En el día de Todos los Santos
Queridos diocesanos:
La fiesta de todos los santos suscita cada año en los fieles cristianos un clima de alegría y de gratitud. En este día, la Iglesia nos invita a entonar un canto de gozosa acción de gracias a Dios por todos los santos, a venerarlos y compartir su gozo celestial.
Los santos no son un pequeño grupo de elegidos, sino “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9). Esa multitud la forman no sólo los santos reconocidos de forma oficial; la mayoría de ellos son personas desconocidas que, a la a luz de la fe, resplandecen como astros llenos de gloria en el firmamento de Dios. Son los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los mártires de nuestro tiempo. A todos los une haber encarnado en su vida terrenal las bienaventuranzas, bajo la acción y el impulso del Espíritu Santo.
San Bernardo se pregunta en una homilía de este día: “¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra? Nuestros santos –dice- no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos” (Opera Omnia Cisterc. 5, 364). Este es el significado de este día: que el recuerdo y la contemplación del ejemplo de los santos, susciten en nosotros el gran deseo de ser, como ellos, felices por vivir para siempre junto a Dios, participando de su amor, de su luz y de su gloria, formando parte de la gran familia de los amigos de Dios.
Esta es la vocación de todos nosotros, que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a nuestra atención. Todos estamos llamados por Dios a la santidad, a la perfección del amor, a la felicidad plena que todo ser humano desea y busca en su corazón. Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? Para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Para ser santo es necesario, ante todo, escuchar a Jesús, acoger en él amor de Dios y seguirlo por el camino de las bienaventuranzas y de los mandamientos, del servicio y de la entrega de sí por amor a Dios y al prójimo, sin desalentarse ante las dificultades. “Si alguno me quiere servir -nos exhorta Jesús-, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará” (Jn 12, 26).
Quien se encuentra personalmente con Jesucristo y se deja amar por él, se fía de él y lo sigue. Quien ama de verdad a Cristo en los hermanos, acepta darse y morir a sí mismo, como el grano de trigo sepultado en la tierra, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra la Vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo y de la entrega de sí mismo por amor.
Las biografías de los santos nos presentan a hombres y mujeres que han afrontado a veces grandes pruebas y sufrimientos, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, “han pasado por la gran tribulación y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero» (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios. Porque la verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de Dios.
La santidad pide un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios. Los santos, antes que héroes esforzados, son fruto de la gracia de Dios a los hombres.
Al celebrar a los santos, recordamos también a nuestros difuntos y oramos por todas las almas que están en camino hacia la plenitud de la vida. El Catecismo nos recuerda que los que mueren en gracia y amistad de Dios pero no perfectamente purificados, pasan después de su muerte por un proceso de purificación, para obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo (n. 1030). A la luz de Cristo y de su misterio pascual, podemos decir, esperar y confiar que ni siquiera la muerte puede hacer vana la esperanza y la oración del creyente. No podemos dejar de confiar en Dios “rico en misericordia” que nos ha pensado junto a Él para siempre. Oremos por los difuntos.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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