La paz, don de Dios y tarea de todos
Queridos diocesanos:
¿Quién no desea la paz? Toda persona de bien y de buena voluntad la desea. Sin embargo, estamos aún lejos de haber logrado la paz entre las personas, en las familias, en la sociedad y entre los pueblos de la tierra. Una y otra vez constatamos a nuestro alrededor y en el mundo la enemistad, el rencor y el odio, la crispación y la violencia verbal y física, la falta de diálogo y de reconciliación, el afán de dominar al otro -sea persona, grupo o pueblo-, o incluso de eliminarlo físicamente recurriendo a las armas.
La violencia, el terrorismo y las guerras son una triste y lacerante realidad en nuestro mundo de hoy. Los medios de comunicación nos informan cada día de conflictos y guerras en distintas partes del mundo. El papa Francisco se ha atrevido a hablar de una tercera guerra mundial a plazos. Más cerca de nosotros, desde hace ya más de año y medio sufrimos la guerra en Ucrania, iniciada por la injusta agresión de Rusia, y hace un par de semanas, estallaba la guerra en Tierra santa, provocada esta vez por la acción terrorista, indiscriminada e inhumana de Hamás contra Israel.
Es fácil dejarse llevar por la desazón y el pesimismo. Ante la tentación de considerar la paz como una utopía inalcanzable, hay que afirmar que la paz es posible, necesaria y apremiante. Las guerras, el terrorismo, la violencia y la intolerancia, las injusticias y las desconfianzas, los odios, los sufrimientos de tantos inocentes y el subdesarrollo hacen más apremiante, si cabe, la oración sincera y el compromiso efectivo por la paz.
La primera acción en favor de la paz es la oración confiada e insistente a Dios por la paz. La paz es un don del amor de Dios. Jesús, el Príncipe de la Paz, es quien puede dar la auténtica paz al corazón del hombre, a las familias y a los pueblos de la tierra. Esta paz es mucho más que la paz externa, social o política, la convivencia pacífica y respetuosa, o la simple ausencia de agresiones o de conflictos. Esta paz, para ser plenamente humana, comienza en el corazón de cada persona. La paz de Cristo es el sosiego interior, que nace de la reconciliación con Dios, con uno mismo, con las personas cercanas, con la sociedad, entre los pueblos y con la creación entera. Una paz así se nos escapa si no abrimos nuestro corazón a Dios, si no acogemos a Jesucristo y el Evangelio en nuestra vida, si no nos dejamos transformar por él, si no adquirimos los sentimientos de Jesús, que nos manda perdonar incluso a nuestros enemigos. Jesús, ‘el príncipe de la paz’, es el único que da la paz que necesita la humanidad, una paz basada en la reconciliación y comunión de Dios con los hombres y de los hombres entre sí.
La paz es, pues, un don que debemos pedir a Dios. Pero también es tarea de todos, que de ser construida día a día con la implicación de todos para que se extienda entre los hombres y los pueblos. La paz no es la mera ausencia de guerras ni el equilibrio de las fuerzas adversarias ni el fruto de una dominación despótica. El Papa Juan XXIII, en su encíclica Pacem in terris, señalaba hace 60 años que los cuatro pilares sobre los que construye la paz auténtica son la verdad, la justicia, el amor y la libertad, y que tiene su corazón en el respeto a toda persona humana.
Hemos de promover la verdad, para ser rectos y honrados en el pensamiento y en la acción. A la verdad ha de unirse el compromiso por la justicia que pide el respeto exquisito de la dignidad y derechos inviolables de todo ser humano. Pero no se puede construir la paz en el mundo sin amor sincero y compromiso desinteresado hacia todo ser humano. La justicia por sí sola no podrá asegurar la paz al hombre y al mundo. La verdadera paz florece cuando en el corazón se vence el egoísmo y el afán de poder, dando paso a la solidaridad y al compromiso efectivo.
Todo cristiano ha de ser testigo comprometido por la paz y constructor de una cultura de la paz. Unido a todos los hombres de buena voluntad, el cristiano ha de trabajar por el respeto efectivo de la igual dignidad de todo ser humano, ha de poner en práctica el amor fraterno hacia todos. El testigo de la paz respeta, acoge y perdona al otro, respeta su cultura y religión, trabaja para que se implante la justicia para todos los hombres y entre todos los pueblos, se muestra solidario con el que sufre o padece pobreza material o espiritual, fomenta el dialogo sincero y la cultura del encuentro, y favorece la comunicación y la reconciliación entre los hombres desde la verdad, la libertad responsable y la caridad. La paz es obra de conciencias que se abren a la verdad, a la justicia, al amor y la libertad. Oremos y trabajemos por la paz.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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