POR LA GRACIA DE DIOS Y DE LA SANTA SEDE APOSTÓLICA,
OBISPO DE SEGORBE-CASTELLÓN
Por el presente y a tenor de la normativa eclesial anuncio que el próximo día 12 de Octubre de 2010, Festividad de Nuestra Señora del Pilar, a las 18:00 de la tarde conferiré, D.m., en nuestra Santa Iglesia Catedral-Basílica de Segorbe el sagrado Orden del Presbiterado a aquellos candidatos, que reuniendo las condiciones de la normativa canónica y, después de haber cursado y superado los estudios eclesiásticos y haberse preparado humana y espiritualmente bajo la orientación y guía de sus formadores y la autoridad del Obispo, aspiren a la recepción de este Sacramento del Presbiterado.
Dichos candidatos deberán dirigir al Rector del Seminario Diocesano ‘Mater Dei’ la solicitud de recibir dicho Orden, acompañada de la documentación pertinente en cada caso, de conformidad con lo que establece el can. 1050 del CIC, a fin de comenzar en los plazos determinados por el derecho de la Iglesia las encuestas y, una vez realizadas las proclamas en las parroquias de origen y domicilio actual, otorgar, si procede, la autorización necesaria para que puedan recibir el sagrado Orden del Presbiterado.
El Sr. Rector me presentará, con la debida antelación, los informes recabados, y, una vez concluido el proceso informativo trasladará a nuestra Cancillería antes de la fecha de la administración del Sagrado Orden toda la documentación correspondiente a los efectos pertinentes.
Publíquese en el Boletín Oficial de este Obispado y envíese copia al citado Sr. Rector para su público e inmediato conocimiento.
Dado en Castellón de la Plana, a veinticuatro de julio de dos mil diez.
Los meses de verano se asocian normalmente a una actividad humana propia de nuestro tiempo: las vacaciones. La economía actual marca a las personas, en edad laboral y con salud, una clara distribución de su calendario en momentos de ocupación laboral y en momentos de descanso o vacación.
No olvidemos, sin embargo que no todo el mundo goza de vacaciones. Trabajadores en paro, enfermos, familias en economía de subsistencia, pensionistas humildes… son ejemplos de personas que no pueden tener vacaciones. Una cultura influida por la industria del ocio y del pasatiempo no debe olvidar a quienes viven estas situaciones. Tampoco conviene entender separados el trabajo y las vacaciones. Algo falla cuando se identifica el trabajo con una actividad que despersonaliza y las vacaciones con el deseo de evasión. Desde una comprensión correcta del ser del hombre, el trabajo es un ejercicio de sus facultades que le permiten ser creativo; y el verdadero descanso es saber escoger una actividad que sosiegue y humanice la vida.
Lo propio de las vacaciones es poder realizar otro tipo de actividad, como son las ‘actividades recreativas’, destinadas a recomponer el espíritu humano mediante el descanso, la lectura, el conocimiento de otras gentes y culturas, el cultivo de las relaciones de familia, la amistad compartida o la contemplación de la naturaleza.
Entre esas actividades, una de las más frecuentes es el turismo: viajar a otros lugares para conocer otras regiones y otros pueblos. La experiencia humana corrobora que abandonar el lugar habitual y abrirse a nuevos territorios tiene algo de purificación de la mirada, ya que nos permite recuperar la admiración por las cosas y reconocer, reconciliados con nosotros mismos, nuestra propia pequeñez e indigencia. El turismo puede repercutir para bien en las culturas y los pueblos. En vez de encerrarnos en nuestra propia cultura, estamos llamados, hoy más que nunca, a abrirnos a los otros pueblos, dejándonos confrontar con modos de pensar y de vivir diversos. El turismo es una ocasión favorable para el diálogo entre las civilizaciones, porque promueve el conocimiento de las riquezas específicas que distinguen a una civilización de otra, favorece una memoria viva de la historia y de sus tradiciones sociales, religiosas y espirituales, y una profundización recíproca de las riquezas en la humanidad.
Las vacaciones son finalmente una oportunidad para humanizarse de manera más gratuita, contemplativa y profunda. Es un tiempo propicio para la reflexión y la búsqueda de respuestas a los grandes interrogantes de nuestra existencia: ¿quién soy, de dónde vengo, por qué vivo, para quién vivo? Para ello hemos de propiciar los momentos de silencio exterior e interior. Es ahí y sobre todo en el silencio interior, donde uno se encuentra consigo mismo y se llega a percibir la voz de Dios, capaz de orientar nuestra vida. Vivimos en una sociedad en la que cada espacio, cada momento parece que tenga que ‘llenarse’ de actividades, de sonidos y de ruidos; a menudo no hay tiempo siquiera para escuchar y dialogar. Sólo desde el silencio fuera y dentro de nosotros, seremos capaces de percibir la voz de Dios, pero también la voz de quien está a nuestro lado, la voz de los demás.
Para todos, mi deseo sincero de unas vacaciones felices
El evangelio de este domingo presenta a Jesús camino de Jerusalén, donde concluirá su vida terrena y su misión salvadora. También nosotros vamos de camino por la vida. Pero, ¿hacia dónde? En este contexto, un letrado le pregunta a Jesús: ¿Qué hacer para alcanzar la vida eterna, la vida plena y feliz? En verdad, el letrado no quiere hacer una pregunta a Jesús sino ponerle una trampa. Por eso Jesús no le responde, sino que le pregunta: ¿qué está escrito en la ley? Y el letrado le responde: amarás al Señor, tu Dios, y al prójimo como a ti mismo. Pues eso es lo que hay que hacer, sentencia Jesús.
El letrado insiste en el debate: ¿quién es mi prójimo? Su pregunta por el prójimo es un pretexto retórico para seguir su debate. Jesús recurre entonces a una parábola, la del buen samaritano. Allí no se teoriza sobre el prójimo, no se hacen cábalas sobre la proximidad. El prójimo es todo el que está a nuestro lado, todo el que va de viaje con nosotros y como nosotros, porque todos somos caminantes, peregrinos, y vamos a la misma meta, aunque no lo sepamos ni lo queramos saber. Hasta entonces el prójimo eran los conciudadanos; ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y al que yo pueda ayudar. Aquí “se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto”, enseña Benedicto XVI. Pero, aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora.
En la parábola de Jesús no se habla del prójimo, pero se ve quién es, como se ve también cuántos hay que no saben comportarse como tales. Un hombre iba de camino de Jerusalén a Jericó y fue asaltado, maltratado y robado, quedando medio muerto en la cuneta. Este hombre no tiene nombre ni nacionalidad, porque ese hombre es todo ser humano. Hay muchos, demasiados hombres en la cuneta: pobres, parados, marginados, drogadictos, alcohólicos, concebidos no nacidos, mujeres presionadas para abortar, matrimonios rotos… tantos y tantos hombres arrojados en la cuneta. Nos hemos empeñado en convertir la vida en una competición donde rija la ley del más fuerte. De ahí que el individualismo, el egoísmo, la autonomía absoluta ante Dios y ante los demás y la insolidaridad presidan la vida y ahora también las leyes. Cada cual va a lo suyo.
Aquel hombre fue asaltado por unos bandidos. La pobreza material y espiritual nunca es una fatalidad, es siempre el resultado de la rapiña de otros. Con frecuencia su actividad está civilizada y legalizada por las sociedades ‘progresistas y avanzadas’ y sabe cubrir las apariencias. Son los explotadores, ambiciosos, desalmados y desaprensivos que juegan con las necesidades humanas para hacer sus ‘negocios’. Jesús denuncia a todos los bandidos que maltratan y explotan al hombre, a la mujer, al extranjero, a los niños, a los parados, a los que están en extrema necesidad, dispuestos a pasar por todo. Pero denuncia también a los sacerdotes y a los levitas, que buscan coartadas para encogerse de hombros ante la miseria y necesidades de los otros. Jesús denuncia también a los que separan el amor a Dios y el amor al prójimo.
Sólo el buen samaritano supo atender al herido, se preocupó de su pròjimo. Para llegar a Dios necesitamos pararnos en el camino junto al prójimo: allí está Dios. Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios, la meta de nuestro camino.
Cada primer domingo de julio celebramos la Jornada de Responsabilidad en el Tráfico. Es una invitación a fijar nuestra atención en el significado y la importancia de la conducción, así como en la urgente necesidad de esmerar nuestra prudencia.
La conducción se ha convertido en un hecho habitual en nuestra vida cotidiana.
Los desplazamientos de un lugar a otro tan frecuentes y tan propios de la vida moderna son expresión de la vida como viaje y como camino. En estos días del verano, millones de personas se desplazan de un lugar a otro para iniciar sus vacaciones o regresar de ellas; no olvidemos tampoco a los millones que diariamente lo hacen por motivos laborales y sociales. Cuando nos ponemos en camino, tenemos la esperanza de llegar felizmente a nuestros destinos. Pero esto, por desgracia, no siempre sucede así.
Es cierto que en una sola década el número total de accidentes y de víctimas mortales ha descendido notablemente. Con todo, es preciso seguir redoblando los esfuerzos, por parte de cada uno y desde todas las instancias públicas y privadas, para seguir reduciendo dichas cifras hasta donde sea posible. Salvar una sola vida humana bien merece la pena.
No olvidemos que conducir quiere decir ‘convivir’. Esto pide de todos los implicados hacer que la carretera sea más humana. El automovilista, al volante, no está nunca solo, aunque no haya nadie a su lado. Conducir un vehículo es, en el fondo, una manera de relacionarse, de acercarse y de integrarse en una comunidad de personas. Esto supone, sobre todo en el conductor, ser dueño de sí mismo, la prudencia, la cortesía, un espíritu de servicio adecuado, el conocimiento de las normas del código de circulación, y también estar dispuesto a prestar una ayuda desinteresada a los que la necesitan, dando ejemplo de caridad.
Conducir quiere decir también controlarse y dominarse, no dejarse llevar por los impulsos. Hemos de cultivar esta capacidad personal de control y dominio tanto en lo que afecta a la psicología del conductor cuanto para evitar los gravísimos daños que se pueden causar a la vida y a la integridad de las personas y de los bienes, en caso de accidente.
El conductor, cuando sale en automóvil, debe ser consciente, sin fobias, de que en cualquier momento podría suceder un accidente. La actitud al volante debería ser la de una gran atención. La mayor parte de los accidentes es provocada, precisamente, por la imprudencia. Por eso la prudencia es una de las virtudes más necesarias e importantes en relación con la circulación. Esta virtud exige un margen adecuado de precauciones para afrontar los imprevistos que se pueden presentar en cualquier ocasión. Desde luego, no se comporta según la prudencia el que se distrae, al volante, con el móvil, el que conduce a una velocidad excesiva o el que descuida el mantenimiento de vehículo.
El Papa Benedicto XVI ha recordado “el deber para todos de la prudencia en la guía y en el respeto de las normas del código vial. ¡Unas buenas vacaciones comienzan precisamente por esto!”. Redoblemos nuestros esfuerzos y nuestro sentido de responsabilidad como conductores también como peatones.
El domingo 27 de junio, dos días antes de la festividad de San Pedro y San Pablo por ser el día 29 laborable en nuestra Comunidad Autónoma, celebramos el Día del Papa y la colecta llamada desde los primeros siglos Óbolo de San Pedro. En esta Jornada estamos invitados a meditar en el ministerio del Sucesor de Pedro, a orar por él y a contribuir con nuestros donativos a su misión evangelizadora y de caridad.
El ministerio de Pedro y de su sucesor, el Papa, es decir, su función exclusiva y su servicio específico en la Iglesia procede de la voluntad de Cristo que encomendó a San Pedro y sus sucesores que fueran el instrumento a través del cual el Espíritu Santo, construye la unidad de la Iglesia. El ministerio de Pedro y de su sucesor, el Papa, aglutina desde su presidencia a los obispos de las Iglesias particulares y constituye la unidad visible de la Iglesia. En función de la unidad de la Iglesia, obrada internamente por el Espíritu, instituyó Jesucristo el ministerio de San Pedro cuando le otorgó el poder de las llaves y le confirió el mandato de apacentar desde la fe y el amor a los corderos y a las ovejas de su rebaño (cf. Mt 16,18-19; Jn 21, 15-17).
En los últimos tiempos la misión del Papa se ha hecho particularmente difícil. Los últimos Papas están siendo “bandera discutida” de un gran combate, como lo es Cristo. Los odios, los rechazos, los resentimientos y las protestas en cualquier lugar de la Iglesia descargan sobre él. En la primera hora de la Iglesia, cuando Pedro estaba en la cárcel, toda la comunidad oraba por él. Hoy toda la Iglesia hemos de orar por quien ocupa su lugar, es decir, por el Papa. Hemos de esta muy cerca del Papa Benedicto XVI, con nuestra oración y con nuestra comunión efectiva y afectiva. Hay unas palabras de Jesús que desvelan todo el peso del servicio de Pedro y de sus sucesores: “¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc 22,31). Hoy el Papa se ha convertido en bandera en torno a la cual se libra un combate decisivo; en juego está el mismo cristianismo.
La persona y el ministerio del Papa Benedicto XVI han de suscitar en nosotros una actitud de escucha y de acogida. Su palabra, como heraldo del Evangelio, es una palabra que nos confirma en la fe y renueva nuestra esperanza. Hoy recordamos al Santo Padre con afecto filial y con agradecimiento por el ejemplo claro y limpio de entrega total, recta y desinteresada, al servicio de la Iglesia y de la humanidad entera, sin regatear sacrificios ni rehuir sufrimientos en el cumplimiento de su ministerio. El Papa Benedicto XVI está prestando un servicio fundamental, necesario e insustituible.
Por todo ello, junto con nuestra oración y agradecimiento, en esta Jornada estamos llamados a colaborar con nuestros donativos al llamado ‘Óbolo de San Pedro’. Con la colecta, que se realizará en las Misas del domingo 27 de junio, ayudamos al Santo Padre, para que pueda realizar su misión en favor de la Iglesia Universal y de los más pobres de la tierra. Os pido un año más la generosa colaboración económica de todos los diocesanos, para que el Santo Padre pueda cumplir su ministerio. Que el Señor os lo premie y que vuestro comportamiento exprese el cariño, la obediencia y el amor que sentís por el Papa.
A finales de este mes de junio tendrá lugar la peregrinación anual de nuestra Hospitalidad Diocesana de Lourdes al Santuario de la Virgen en esta ciudad francesa. Este año va a estar dedicada a la “señal de la Cruz”. Poder descubrir de manos de María como Bernadita el significado de la señal de la Cruz de manos de María para hacerla bien y hacerla con fe y devoción es algo providencial, máxime ante los conocidos los intentos de quitar el signo de la Cruz de todo espacio público.
La Cruz es un signo que pertenece a nuestra cultura occidental, con raíces claramente cristianas. Pero es ante todo es un signo religioso, lo que no quiere decir que deba quedar relegado al ámbito privado.
La Cruz es el signo de identidad de los cristianos y, a la vez, signo del amor universal de Dios hacia todos. La cruz, en si misma, es un poste y un travesaño a los que los romanos ataban a los condenados, con los brazos abiertos, con el fin de hacerles sufrir hasta la muerte. La cruz representa pues lo más negativo de la experiencia humana: la violencia, el sufrimiento y la muerte. Pero Dios la escogió precisamente para manifestar su Amor al género humano. Así, Jesucristo, Dios y hombre, por amor entregado hasta el final no solo asumió lo peor del sufrimiento humano y lo más indigno de la muerte, sino que Él lo convirtió en el lugar de encuentro de Dios con el hombre, del triunfo de la Vida sobre el pecado y la muerte al ser resucitado por Dios a la vida gloriosa.
La Cruz de Cristo es cruz gloriosa. Si en vida nos unimos a ella, las cruces de la vida serán vencidas por Cristo crucificado, ahora resucitado. Para ello hay que dar antes un giro y reorientar la vida en la dirección de Cristo, que nos mira e invita a ir con El. Es necesario que Cristo cambie nuestra manera de pensar, de sentir y de amar. La Cruz es cruz gloriosa y da la certeza en vida, de que esperamos la aurora de una vida interminable. La Cruz significa cercanía y certeza moral de salvación con Cristo El y del Amor de Dios hacia todos.
Al recibir la señal de la Cruz en la frente, el bautizado recibe la clave de toda su vida. En adelante, unido al Señor, su existencia puede ser una pascua, es decir, un paso de su realidad, marcada por la miseria, el pecado y la muerte, a la realidad de Cristo. Desde el bautismo hasta el último suspiro, la vida de todos los bautizados está puesta bajo la señal de la Cruz. Al hacerla “en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”, manifestamos que somos objeto del Amor de Dios y que, por su Amor, debemos superar todas nuestras miserias.
Por ello hemos de aprender a hacer la señal de la Cruz, a hacerla bien, a hacerla lentamente y con atención, en privado o en público, sin miedo ni vergüenza a manifestar lo que somos. Al decir las palabras -“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”- nos comprometemos a obrar en el nombre del Padre que nos ha creado, en el nombre del Hijo que nos ha redimido y en el nombre del Espíritu Santo que nos santifica.
Este signo es la señal de la consagración de toda la persona: al tocar mi frente, ofrezco a Dios todos mis pensamientos; al tocar mi pecho, consagro a Dios todos los sentimientos de mi corazón; al tocar mi hombro izquierdo, le ofrezco todas mis penas y preocupaciones; y, al tocar mi hombro derecho, le consagro mis acciones. La señal de la Cruz es en sí misma fuente de grandes gracias. Es una bendición: pues somos bendecidos por el mismo Dios.
El pasado viernes, Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, hemos clausurado el Año especial Sacerdotal, convocado por el Papa Benedicto XVI con motivo del 150º Aniversario de la muerte a esta vida del santo Cura de Ars, San Juan María Vianey.
Han sido abundantes las gracias, que Dios ha derramado sobre nosotros en este año jalonado con actos de oración y celebraciones litúrgicas de la Eucaristía y de la Penitencia, con encuentros sacerdotales, la peregrinación diocesana a Ars o la participación en actos en Roma.
Este tiempo ha ofrecido una ayuda muy eficaz a todos los sacerdotes en nuestra necesaria renovación interior de modo que nuestro testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo. Durante este tiempo de gracia, fieles y comunidades hemos orado con intensidad y constancia a Dios por la santificación de los sacerdotes, de la cual depende también la eficacia de su ministerio. La presencia habitual de esta intención en nuestras comunidades ha ayudado a valorar la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea. Por todo ello damos gracias a Dios.
El Año sacerdotal ha concluido, pero los objetivos que con él se pretendían siguen siendo de enorme actualidad. Son un legado permanente de este año y una tarea cotidiana para todos: sacerdotes y fieles. En estos momentos recios es necesario que los sacerdotes nos dejemos renovar interiormente día a día por la gracia de Dios, que profundicemos nuestra vida espiritual mediante la oración intensa, la celebración de la Eucaristía, la recepción de la Penitencia y el ejercicio diario de la caridad pastoral: en una palabra, que tendamos hacia la santidad de vida en la entrega generosa y fiel a la vocación y ministerio recibidos. Sólo si somos hombres de Dios, podremos ser servidores de los hombres. Lo que más cuenta es centrar nuestra vida y nuestra actividad en un amor fiel a Cristo y a la Iglesia, que suscite en nosotros una acogedora solicitud pastoral con respecto a todos.
Para realizar fielmente esta tarea, los sacerdotes hemos de vivir centrados en el Señor Jesús; es decir, hemos de esforzarnos por ser pastores según el corazón de Cristo, manteniendo con él un coloquio diario e íntimo. La unión con Jesús es el secreto del auténtico éxito del ministerio y de la fidelidad siempre fresca de todo sacerdote. La comunión y la amistad con Cristo aseguran la serenidad y la paz también en los momentos más complejos y difíciles.
Sabemos que en nuestro camino no estamos solos. Contamos con la compañía y amistad fiel de Cristo, que nunca abandona, y de la Virgen, Madre de los sacerdotes. Pero también contamos con la cercanía humana y con la oración sincera de muchos fieles, que aprecian la persona y el ministerio de sus sacerdotes.
“Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”, decía el santo Cura de Ars. Orar por la santificación de nuestros sacerdotes y para que el Señor suscite entre nosotros vocaciones al sacerdocio, para que nos siga dando “pastores según su Corazón”, es lo que nos pide la hora presente de nuestra Iglesia y de nuestra sociedad.
S.I. Concatedral de Castellón, 11 de junio de 2010
(Ez 34,11-16; Sal 22; Rom 5,5b-11; Lc 15,3-7)
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Queridos sacerdotes y hermanos todos en el Señor:
El Señor nos convoca esta mañana en la Solemnidad de su Sagrado Corazón, para clausurar el Año especial Sacerdotal, convocado por el Papa Benedicto XVI con motivo del 150º Aniversario de la muerte a esta vida del santo Cura de Ars, San Juan María Vianey. Abundantes han sido las gracias, que Dios ha derramado sobre todos nosotros en este año jalonado con actos de oración y con celebraciones litúrgicas de la Eucaristía, con encuentros sacerdotales de formación y de acción de gracias, con la peregrinación diocesana a Ars hasta los restos del Santo de Ars, el encuentro interdiocesano en Valencia o la participación de algunos de nuestros sacerdotes en congresos y otros actos en Roma.
Si, hermanos. Dios nos ha ofrecido un año de gracia. Este año ha sido una bendición de Dios, un tiempo propicio otorgado a todos los sacerdotes para nuestra necesaria renovación interior de modo que nuestro testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo. Durante este tiempo de gracia, fieles y comunidades hemos orado con intensidad y constancia a Dios por la santificación de los sacerdotes, de la cual depende también y en gran medida la eficacia de nuestro ministerio; la presencia habitual de esta intención en nuestras comunidades ha ayudado a valorar la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea y a apreciar el don del propio sacerdote para la propia parroquia, a querer a cada sacerdote de vosotros.
En el futuro constataremos los frutos de la deseada renovación: la fuerza del Espíritu Santo renovador y santificador, impetrada con tanta oración y ayuno en tantos lugares y por tantas personas, no será vana si se muestra en un testimonio sacerdotal vigoroso y gozoso, renovado y evangélico, que contribuya a la tan necesaria renovación de la humanidad de nuestro tiempo. Por todo ello damos gracias a Dios: por este año, por esta bendición y por todas las gracias recibidas
Este Año sacerdotal se ha celebrado en medio de una tormenta mediática mundial, en la que se ha manifestado la debilidad de algunos sacerdotes; pero esto no puede ofuscar ni mucho menos la fidelidad evangélica y la entrega generosa de la inmensa mayoría de los sacerdotes y, sobre todo, el reconocimiento del inmenso don que representan los sacerdotes, que sois cada uno de vosotros. Cada presbítero somos presencia sacramental de Cristo, sacerdote y Buen Pastor de nuestra vida.
Cada uno somos un don de Dios a los hombres y les ofrecemos a Cristo en persona que es el Camino, la Verdad y la Vida, la Luz que ilumina nuestros pasos, el Amor que no tiene límites y Amor que ama hasta el final. Los sacerdotes nos anuncian y nos ofrecen el buen alimento de su Palabra, que es Vida, fuerza de salvación para quienes creen, buena Noticia que llena de esperanza; los sacerdotes nos conceden de parte de Dios el perdón y la gracia de la reconciliación. En particular, los sacerdotes nos dan a Dios, sin el cual no podemos nada y no podemos esperar nada. Son gesto y señal del amor irrevocable de Dios, que no abandona a los hombres.
Los sacerdotes no somos sólo algo ‘conveniente’ para que la Iglesia funcione bien; más bien hay que decir y reconocer que los sacerdotes somos necesarios simplemente para que la Iglesia exista: porque somos ministros de la Eucaristía, sin la cual no hay Iglesia. Demos gracias a Dios por cada uno de nuestros sacerdotes, que desempeñan su propia tarea y servicio pastoral en las ciudades y pueblos, y que con frecuencia tienen la sensación de ser olvidados y estar aislados, de no saber qué hacer, pero que muestran siempre que Dios se encuentra en lo que es pequeño y en lo que no cuenta a los ojos del mundo.
El Año sacerdotal ha concluido, pero los objetivos que con él se pretendían siguen siendo de enorme actualidad. Son un legado permanente de este año, que se convierten hoy en tarea permanente y cotidiana para todos: sacerdotes y fieles. En este día centramos nuestra mirada en el Corazón de Cristo, en el Sagrado Corazón de Jesús, fuente inagotable del amor de Dios que “ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5b). El Corazón de Jesús es la hoguera inagotable donde podemos obtener amor y misericordia para testimoniar y difundir entre todos los miembros del Pueblo de Dios y para toda la humanidad. En esta fuente debemos beber ante todo nosotros, los sacerdotes, para poder comunicar a los demás la ternura divina al desempeñar los diversos ministerios que la Providencia nos confía.
En estos momentos recios es necesario que los sacerdotes nos dejemos renovar interiormente día a día por la gracia de Dios: en una palabra, que tendamos hacia la santidad de vida en la entrega generosa y fiel a la vocación y ministerio que cada uno hemos recibido. Sólo si somos hombres de Dios, podremos ser servidores de los hombres y de la Iglesia. Los sacerdotes estamos llamados a ser como Cristo. Debemos ser santos. La santidad sacerdotal no es un imperativo exterior, es la exigencia de lo que somos. Sin la santidad sacerdotal, sin una vida espiritual profunda, alimentada día a día y vivida con ardor pastoral en el ejercicio de nuestro ministerio, todo se derrumba.
Lo que más cuenta es centrar nuestra vida y nuestra actividad en un amor fiel a Cristo y a la Iglesia, que suscite en nosotros una acogedora solicitud pastoral con respecto a todos. Para realizar fielmente esta tarea hemos estar y vivir centrados en el Señor Jesús; es decir, hemos de esforzarnos por ser pastores según el corazón de Cristo, manteniendo con él un coloquio diario e íntimo, dejándonos modelar por Él y por su corazón de pastor. La unión con Jesús es el secreto del auténtico éxito del ministerio y de la fidelidad siempre fresca de todo sacerdote.
Si en el centro de nuestro sacerdocio está el mismo Cristo, en los sacerdotes no habrá lugar para una vida mediocre. No dejemos lugar a una vida mediocre y tibia nunca y mucho menos en el momento actual, en el que es tan necesario mostrar la identidad de lo que somos y dar así razón de la esperanza que nos anima. Como Cristo, el Buen pastor, estamos llamados a buscar a la oveja perdida (cf. Lc 15, 3-7), a vendar a las heridas, curar a las enfermas y guardar y apacentar como es debido a las fuertes (Ez 34,16).
La humanidad actual a menudo corre el riesgo de perder el sentido de la existencia; cierta cultura contemporánea pone en duda todos los valores absolutos e incluso la posibilidad de conocer la verdad y el bien. Por eso, es necesario testimoniar la presencia de Dios, de un Dios que comprenda al hombre y sepa hablar a su corazón. Nuestra tarea consistirá precisamente en proclamar con nuestro modo de vivir, antes que con nuestras palabras, el anuncio gozoso y consolador del Evangelio del amor en ambientes a veces muy alejados de la experiencia cristiana.
Por tanto, seamos cada día oyentes dóciles de la Palabra de Dios, vivamos en ella y de ella, para hacerla presente en nuestra acción sacerdotal. Anunciemos la Verdad, que es Cristo mismo. Que la oración, la meditación y la escucha de la palabra de Dios sean nuestro pan de cada día. Si crece en nosotros la comunión con Jesús, si vivimos de él y no sólo para él, irradiaremos su amor y su alegría en nuestro entorno.
Junto con la escucha diaria de la palabra de Dios, la celebración de la Eucaristía ha de ser el corazón y el centro de todas nuestras jornadas y de todo nuestro ministerio. El sacerdote, como todo bautizado, vive de la comunión eucarística con el Señor. No podemos acercarnos diariamente al Señor, y pronunciar las maravillosas palabras: “Esto es mi cuerpo” y “Esta es mi sangre»; no podemos tomar en nuestras manos el Cuerpo y la Sangre del Señor, sin dejarnos aferrar por él, sin dejarnos conquistar por su fascinación, sin permitir que su amor infinito nos cambie interiormente.
La Eucaristía ha de llegar a ser para nosotros escuela de vida, en la que el sacrificio de Jesús en la Cruz nos enseñe a hacer de nosotros mismos un don total a los hermanos. La comunión y la amistad con Cristo aseguran la serenidad y la paz también en los momentos más complejos y difíciles.
Queridos sacerdotes: Bien sabemos que en nuestro camino no estamos solos. Contamos con la compañía y amistad fiel de Cristo, que nunca abandona. Nos lo recuerda su presencia real y permanente en el Sagrario, en la Eucaristía. La fidelidad de Cristo es aliento para nuestra fidelidad a Él, al don u misterio recibido, a todos los hermanos, a nuestra Iglesia y toda la humanidad. Contamos con la protección, el aliento y la guía de la Virgen María, Madre de todos los sacerdotes. En nuestro camino contamos también con la cercanía humana y con la oración sincera de muchos fieles, que aprecian la persona y el ministerio de sus sacerdotes. “Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”, decía el santo Cura de Ars.
Hermanos y hermanas: A vosotros os pido que queráis y améis a los sacerdotes, que sepáis apreciarlos y acompañarlos; y, si es preciso, saber perdonarlos. Oremos por todos ellos a Dios; y oremos también para que el Señor siga suscitando entre nosotros vocaciones al sacerdocio, para que nos siga dando “pastores según su Corazón”.
POR LA GRACIA DE DIOS Y DE LA SANTA SEDE APOSTÓLICA,
OBISPO DE SEGORBE-CASTELLÓN
La legislación de la Iglesia deja libertad para la constitución del Consejo Diocesano de Pastoral (cf. c. 515 CIC). No obstante esta libertad disciplinar, es bueno su constitución, dado el Consejo Diocesano de Pastoral expresa la participación institucionalizada de todos los fieles, de cualquier estado canónico, en la misión de la Iglesia (cf. Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos “Apostolorum sucesores” de la Congregación para los Obispos n. 184.) Con el deseo de favorecer esta participación de todos los fieles en la misión evangelizadora de nuestra Iglesia diocesana en orden a incrementar la comunión de los hombres con Dios y, en Él, la comunión de los hombres entre sí, una vez revisados y aprobados los Estatutos del Consejo Diocesano de Pastoral mediante decreto de veintidós de marzo del presente año y transcurrido el tiempo establecido para la elección de los miembros elegidos y después de haber realizado las consultas pertinentes para nombrar los miembros de libre designación; por el presente venimos en nombrar y
NOMBRAMOS a los Miembros del Consejo Diocesano de Pastoral Presbiteral Diocesano de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón, que, bajo nuestra presidencia, queda constituido como sigue:
MIEMBROS NATOS:
Ilmo. Sr. D. Miguel Simón Ferrandis, Vicario General.
Ilmo. Sr. D. Javier Aparici Renau, Vicario Episcopal de Pastoral.
Ilmo. Sr. D. Pedro Saborit Badenes, Deán del Cabildo Catedral.
Ilmo. Sr. D. José Burgos Casares, Deán del Cabildo Concatedral.
Rvdo. D. Miguel Abril Agost, Rector del Seminario “Mater Dei”.
Rvdo. D. Eduardo Zapata González, Rector del Seminario “Redemptoris Mater”.
Hna. María Sancho Monteagudo, Presidenta de CONFER diocesana.
MIEMBROS ELEGIDOS:
Por los Sacerdotes de las Zonas pastorales:
Rvdo. D. Víctor Artero Barberá, Plana Alta.
Rvdo. D. José Francisco Pastor Teruel, Plana Baja.
Rvdo. D. Juan Manuel Gallent Olivares, Palencia.
Rvdo. D. Manuel Martín Nebot, Maestrazgo.
Por los Religiosos:
Valero Jiménez Hinarejos, O.C.D.
José Navarro Rodríguez, O.M.D.
Por los Diáconos permanentes:
Manuel Martínez Chordá.
Por los Arciprestazgos:
Dña. Rosario Montalbán Gil, Arciprestazgo de Segorbe.
Dña. María José Flor Pérez, Arciprestazgo de Jérica.
D, Jean Carlos Valladares Vargas, Arciprestazgo Castellón-Norte.
Carlos María Asensi Arnau, Arciprestazgo de Castellón-Sur.
Miguel Renau Clausell, Arciprestazgo de Almazora.
Vicente Enguídanos Garrido, Arciprestazgo de la Costa.
Dña. Sari Lucas Miralles, Arciprestazgo de Nules.
Juan Contreras Martínez, Arciprestazgo de Onda.
Dña. Amparo Valiente Simón, Arciprestazgo de la Vall d’Uxó.
Dña. Conchín Soler Doñate, Arciprestazgo de Villarreal.
Eugenio Cristian Ramos Aragón, Arciprestazgo de Plá de l’Arc.
Jesús Fernández Miravet, Arciprestazgo de Alcora.
Por las Religiosas de Vida Activa:
Hna. Josefa Gómez Botía (Hna. de la Consolación), Pastoral de la Educación,
Hna. Myriam Reynoso Flores (Sierva de Jesús), Pastoral de la Salud,
Hna. Rosario Antoñana Carlos de Vergara (Hija de la Caridad), Pastoral de Acción caritativa y Social
Dña. Dolors García Falques, por Cáritas Diocesana.
Dña. Elena Borrajo, por Apostolado Seglar.
Dña. Caridad Fernández Soto, por Pastoral Familiar y de la Vida.
Dña. María Ángeles Pellicer Sotomayor, por Asociaciones de Espiritualidad y nuevas Comunidades.
Dña. María Teresa Bel Adell, por Pastoral de la Salud.
MIEMBROS DE LIBRE DESIGNACIÓN
Pascual Luis Segura Moreno, Secretario de la Junta Diocesana de Cofradías.
Dña. Julia Aymerich Miralles, Catequista.
Dña. Susana Espiga Donis, Profesora de religión.
Felipe Bonache Guinot, de Onda.
Vicente García Planelles, de Comunidades Neocatecumenales.
Dña. Esencia Huerga Monrós, de Vida Ascendente.
Confiamos al Señor, el Buen Pastor, y a la Virgen de la Cueva Santa que todos los consejeros ejerzan su tarea en bien de la comunión, vida y misión de nuestra Iglesia Diocesana. Comuníquese a todos los interesados y publíquese en el Boletín Oficial del Obispado.
Dado en Castellón de la Plana, a diez de junio del Año del Señor de dos mil diez.
En el centro de la fiesta del Corpus Christi está el Sacramento de la Eucaristía, en el que Cristo Jesús nos ha dejado el memorial de su entrega total por amor en la Cruz. El mismo se nos ofrece como la comida que da la Vida y se ha quedado permanentemente presente entre nosotros para que, en adoración, contemplemos y acojamos su amor supremo y, a la vez, alimentemos nuestro amor fraterno.
La Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia y de todo cristiano. Sin la celebración eucarística no habría Iglesia; y sin la participación plena en ella, la vida de todo cristiano languidece, se apaga y muere. En la Eucaristía, el Señor mismo nos invita a su mesa y nos sirve, y sobre todo, nos da su amor hasta el extremo de ser Él mismo el que se nos da en el pan partido y repartido. La comunión del Cuerpo de Cristo une a los cristianos con el Señor, y crea y recrea la nueva fraternidad que no admite distinción de personas, que no conoce fronteras ni es excluyente.
La Eucaristía tiene unas exigencias concretas para el vivir cotidiano, tanto de la comunidad eclesial como de los cristianos. La Iglesia, cada comunidad eclesial y cada cristiano que comulga están llamados a ser testigos comprometidos del amor de Cristo, del que participan, para que este amor llegue a todos, pues a todos está destinado.
Por ello, en la Fiesta del Corpus celebramos el Día de la Caridad. El mandamiento nuevo tiene su fuente y su urgencia en la Eucaristía, en su celebración y en la participación en ella. No podemos comulgar con conciencia limpia si no hemos reconocido y acogido a Jesús en el hermano o si lo hemos excluido (cf. Mt 25). A la vez, quien en la comunión comparte el amor de Cristo es enviado a ser su testigo compartiendo su pan y su vida con el hermano necesitado.
La urgencia de una caridad efectiva y comprometida, y más, si cabe, en estos tiempos en que cada día más familias no tienen qué comer, pide que nos esforcemos aún más en nuestra preocupación y compromiso por todos los necesitados en nuestras comunidades. La caridad no puede faltar en la vida y misión de las parroquias, de la Iglesia diocesana y de todos los católicos. “Dadles vosotros de comer”, dice Jesús a sus discípulos cuando le piden que despida a la gente para que busque comida y alojamiento en las aldeas.
Es mucho lo que en estos momentos de profunda crisis económica y gracias, sobre todo, a las aportaciones de los fieles están haciendo las cáritas parroquiales, interparroquiales y diocesana, así como otras instituciones eclesiales. Aunque para muchos medios de comunicación esto no sea noticia, muchas de nuestras cáritas han visto triplicado en poco tiempo el número de peticiones de familias; algunas cáritas están desbordadas. Si no fuera por ellas muchos no tendrían nada que llevarse a la boca o no podrían cubrir sus necesidades básicas de higiene, luz y agua.
Esta situación no tiene visos de cambiar en breve, por lo que los católicos debemos redoblar nuestros esfuerzos y nuestras aportaciones a cáritas, alentados por los sacerdotes en ejercicio del propio ministerio de la caridad. Gracias a todos.
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