Con motivo del 150 aniversario de la declaración de San José como Patrono de la Iglesia Universal, el Papa Francisco estableció que, desde el pasado 8 de diciembre y durante todo un año se celebre un Año especial de San José, en el que cada fiel, siguiendo su ejemplo, pueda fortalecer diariamente su vida de fe en el pleno cumplimiento de la voluntad de Dios.
Del mismo modo, siguiendo la voluntad del Santo Padre, la Penitenciaria Apostólica publicó un Decreto por el que se concede el don de indulgencias especiales concedidas benévolamente durante el Año de San José.
La indulgencia plenaria, tal como establece el Decreto, se concede en las condiciones habituales (confesión sacramental, comunión eucarística y oración según las intenciones del Santo Padre) a los fieles que, con espíritu desprendido de cualquier pecado, participen en el Año de San José en las ocasiones y en el modo indicado por esta Penitenciaría Apostólica.
Casos para la obtención de la Indulgencia plenaria
A aquellos que mediten durante, al menos, 30 minutos en el rezo del Padre Nuestro, o que participen en un retiro espiritual de al menos un día que incluya una meditación sobre San José, porque él, como auténtico hombre de fe, nos invita a redescubrir nuestra relación filial con el Padre, a renovar nuestra fidelidad a la oración, a escuchar y responder con profundo discernimiento a la voluntad de Dios.
A aquellos que, siguiendo el ejemplo de San José, realicen una obra de misericordia corporal o espiritual. El Evangelio atribuye a San José el título de «hombre justo» (cf. Mt 1,19): él, guardián del «íntimo secreto que se halla en el fondo del corazón y del alma»[1], depositario del misterio de Dios y, por tanto, patrono ideal del foro interior, nos impulsa a redescubrir el valor del silencio, de la prudencia y de la lealtad en el cumplimiento de nuestros deberes.
El aspecto principal de la vocación de José fue ser custodio de la Sagrada Familia de Nazaret, esposo de la Santísima Virgen María y padre legal de Jesús. Para que todas las familias cristianas sean estimuladas a recrear el mismo clima de íntima comunión, amor y oración que se vivía en la Sagrada Familia, por ello se concederá la Indulgencia Plenaria por el rezo del Santo Rosario en las familias y entre los novios.
A todo aquel que confíe diariamente su trabajo a la protección de San José y a todo creyente que invoque con sus oraciones la intercesión del obrero de Nazaret, para que los que buscan trabajo lo encuentren y el trabajo de todos sea más digno.
A los fieles que recen la letanía de San José en favor de la Iglesia perseguida ad intra y ad extra y para el alivio de todos los cristianos que sufren toda forma de persecución.
A los fieles que recen cualquier oración o acto de piedad legítimamente aprobado en honor de San José, por ejemplo «A ti», oh bienaventurado José», especialmente el 19 de marzo y el 1 de mayo, el 19 de cada mes y cada miércoles, día dedicado a la memoria del Santo.
En el actual contexto de emergencia sanitaria, el don de la indulgencia plenaria se extiende particularmente a los ancianos, los enfermos, los moribundos y todos aquellos que por razones legítimas no pueden salir de su casa.
Con motivo de los 150 años del Decreto Quemadmodum Deus, por el que el beato Pío IX declaró a San José como Patrono de la Iglesia Universal (8-12-1870), el Papa Francisco acaba de publicar la carta apostólica “Patris Corde”.
El pontífice publica además un decreto que establece una indulgencia plenaria especial para todos aquellos que celebren el aniversario en las ocasiones y en la forma indicada por la Penitenciaria Apostólica. Se establece así un Año de San José, desde el pasado martes, 8 de diciembre, hasta el 8 de diciembre del año 2021.
El Papa explica en la carta que durante estos meses de pandemia «nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia».
Entre otras personas, Francisco habla de todo el personal sanitario, de los empleados de los supermercados, de los transportistas, de los docentes, de las fuerzas de seguridad, de los sacerdotes y de las religiosas.
«Todos pueden encontrar en san José —el hombre que pasa desapercibido, el hombre de la presencia diaria, discreta y oculta— un intercesor, un apoyo y una guía en tiempos de dificultad», añade el Papa.
El humilde carpintero desposado con María, «nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación. A todos ellos va dirigida una palabra de reconocimiento y de gratitud».
Los rasgos de su paternidad son los que centran esta carta apostólica. El primero de ellos es que es “Padre amado”, pues «por su papel en la historia de la salvación, san José es un padre que siempre ha sido amado por el pueblo cristiano».
El segundo rasgo es “Padre en la ternura”, «pues muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad». «Por “la angustia de José pasa la voluntad de Dios, su historia, su proyecto”. Él nos enseña “que tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad”», nos explica el Santo Padre.
San José es también “Padre en la obediencia”, porque «en cada circunstancia de su vida, José supo pronunciar su “fiat”, como María en la Anunciación y Jesús en Getsemaní». Y es “Padre en la acogida”, pues «acogió a María sin poner condiciones previas», ya que «confió en las palabras del ángel».
Es además “Padre de la valentía creativa”. Cuando leemos los “Evangelios de la infancia”, «nos preguntamos por qué Dios no intervino directa y claramente. Pero Dios actúa a través de eventos y personas. José era el hombre por medio del cual Dios se ocupó de los comienzos de la historia de la redención».
Otro rasgo de la paternidad de San José es que era “Padre trabajador”, pues «era un carpintero que trabajaba honestamente para asegurar el sustento de su familia. De él, Jesús aprendió el valor, la dignidad y la alegría de lo que significa comer el pan que es fruto del propio trabajo». Además, ante la pérdida del empleo de tanta gente por la pandemia, el Papa nos invita a implorar «a san José obrero para que encontremos caminos que nos lleven a decir: ¡Ningún joven, ninguna persona, ninguna familia sin trabajo!».
Por último, Francisco habla de San José como “Padre en la sombra”. Ser padre significa «introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir”». Invita a los padres a ponerse en la situación de José, «que siempre supo que el Niño no era suyo, sino que simplemente había sido confiado a su cuidado».
El Santo Padre ha dirigido un momento de oración en el atrio de la Basílica de San Pedro, y tras el rezo con la Palabra de Dios y la Adoración al Santísimo Sacramento, ha impartido una Bendición Urbi et Orbi extraordinaria, ya que solo se suele impartir en dos ocasiones al año, el día de Navidad y el Domingo de Pascua.
En esta ocasión ha sido con motivo de la actual pandemia de coronavirus, y con ella, a todos los que se han unido espiritualmente a este momento de oración a través de los medios de comunicación se les concede la indulgencia plenaria, como así se indicó en el reciente decreto de la Penitenciaría Apostólica.
Con la plaza totalmente vacía y bajo la lluvia, en el acto ha estado presente, por una parte el icono bizantino de la Virgen y el Niño, llamado Salus Populi Romani, y que se encuentra en la Basílica de Santa María la Mayor, y por la otra el crucifijo que el Papa Francisco visitó, y ante el que rezó por el fin de la pandemia, el pasado 16 de marzo en la iglesia de San Marcello al Corso de Roma.
Este Cristo data del S. V y es venerado como milagroso, ya que se trata de la única imagen religiosa que quedó ilesa tras el incendio que sufrió esta iglesia en 1519. Además, menos de tres años después, la ciudad de Roma fue devastada por la peste negra, y el Cristo se llevó en procesión durante 16 días pasando por todos los barrios de la ciudad hasta llegar a la Plaza de San Pedro. Cuando la escultura se devolvió a San Macello la epidemia cesó por completo.
Homilía del Papa Francisco tras la proclamación del Evangelio de San Marcos:
Densas tinieblas se fueron adueñando de nuestras vidas
«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas.
Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente.
En esta barca estamos todos
En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos. Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús.
Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?»
Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40). Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38).
No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.
Habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida
La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad.
La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.
Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela y se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa.
No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo.
“Convertíos”, «volved a mí de todo corazón»
Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”. «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12).
Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás.
Compañeros de viaje que han reaccionado dando la propia vida
Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo.
Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.
El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza.
Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar.
El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado.
El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.
Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad.
En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios.
Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil Señor y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque sabemos que Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).
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