venido a nuestro mundo; en el Adviento nos preparamos para celebrar con gozo la Navidad, el nacimiento de Jesús en Belén hace más de dos mil años; la ‘primera’ venida en la historia del Hijo de Dios en Belén es un hecho histórico que nadie puede poner seriamente en duda.

El Adviento mira también al presente: Jesús es el Señor muerto y resucitado, para que en Él tengamos la Vida y Salvación de Dios; Jesús vive, ha resucitado, está entre nosotros y viene constantemente a nuestro encuentro en su Palabra, en sus Sacramentos, en los acontecimientos de cada día, en cada hombre y mujer, en especial en los hambrientos, sedientos, forasteros, enfermos y encarcelados.

Y el Adviento mira finalmente al futuro, hacia la ‘segunda’ venida de Jesucristo al final de los tiempos para llevar a total cumplimiento su obra de salvación y reconciliación de toda la humanidad y de la creación. No olvidamos tampoco el decisivo encuentro con el Señor en la hora de nuestra muerte, en que cada uno será examinado y juzgado del amor o de la falta de amor a Él y, en Él, al hermano pobre y necesitado.

Toda la vida de un cristiano debería ser un adviento permanente; el Señor viene constantemente a nosotros, a nuestras vidas, a nuestra historia, a nuestro mundo; y pide ser acogido. El cristiano ha de estar atento a la venida del Señor en el presente y vivir con esperanza su venida en el futuro; y ha de hacerlo con una fe viva y activa, hecha obras de amor, con verdadera hambre de Dios y con una presencia misionera en el mundo.

Nos toca vivir en un contexto social, político y cultural que intenta desalojar a Dios de nuestra vida y neutralizar la presencia del cristianismo en la historia pasada y presente, confinando la fe a la esfera de la vida privada o de la conciencia. Se pretende hacer ‘invisibles’ y, a la vez, suplantar por otras cosas o personajes a Cristo y su venida a este mundo; se quiere quitar el sentido cristiano a la Navidad e imponer una navidad ‘laica’ e ir eliminando del espacio público los signos cristianos. No nos dejemos deslumbrar por la iluminación anodina de calles  y plazas, ni por la llamada insistente al consumo en estos días, con elementos ajenos a la Navidad, al nacimiento de Jesús. Mostremos nosotros públicamente los signos cristianos de la Navidad.

Vivamos cristianamente el Adviento. Esto comporta vivir este tiempo con alegría y esperanza, pero también atentos y vigilantes ante la venida presente y futura del Señor Jesús. Al mirar el futuro nuestros ojos se vuelven hacia el presente para acoger de corazón a Cristo que sale a nuestro encuentro y vivir en el día a día la novedad de nuestro bautismo y nuestra condición de discípulos misioneros del Señor con una fidelidad, intensidad y autenticidad crecientes.

En nuestra condición de peregrinos en esta vida hacia el encuentro definitivo con el Señor, la alegría, la vigilancia y la esperanza son pilares imprescindibles para cada cristiano y cada comunidad cristiana. La alegria se basa en el saberse amados personalmente y para siempre por Dios en su Hijo, Jesús, que ha venido, viene y vendrá; un amor y una alegria que nada ni nadie nos pueden quitar. La vigilancia nos ha de llevar a una conversión constante a Dios, a intensificar la vida de oración, la escucha de la Palabra de Dios, la participación en la Eucaristía y la acogida del amor misericordioso de Dios en el sacramento de la Reconciliación, así como a revisar el tono de nuestra caridad y compromiso cristianos. La esperanza en el triunfo definitivo de Cristo nos ayudará a avivar nuestra fe en la vida eterna y a no perder la paz ante las insidias de los poderes de este mundo.

Así se fortalecerá también nuestra conciencia de misión y presencia en el mundo, para que todos puedan encontrarse con Cristo y para que el Amor de Dios, que nos salva, llegue a todos. Es en Jesucristo donde el hombre y la mujer descubren su verdadera imagen y dignidad, su verdadero destino y su pertenencia a un mundo nuevo que ha comenzado a edificarse en el presente. Cristo ha venido y viene para todos. Dejémonos encontrar por el Señor que viene; hagámosle presente en el mundo.

Con mi afecto y bendición,

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Cristo es Rey desde la Cruz

20 de noviembre de 2021/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Cartas, Cartas 2021/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

El año litúrgico llega a su fin. A lo largo del año hemos ido recorriendo los distintos acontecimientos del misterio de Cristo, el Ungido, el Hijo de Dios: el anuncio de su venida en Adviento, su nacimiento en Navidad, su presentación al mundo en Epifanía, su muerte y resurrección en Pascua, y la cadencia semanal del ciclo ordinario de cada domingo, la Pascua semanal. Este domingo, el último del año litúrgico celebramos la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo.

Jesús mismo se declara Rey ante Pilatos en el interrogatorio a que le sometió cuando se lo entregaron con la acusación de haber usurpado el título de ‘rey de los Judíos’. “Tu lo dices, yo soy rey”, contesta Jesús a Pilatos. “pero mi reino no es de este mundo”, le aclara (Jn 18 36-37). En efecto, el reino de Jesús nada tiene que ver con los reinos de este mundo. No busca poder ni pretende imponer su autoridad por la fuerza; no se apoya en ejércitos tradicionales o mediáticos, ni en la propaganda o en la compra de voluntades. Jesús no vino a dominar sobre pueblos ni territorios, sino a servir y entregar su vida para liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y de la muerte, para reconciliarlos con Dios, consigo mismo y con los demás, y con la creación entera.

Jesús es Rey porque ha venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”, dice Jesús (Jn 18, 37). La verdad que Cristo vino a testimoniar al mundo es que Dios es amor y misericordia. Jesús nos descubre la verdad más profunda del ser humano, del mundo y de la historia: la verdad de Dios para nosotros y la verdad de nosotros para Dios. Jesús nos muestra que venimos de Dios y de su amor, y que caminamos hacia Él, hacia la vida plena y eterna en su Amor; somos creados por su amor y para ser amados eternamente por Él; sólo Dios es capaz de llenar nuestro deseo amar y nuestra necesidad de ser amados, nuestro anhelo de felicidad y nuestra búsqueda de plenitud. Porque Jesús nos descubre la verdad más honda y universal de todo ser humano, todos los que la escuchan con buena voluntad, la acogen con fe y lo siguen.

Toda la existencia de Jesús, desde su encarnación a su muerte y resurrección, es relevación de Dios y de su amor. De esta verdad dio pleno testimonio con el sacrificio de su vida en el Calvario. La Cruz es el ‘trono’ desde el que manifiesta la sublime realeza de Dios-Amor: Jesús, el Hijo de Dios, ofreciéndose como expiación por el pecado del mundo, venció el dominio del ‘príncipe de este mundo’ e instauró definitivamente el reino de Dios. Desde este momento, la Cruz se transforma en fuerza de Salvación, en árbol de la Vida, en fuente del Amor, en motor del perdón y de la reconciliación.  Lo que era instrumento de muerte se convierte en signo de triunfo y en causa de la Vida. Este reino se manifestará plenamente al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y, por último, la muerte sean sometidos a Dios. 

Cristo Jesús reina desde el madero de la Cruz, dando su vida, sirviendo, perdonando, reconciliando, amando a los hombres hasta el extremo. En la Cruz, que unos prohíben y otros quieren retirar de espacios públicos, que unos mancillan y otros  reinterpretan para hacerla desaparecer de nuestra vista, está toda la Verdad, de la que Cristo es fiel testigo. En la Cruz, Cristo nos muestra cómo es Dios y cómo ama sin límite a los hombres, a pesar de haya quienes distribuyan libros para adoctrinar a nuestros adolescentes en todo lo contrario. En la Cruz reconocemos, de manera clara y sin complejos, el amor sin límites de Dios por los hombres. Ahí tenemos a Dios: el Señor crucificado, identificado con los que sufren; El no es un espectador de las humillaciones, escarnios e injusticias, sino que las sufre en su propia carne, que es también la nuestra.

La Cruz es el trono desde el que reina Cristo, es la señal clara de un amor que lo transforma y vivifica todo, que da sentido a todo. Cristo en la Cruz es el Sí definitivo e irrevocable de Dios al hombre. Es el núcleo y el motor de la experiencia cristiana y de toda vida cristiana, llamada a dejarse transformar por Dios, haciendo del amor, del perdón, de la misericordia, de la compasión y de la reconciliación, en definitiva de la caridad verdadera, la señal de identidad y el móvil de la existencia cristiana en todo. Por todo ello, la Cruz es un signo sagrado para todos los cristianos.

Cristo Rey no se impone a nadie por la fuerza; Cristo se ofrece a todos como la Verdad que hace libres, como la Esperanza que abre el futuro del verdadero progreso, como el Amor sin límites que todo lo renueva, y como la Vida plena y sin fin. Feliz Fiesta de Cristo Rey del Universo para todos.

Con mi afecto y bendición

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Los pobres están entre nosotros

13 de noviembre de 2021/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Cartas, Cartas 2021/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

Al final del Jubileo de la Misericordia en 2016, el Papa Francisco estableció que en toda la Iglesia se celebrara anualmente la Jornada Mundial de los Pobres. Era deseo del Santo Padre que “en todo el mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados”. Nos llama a volver la mirada a la esencia del Evangelio y a mostrar nuestra caridad con las personas más pobres como reflejo de nuestra fe en Cristo.

El lema de la Jornada de este año, el domingo 14 de noviembre, son las palabras de Jesús: “A los pobres los tenéis siempre con vosotros” (Mc 14,7). Jesús las pronunció en el contexto de una comida en Betania, en casa de un tal Simón, llamado “el leproso”, unos días antes de la Pascua. Una mujer entró con un frasco de alabastro lleno de un perfume muy valioso y lo derramó sobre la cabeza de Jesús. Alguno de los presentes, -Judas, según el evangelio de Juan (Jn 12,4)-, afeó este gesto como un derroche y dijo: “Se podía haber vendido por más de trescientos denarios para dárselo a los pobres”.  El propio Jesús responde con unas palabras que permiten captar el sentido profundo del gesto de esta mujer. Él dijo: “¡Dejadla! ¿Por qué la molestáis? Ha hecho una obra buena conmigo” (Mc 14,6).

“Jesús sabía que su muerte estaba cercana y vio en ese gesto la anticipación de la unción de su cuerpo sin vida antes de ser depuesto en el sepulcro. Esta visión va más allá de cualquier expectativa de los comensales. Jesús les recuerda que el primer pobre es Él, el más pobre entre los pobres, porque los representa a todos. Y es también en nombre de los pobres, de las personas solas, marginadas y discriminadas, que el Hijo de Dios aceptó el gesto de aquella mujer. En la expresión final, Jesús asoció a esta mujer a la gran misión evangelizadora: «“En verdad os digo que en cualquier parte del mundo donde se proclame el Evangelio se hablará de lo que esta acaba de hacer conmigo»” (Mc 14,9) (Francisco, Mensaje para la Jornada de 2021).

Hay un vínculo inseparable entre Jesús, los pobres y el anuncio del Evangelio. El rostro de Dios que Jesús revela es el de un Padre para los pobres y cercano a ellos: un Padre misericordioso, inagotable en su bondad y amor, que ofrece esperanza sobre todo a los más pobres y privados de futuro. Los pobres son además un signo concreto de la presencia de Jesús entre nosotros. Él mismo se identificó con cada uno de los pobres: con los hambrientos y los sedientos, con los forasteros y los enfermos, con los sin techo y los encarcelados. “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”, nos dice Jesús (Mt 25,40). Olvidarlo equivale a falsificar el Evangelio.

Por ello mismo podemos decir que los pobres de cualquier condición nos evangelizan, porque nos permiten redescubrir de manera siempre nueva los rasgos más genuinos del rostro del Padre. Ellos tienen mucho que enseñarnos. En sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos y en ellos nos dejemos encontrar por Jesús. La nueva evangelización es una invitación a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a compartir la vida con ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus hermanos y amigos, a escucharlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos.

También hoy los pobres están entre nosotros. Todos los días vemos sus caras marcadas por el hambre, el dolor, la marginación, la violencia, la droga, la soledad, la privación de la libertad y de la dignidad, la ignorancia y el analfabetismo, la falta de trabajo, el tráfico de personas, el exilio y la migración forzada. La pobreza tiene el rostro concreto de mujeres, hombres y niños explotados por la lógica perversa del poder y el dinero, por el egoísmo, por la injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia generalizada.

En el actual proceso de oración y de reflexión de nuestra Iglesia diocesana para discernir los caminos que Dios nos señala para anunciar hoy el Evangelio hemos de escuchar a quienes viven en situación de pobreza. Los pobres están y viven a nuestro lado. Jesús sale a nuestro encuentro en los pobres, y nos habla con su situación, sus palabras y sus sufrimientos. La opción por los pobres es prioritaria para los discípulos de Cristo. En ellos, la caridad cristiana encuentra su verificación, porque quien los ama con el amor de Cristo recibe fuerza para el anuncio del Evangelio.

Con mi afecto y bendición,

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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La Iglesia diocesana es nuestra gran familia

6 de noviembre de 2021/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Cartas, Cartas 2021/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

Un año más celebramos el Día de Iglesia diocesana. Esta Jornada quiere  ayudarnos a todos los católicos a tomar conciencia de nuestra pertenencia a una Iglesia diocesana, en nuestro caso a la Diócesis de Segorbe-Castellón, para conocerla, sentirla y amarla como propia, como nuestra gran familia. Esto suscitará nuestro compromiso efectivo en su vida, en su misión evangelizadora y en su sostenimiento económico.

Con frecuencia me encuentro con cristianos católicos, incluso practicantes, que desconocen qué es la Iglesia diocesana o que tienen una imagen distorsionada de la misma: se piensa que es un conjunto de organismos o servicios, o un territorio concreto; en cualquier caso, para muchos se trata de algo ajeno y lejano a ellos. Y, sin embargo, es todo lo contrario.

Nuestra Iglesia diocesana es una porción del Pueblo de Dios, extendido por todo el mundo. La formamos hombres y mujeres, bautizados, pero no es sólo ni principalmente una organización humana; su existencia no se debe a la decisión de unas personas que se han asociado por unas ideas o para conseguir unos fines religiosos. Nuestra Iglesia diocesana tiene su origen en Dios mismo, Uno y Trino. El Concilio Vaticano II afirma: “Quiso Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa” (LG 9). La Iglesia diocesana encuentra su origen en Dios; somos Su pueblo. El amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es la fuente de la que procede y el manantial permanente de nuestra Iglesia. La comunión de la Trinidad es el modelo de su unidad en la diversidad,  que hace de ella misterio de comunión para la misión. Tanto de la Iglesia universal como también de nuestra Iglesia diocesana hay que decir que son un verdadero don de Dios. La Iglesia es “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4).

Es necesario partir siempre de esta verdad para comprender qué es nuestra Iglesia diocesana, vivir con gratitud y alegría nuestra pertenencia a ella, y amarla e identificarse con ella. Por el bautismo somos incorporados a este Pueblo de Dios y pasamos a formar parte de una gran familia: la gran familia de los hijos de Dios. Al igual que ocurre en nuestra familia humana, ningún cristiano católico puede considerarse ajeno a la gran familia de la Iglesia diocesana: es nuestra iglesia, la iglesia de todos, nuestra familia y como tal la debemos conocer, amar y ayudar.

Esta porción del Pueblo de Dios, que es nuestra Iglesia diocesana, la formamos todos los católicos que vivimos en el territorio diocesano: Obispo, sacerdotes, diáconos, religiosas y religiosos y laicos. En ella se hace presente la única Iglesia de Cristo, se comunica la vida divina al hombre y experimentamos en nuestras vidas el misterio del amor de Dios; las parroquias y otros grupos son como células o miembros de la Iglesia diocesana, entroncadas en ella, en su vida y misión. En esta Iglesia nacemos a la fe, conocemos a Jesucristo, proclamamos y acogemos la Palabra de Dios y la celebramos con alegría en la liturgia; en ella vivimos la caridad con el prójimo. En ella actúa el amor de Dios como fermento y alma de la sociedad para que, descubriendo la verdad más profunda del ser humano, todo se vaya transformando y humanizando según Dios. Desde ella hemos de salir para llevar el Evangelio a todos, especialmente a aquellos que aún no han tenido la oportunidad de conocer a Cristo o que, conociéndolo, se han alejado de Él y de la comunidad eclesial.

Y, así como el amor de Dios Padre y la obra salvadora de su Hijo, Jesús, están destinados a todos, del mismo modo la Iglesia está con todos y al servicio de todos, especialmente de los más pobres y necesitados, de los cercanos y alejados, de los nativos y de los inmigrantes. Colaborar con nuestra Iglesia Diocesana es colaborar con el bien propio, con el de nuestra familia, con el de nuestros jóvenes y mayores, con el de los más necesitados en estos momentos de crisis, con el de una sociedad en la que vaya creciendo cada día la civilización del amor fraterno y solidario, donde el amor misericordioso de Dios se haga presente.

Nuestra Iglesia diocesana es lo que tú nos ayudas a ser, una gran familia contigo. Todos estamos llamados a participar de su vida y su misión allá donde nos encontremos. Todos estamos llamados a redoblar nuestra generosidad para que no nos falten los medios humanos y materiales para que el amor de Dios llegue a todos.  

Con mi afecto y bendición,

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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En el día de Todos los Santos

30 de octubre de 2021/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Cartas, Cartas 2021/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

La fiesta de todos los santos suscita cada año en los fieles cristianos un clima de alegría y de gratitud. En este día, la Iglesia nos invita a entonar un canto de gozosa acción de gracias a Dios por todos los santos, a venerarlos y compartir su gozo celestial.

Los santos no son un pequeño grupo de elegidos, sino “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9). Esa multitud la forman no sólo los santos reconocidos de forma oficial; la mayoría de ellos son personas desconocidas que, a la a luz de la fe, resplandecen como astros llenos de gloria en el firmamento de Dios. Son los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los mártires de nuestro tiempo. A todos los une haber encarnado en su vida terrenal las bienaventuranzas, bajo la acción y el impulso del Espíritu Santo.  

San Bernardo se pregunta en una homilía de este día: “¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra? Nuestros santos –dice- no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos” (Opera Omnia Cisterc. 5, 364). Este es el significado de este día: que el recuerdo y la contemplación del ejemplo de los santos, susciten en nosotros el gran deseo de ser, como ellos, felices por vivir para siempre junto a Dios, participando de su amor, de su luz y de su gloria, formando parte de la gran familia de los amigos de Dios.

Esta es la vocación de todos nosotros, que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a nuestra atención. Todos estamos llamados por Dios a la santidad, a la perfección del amor, a la felicidad plena que todo ser humano desea y busca en su corazón. Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? Para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Para ser santo es necesario, ante todo, escuchar a Jesús, acoger en él amor de Dios y seguirlo por el camino de las bienaventuranzas y de los mandamientos, del servicio y de la entrega de sí por amor a Dios y al prójimo, sin desalentarse ante las dificultades. “Si alguno me quiere servir -nos exhorta Jesús-, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará” (Jn 12, 26).

Quien se encuentra personalmente con Jesucristo y se deja amar por él, se fía de él  y lo sigue. Quien ama de verdad a Cristo en los hermanos, acepta darse y morir a sí mismo, como el grano de trigo sepultado en la tierra, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra la Vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo y de la entrega de sí mismo por amor.

Las biografías de los santos nos presentan a hombres y mujeres que han afrontado a veces grandes pruebas y sufrimientos, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, “han pasado por la gran tribulación y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero» (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios. Porque la verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de Dios.

La santidad pide un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios. Los santos, antes que héroes esforzados, son fruto de la gracia de Dios a los hombres.

Al celebrar a los santos, recordamos también a nuestros difuntos y oramos por todas las almas que están en camino hacia la plenitud de la vida. El Catecismo nos recuerda que los que mueren en gracia y amistad de Dios pero no perfectamente purificados, pasan después de su muerte por un proceso de purificación, para obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo (n. 1030). A la luz de Cristo y de su misterio pascual, podemos decir, esperar y confiar que ni siquiera la muerte puede hacer vana la esperanza y la oración del creyente. No podemos dejar de confiar en Dios “rico en misericordia” que nos ha pensado junto a Él para siempre. Oremos por los difuntos.

Con mi afecto y bendición,

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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“Cuenta lo que has visto y oído”

23 de octubre de 2021/0 Comentarios/en Cartas, Cartas 2021, De Misiones y Cooperación con las Iglesias, Noticias destacadas/por obsegorbecastellon

Queridos diocesanos:

Cada penúltimo domingo del mes de octubre celebramos con toda la Iglesia católica el Domingo Mundial de las Misiones, el Domund. Cada año, este día constituye una ocasión privilegiada para recordar, orar y ayudar con nuestra generosa aportación económica a todos los misioneros en los ‘países de misión’.

Pero esta Jornada nos ayuda a todos los cristianos a tomar conciencia de que el Señor nos llama a todos a ser sus discípulos misioneros, en todas partes, allá donde nos encontremos, también entre nosotros. Como Iglesia hemos sido convocados por Jesús para ser enviados a la misión; esta es nuestra razón de ser, nuestra dicha y nuestro gozo. Al despedirse de sus Apóstoles, Jesús les dijo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15). Estas palabras de Jesús, este envío y este mandato, valen para todos los bautizados de todos los tiempos. “La misión atañe a todos los cristianos” (Juan Pablo II, Redemptoris Missio, n. 2).

Los discípulos de Jesús “no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído” (Hech 4,20). Así respondieron Pedro y Juan ante el Sanedrín que les prohibió bajo amenazas predicar y enseñar en el nombre de Jesús. Es la respuesta de todo bautizado que quiere ser verdadero cristiano; es decir, discípulo misionero del Señor. Para sentir este ardor misionero, para salir a la misión y contar lo que hemos visto y oído, primero hay que experimentar el amor de Dios por toda la humanidad en el encuentro personal con Jesús, encarnado, muerto y resucitado. Es la experiencia que hicieron los primeros discípulos al ver a Jesús curar a los enfermos, dar de comer a los hambrientos, perdonar a los pecadores, invitar a las bienaventuranzas, enseñar de una manera nueva y con autoridad, entregar su vida hasta la muerte para el perdón de los pecados y resucitar para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Esta experiencia transforma el corazón de los discípulos, provoca su asombro y genera en ellos un ardor y una alegría expansiva y gratuita que nada ni nadie puede contener.

Andrés, después del encuentro con Jesús y haber pasado con Él toda la tarde junto con Juan, al salir se encuentra con su hermano Pedro y le dice lo que ha visto y oído: “Hemos encontrado al Mesías”, le dice; y lo llevo a Jesús (Jn 1,41). Quien hace la experiencia del encuentro con Jesús, el Mesías, quien en Jesus, la misericordia encarnada de Dios, se siente amado por Dios, no puede retenerlo para sí solo; se siente impulsado a contar lo que ha visto y oído, se siente llamado a llevar a otros al encuentro con Jesús y anunciarlo de palabra y por el testimonio de vida. Como Pedro y Juan, el discípulo misionero no se arredra ante la dificultad o la prohibición de anunciar a Cristo y de mostrar con su formar de ser y de actuar el amor de Dios a todos, en especial a los más pobres, enfermos y necesitados.

Nuestra Iglesia diocesana y cuantos la formamos nos estamos preparando para celebrar el Año Jubilar diocesano, que tiene como objetivo: crecer en comunión para salir juntos a la misión. Si acogemos de corazón este año de gracia de Dios, este Jubileo nos ayudará a ponernos con nuevo ardor y esperanza al servicio de la Evangelización. Recordar con gratitud en este día del Domund el testimonio de vida de los misioneros nos ayudan a renovar nuestro compromiso bautismal de ser apóstoles generosos y alegres del Evangelio. Recordemos especialmente a quienes fueron capaces de ponerse en camino, dejar su tierra y sus hogares para que el Evangelio pueda alcanzar a tantas personas sedientas de bendición. Renovemos nuestro recuerdo agradecido, nuestra oración sincera y nuestro compromiso solidario con tantos misioneros y misioneras, que, siguiendo la llamada del Señor, lo han dejado todo y entregan su existencia para que la Buena Nueva resuene en todos los continentes.

Son muchas y, en algunos casos, extremas las carencias y necesidades materiales de los misioneros en el cumplimiento de su tarea evangelizadora y promotora del desarrollo de las personas, en especial de los más pobres. Seamos generosos en la colecta del Domund. La pandemia del Covd-19 ha agravado la situación de pobreza y de marginación de los países más pobres. Hagamos un mayor esfuerzo en nuestra colaboración económica.

El Señor nos llama a anunciar y testimoniar el Evangelio; Él nos llama a compartir nuestros bienes y a hacerlo de modo especial con los más necesitados  desfavorecidos.

Con mi afecto y bendición,

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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