Navidad – Misa del Día
Castellón, S.I. Concatedral de Sta. María, 25.12.2007
(Is 52,7-10; Sal 97; Hb 1,1-6; Jn 1,1-18)
¡Amados hermanos y hermanas en el Señor!
El misterio santo de la Navidad, que hoy celebramos, nos congrega para contemplar y admirar, para bendecir y cantar, para postrarnos en humilde oración ante el Niño, que yace en el portal de Belén. Pero, ¿quién es este Niño cuyo nacimiento es hoy motivo de alegría universal? ¿Quién es ese Niño a quien anuncian y alaban los ángeles, adoran y bendicen los pastores y rinden homenaje los reyes venidos de oriente? ¿Quién es ese Niño que se distingue de todos los demás niños y ha dividido la Historia en un antes y en un después?
Este Niño es Dios. Esta es la respuesta clara, cierta y precisa que nos ha dado el evangelista San Juan en el evangelio que hemos proclamado: Ese Niño es la Palabra, el Verbo de Dios, hecho carne; es el mismo Hijo de Dios hecho Hombre, es el Hijo de Dios que, sin dejar la gloria del Padre se ha hecho presente entre nosotros. Ese Niño que ha nacido en Belén es Dios, y por eso los ángeles del cielo lo adoran y han entonado el cántico más grandioso y sencillo que oyó la tierra: “Gloria a Díos en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor” (Lc 2, 14). Ese Niño es Dios, y por eso los profetas lo anunciaron, y su anuncio se cumplió en la historia. Ese Niño es Dios, y porque lo es, una estrella lo señala desde las alturas; y porque es Rey de reyes y Señor de los señores llegaron los reyes de Arabia y Sabá a depositar junto a su cuna los tesoros, los cetros y las coronas.
Poco importa que sea un Niño recién nacido, ni su apariencia pobre, frágil y humilde. Él es el Hijo de Dios, el Hijo “por medio del cual (Dios) ha ido realizando las edades del hombre» (Heb 1,3). Él es el reflejo de la gloria del Padre, impronta de su ser, tan excelso y omnipotente, que sostiene el universo y la creación entera se rinde a sus disposiciones y mandatos. Este es el Niño objeto de nuestras miradas en la cuna de Belén.
Pero no es esto sólo; y aquí está el prodigio nunca visto ni imaginado, sólo posible por la sabiduría y el amor omnipotente de Dios. Este Niño es Hombre también. Sin dejar de ser Dios se ha hecho hombre de nuestra misma naturaleza; siendo eterno y engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal, con un cuerpo y un alma como los nuestros, formados en las entrañas purísimas de una mujer, la Virgen María.
Hay pues en Él dos naturalezas, una divina y otra humana, que al unirse, en nada cambian y permanecen distintas, por las que es Dios y Hombre pero una sola Persona, la misma que tiene desde toda la eternidad como Hijo de Dios; porque no debe ni puede perderla; es la que rige, gobierna y sirve de supuesto a la naturaleza humana que tomó en el tiempo y ha elevado a una dignidad incomparable. Este es el misterio del Niño Dios, el misterio de nuestro Redentor y Salvador, que nació hace 2000 años y que está en medio de nosotros.
“El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Este es el motivo de nuestra alegría navideña, el contenido propio de la fiesta de Navidad. No celebramos simplemente el nacimiento de un hombre grande o el misterio de la infancia de un niño.
Aquí ha ocurrido algo más: el Verbo se hizo carne. Este niño, que yace en el portal, es el Hijo de Dios. En Belén sucede algo impensable y, sin embargo, también lo siempre esperado: Dios viene a habitar entre nosotros, se hace uno de los nuestros, entra en nuestra historia personal y colectiva. Él se ha unido tan inseparablemente con el hombre, que este hombre es efectivamente Dios de Dios, luz de luz; y, a la vez, sigue siendo verdadero hombre. Así vino a nosotros efectivamente el eterno sentido del hombre, del mundo y de la historia humana de tal forma que se le puede contemplar e incluso tocar (cf. 1 Jn 1,1). Pero este sentido no es simplemente una idea corriente que entra en el mundo. El sentido es una Palabra y la Palabra es una persona: es el Hijo de Dios que nos conoce, nos ama y nos llama. El viene para y por cada uno de nosotros. A quien le recibe en la fe, le purifica de sus pecados y le concede el poder ser hijo de Dios, participar de la vida de Dios sin fin.
A muchos, tal vez, pueda parecer esto demasiado bello para ser verdad. Pero hoy se nos anuncia: Sí, existe un sentido para el hombre, para el mundo y para la historia. Y el sentido no es una protesta impotente contra lo que carece de sentido. El sentido es Dios. Y Dios es amor, es bondad. Dios no es un ser sublime y alejado, al cual nunca se puede llegar. Dios se halla totalmente próximo, al alcance de la voz y de la mano; a Dios se le puede alcanzar siempre. Él tiene tiempo para mí, tanto tiempo que hubo de yacer en un portal y que permanece siempre como hombre.
Dejémonos guiar por el evangelista san Juan, y dirijamos nuestra mirada y nuestro corazón al Verbo eterno, a la Palabra que se hizo carne y de cuya plenitud hemos recibido gracia sobre gracia (cf. Jn 1, 14.16). Esta fe en la Palabra que creó el mundo, en Aquel que vino como un Niño, esta fe y su gran esperanza parecen, por desgracia, alejadas hoy de la realidad de la vida de cada día, pública o privada. Parece una verdad es demasiado grande para ser acogida. Pero sin ella, sin Dios, sin su Palabra, el mundo resulta cada vez más caótico e incluso violento: lo comprobamos cada día. Y la luz de Dios, la luz de la Verdad, se apaga. La vida se vuelve oscura y sin brújula.
Dejemos que nuestros ojos sean abiertos por el misterio de este día y así podamos ver. Caigamos de rodillas a los pies de ese Niño y postrémonos ante Él en adoración. Sí, hemos de hacer todo esto, pues su venida a la tierra tiene como objeto asumir en sí todo lo creado, reconstruir lo que estaba caído y restaurar de ese modo el universo. Vino del cielo y se hizo hombre, para llamar de nuevo al Reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado, para librarnos de la esclavitud del pecado -origen de todos los males-, y de la muerte eterna, para hacernos partícipes de la misma vida divina y convertir nuestra vida natural y humana en sobrenatural y divina, para hacernos hijos de Dios dando así comienzo a la nueva creación mucho más maravillosa que la primera.
Miremos con fe, con esperanza y amor al pesebre de Belén, porque de aquella cuna sale la salvación de Dios que llega a todos los confines de la tierra y “verán la victoria de nuestro Dios” (Is 52, 10). Miremos con fe porque en aquella cuna descansa el que es la luz que ilumina y enseña el camino todos: a los potentados a ser más humildes, a los ricos a saber vivir más pobremente, a los afligidos a descubrir en Dios su esperanza, a los que llevan los destinos de los pueblos a mejor servir e implantar la justicia y a todos a saberse respetar y amar más.
En esta Navidad pidamos a este Niño-Dios que la violencia sea vencida con la fuerza del amor, que los enfrentamientos cedan el paso a la reconciliación, que la prepotencia se transforme en deseo de perdón, de justicia y de paz. Que los deseos de bondad y de amor que nos intercambiamos en estos días lleguen a todos los ambientes de nuestra vida cotidiana. Que sea un aldabonazo de nuestras conciencias ante una ‘culura de la muerte’, para que aprendamos a respetar toda vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. Que sea respetada toda persona humana porque todo hombre y mujer gozan de la misma dignidad. Que la paz esté en nuestros corazones, para que se abran a la acción de la gracia de Dios. Que la paz reine en las familias, para que pasen la Navidad unidas ante el belén y el árbol lleno de luces. Que el mensaje de solidaridad y de acogida que brota de la Navidad contribuya a crear una sensibilidad más profunda ante las antiguas y nuevas formas de pobreza, ante el bien común, en el que todos estamos llamados a participar. Que todos los miembros de la comunidad familiar, en especial los niños, los ancianos, las personas más débiles, puedan sentir el calor de esta fiesta, y que se dilate después durante todos los días del año (Benedicto XVI).
Que la Navidad sea para todos la fiesta del amor, de la alegría y de la paz: porque nos ha nacido el Salvador, el Príncipe de la paz. A todos os deseo una Navidad llena de Amor, de Paz y de Felicidad; una Navidad llena de Dios.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón