Recordar con gratitud nuestro bautismo
Queridos diocesanos:
Con la Fiesta del Bautismo de Jesús, este domingo, 10 de enero, concluye el tiempo de la Navidad. En este día recordamos el Bautismo de Jesús a orillas del Jordán. Jesús se deja bautizar como uno más por Juan. Este gesto del bautismo de penitencia se convierte en una nueva manifestación de su divinidad. «Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11). Son las palabras de Dios-Padre que nos muestra a Jesús como su Hijo amado y predilecto, al inicio de su vida pública: Jesús es el Cordero que toma sobre sí el pecado del mundo; es el enviado por Dios para destruir el pecado y la muerte, para traer la vida eterna y la libertad verdadera. En el Jordán se abre una nueva era para toda la humanidad. Este hombre, aparentemente igual a todos los demás, es Dios mismo, que viene para liberar del pecado y dar “el poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios” (Jn 1, 12-13).
El bautismo de Jesús nos remite pues a nuestro bautismo. En la fuente bautismal renacemos por el agua y por el Espíritu Santo a una nueva vida, la vida misma de Dios. Por el bautismo, Dios nos libera del pecado y nos convierte en sus hijos adoptivos en su Hijo unigénito. La Navidad, el misterio del nacimiento de Jesús en Belén, nos ha mostrado que los hombres, aunque hemos de morir, no hemos nacido para la muerte sino para la vida, como observa la filósofa hebrea, Hanna Arendt. Jesús, el Hijo de Dios, ha nacido para hacernos partícipes de la misma vida de Dios, vida eterna y gozosa, inmortal y gloriosa. En el bautismo renacemos a esa vida de Dios; quedamos injertados en el misterio de Cristo, encarnado, muerto y resucitado; Dios nos hace sus hijos y miembros de su familia, la familia de los hijos de Dios, la Iglesia.
Hoy es un día para recordar y dar gracias a Dios por nuestro bautismo, por este gran don del amor de Dios hacia cada uno de los bautizados. Decir que Dios es amor no es una teoría; es un hecho personal y concreto en cada uno de los bautizados. El bautismo es la muestra concreta del amor de Dios hacia cada bautizado: somos sus hijos amados para siempre. Dios es eternamente fiel a su palabra y a sus hechos. Dios nos ama personalmente y nunca nos abandona, ni en la dificultad, ni en la enfermedad ni en la muerte; ni tan siquiera cuando rechazamos su amor por el pecado: Dios es misericordia y nos sigue amando y esperando para darnos el abrazo del perdón.
Pero, para que el amor de Dios se haga realidad viva y vivida en cada bautizado, es necesario acogerlo y vivirlo personalmente y con total libertad. El amor del Amante precisa ser acogido por el amado. La primera respuesta de la persona al amor de Dios es la fe, con la que, atraída por la gracia de Dios, se adhiere a Él y se abandona libremente en sus manos. Todo bautizado, también los bautizados en la infancia en la fe de la Iglesia, profesada por sus padres, debe recorrer, personal y libremente, un camino espiritual; en este camino, con la ayuda de la gracia de Dios, va germinando, creciendo y dando frutos de amor y de vida eterna la semilla recibida en el bautismo. Todo bautizado está llamado a ser un creyente, un discípulo y un testigo del Señor junto con el resto de la familia de los hijos de Dios.
Por desgracia, el actual contexto de secularización, materialismo e indiferencia religiosa lleva a muchos bautizados a no valorar ni vivir el don recibido en su bautismo; se alejan poco a poco de la Iglesia y de Cristo. Otros, en un ambiente cada vez más hostil hacia el cristianismo, se avergüenzan de ser bautizados en privado o en público. No son pocos los padres bautizados que ya no piden el bautismo para sus hijos, privándoles del mayor don que les pueden hacer. Toda la comunidad eclesial estamos llamados a ayudarles para que reaviven su fe y su vida cristiana, reencontrándose de nuevo con Jesucristo y el Evangelio.
“Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Mc 9, 7). El mismo Dios-Padre nos revela el camino: escuchar a su Hijo y dejarse encontrar personalmente por Él para vivir realmente como hijos de Dios y discípulos misioneros de Jesús. Porque “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 1).
Demos gracias a Dios por el don de nuestro bautismo y vivamos con alegría nuestra condición de hijos de Dios, discípulos misioneros de Jesús e hijos de la Iglesia.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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