Homilía en la Misa Crismal
Segorbe, S. I. Catedral-Basílica, 25 de marzo de 2024
(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Apo 1,5-8; Lc 4,16-21)
Hermanas y hermanos en el Señor.
1. “Gracia y paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel” (Ap 1,5), Con estas palabras de Apocalipsis os saludo a todos vosotros, amados sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos y fieles laicos, venidos hasta la iglesia Madre de nuestra Iglesia diocesana para la Misa Crismal. Un saludo especial a mi hermano en el episcopado, Mons. Rutilio, obispo auxiliar emérito de San Bernardino (California), al Cabildo catedral, que nos acoge este año en la Catedral-Basílica diocesana de Segorbe, al Cabildo concatedral y a los Sres. Vicarios.
Cercana la celebración de los misterios centrales de nuestra fe y de nuestra salvación, la pasión, muerte y resurrección del Señor, Jesús nos reúne como su Iglesia para bendecir los óleos de los catecúmenos y de los enfermos y para consagrar el santo Crisma. Jesucristo “que nos amó, nos ha librado por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de nuestro Dios” (Ap 1,6). Él mismo Jesús nos convoca para actualizar su sacrificio redentor, el misterio pascual, en este día, en que celebramos una fiesta singular. Es la fiesta de todo nuestro pueblo de Dios de Segorbe-Castellón al contemplar hoy el misterio de la unción con el Espíritu Santo de nuestra Iglesia y de todo cristiano en su bautismo. Es la fiesta, también y de manera especial, de todos nosotros, hermanos en el sacerdocio, ordenados presbíteros por la imposición de las manos y la unción del Espíritu Santo para el servicio del Pueblo santo de Dios.
2. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido” hemos proclamado en la primera lectura y en el evangelio (Is 61, 1; Lc 4,18). “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”, dice Jesús al terminar de leer aquel sábado las palabras de Isaías en la sinagoga de Nazaret. Estas palabras valen en primer lugar y de manera única y singular para Jesús mismo. Jesús es el Ungido del Señor, lleno del Espíritu Santo (cf. Lc 4, 21). La primera “unción” tuvo lugar en el vientre de María, que concibió por obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35). El Espíritu descendió sobre Jesús en el Jordán, y después “toda acción de Cristo se iba realizando con la copresencia del Espíritu Santo”, dice san Basilio. Por el poder de esa unción, Jesús predicaba y realizaba signos; en virtud de ella “salía de Él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6,19).
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido”. Estas palabras valen también para todo bautizado y confirmado, y valen de un modo especial y por título particular para cada uno de nosotros, sacerdotes y obispos. El Crisma, que vamos a consagrar, nos recuerda el misterio de la unción sagrada de nuestro bautismo y nuestra confirmación, así como la unción en nuestra ordenación; una unción, que marca para siempre la persona y la vida de todo cristiano, y que marca para siempre especialmente nuestra persona y nuestra vida de presbíteros y de obispos. Cada uno de nosotros puede decir de sí en verdad: “el Espíritu del Señor está sobre mí”.Y no es presunción, es una realidad, pues todo cristiano, especialmente todo sacerdote y obispo, puede decir el Señor me ha ungido. Sin méritos por nuestra parte, por pura gracia de Dios, somos los bautizados templos del Espíritu Santo; por pura gracia hemos recibido los sacerdotes y obispos una unción que nos ha hecho pastores del Pueblo santo de Dios.
Queridos sacerdotes: Por la unción singular de nuestra ordenación hemos quedado configurados con Cristo, Pastor de su Iglesia. El Espíritu del Señor está en nosotros y con nosotros: con su aliento y con su fuerza podemos y debemos contar siempre y en todo momento y, sobre todo, en nuestra debilidad y dificultad. Gracias al don del Espíritu en nosotros somos pastores y maestros en nombre del Señor en su Iglesia, renovamos el sacrificio de la redención, preparamos para el banquete pascual, presidimos al pueblo santo en el amor, lo alimentamos con la Palabra y lo fortalecemos con los sacramentos (cf. Prefacio de la Misa Crismal); gracias al Espíritu podemos superar nuestros miedos y encontrar nuevos caminos para nuestra misión; gracias al Espíritu tendremos la fuerza para salir al encuentro de nuestros contemporáneos para anunciarles la buena Noticia y llevarles al encuentro con Cristo. ¡Fiémonos de la acción silenciosa, pero real y eficaz del Espíritu Santo en nosotros y a través de nosotros!
Al recordar hoy nuestra ordenación presbiteral renovemos juntos y con el frescor y la alegría del primer día, nuestras promesas sacerdotales. Hagamos memoria agradecida del don recibido de Cristo y de la presencia permanente del Espíritu en nosotros. Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo y con los hermanos. Reconozcamos la inigualable novedad de nuestro ministerio y la insuperable misión a la que servimos. Somos ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo ha enviado al mundo para sanar, liberar y salvar a todos. Esta es la fuente de la que surgirá una renovada alegría y un renovado impulso apostólico, el bálsamo que sanará nuestras heridas y pecados, y la luz que nos guiará en la renovación pastoral y misionera. Dios es fiel a su don y a sus promesas. Su Espíritu Santo es la fuerza que nos sustenta y alienta en nuestras luchas y dificultades, ante la tentación de la tibieza, de la mediocridad y del desaliento.
El papa Francisco nos alerta ante “tres tentaciones peligrosas: la del compromiso, por la que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que uno intenta “llenarse” con algo distinto a nuestra unción; la del desánimo -que es lo más común-, por la que, insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia. Y aquí está el gran riesgo: mientras las apariencias permanecen intactas -“Yo soy sacerdote, yo soy cura”-, nos replegamos sobre nosotros mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya no perfuma la vida y el corazón; y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en el desencanto” (Homilía la Misa Crismal de 2023).
3. La presencia del Espíritu y nuestra unción están íntimamente unidos a nuestra misión. Hemos sido ungidos para ser enviados. El Señor nos “ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). En el servicio fiel y entregado a nuestro ministerio encontraremos el camino de la alegría y de nuestro ardor, y también de nuestra santificación.
La primera misión que Dios nos ha confiado, queridos sacerdotes, es la de anunciar el Evangelio. Los pastores somos ministros, servidores, de la Palabra, el Verbo de Dios hecho carne, y de su Evangelio. Sí, queridos sacerdotes: Hemos sido ungidos para entregar nuestra vida al anuncio de la Palabra de Dios a los pobres, a los que sufren, siguiendo el ejemplo de Cristo, que dedicó toda su vida “a enseñar” (Act 1,1). San Pablo nos recuerda que “no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor” (2 Co 4,5). “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Co 1,23). Y hemos de hacerlo en todo momento, a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella, con cercanía y humildad, con respeto y con paciencia, buscando y transitando juntos los nuevos caminos de la evangelización, sin avergonzarnos nunca de Cristo, sabiendo que Dios tiene sus tiempos. Y sabiendo también que, como Jesús, no estamos solos en el anuncio de la Palabra. Dejémonos llevar por la fuerza y la sabiduría del Espíritu; fiémonos de la eficacia inherente a la Palabra de Dios, que es viva y eficaz.
Nuestro anuncio de la Palabra ha de ir refrendada por nuestro actuar sincero y coherente. A Jesús le escuchaban con admiración no porque dijera palabras deslumbrantes, sino porque era la Palabra encarnada y hablaba con unción. El hacía vida lo que predicaba. Ese debe ser nuestro estilo. La Palabra tiene fuerza de convicción cuando anida en nuestro interior mediante la oración y brilla con pulcritud en nuestra vida. Seamos dóciles a la unción del Espíritu Santo.
4. El Espíritu nos ha enviado a proclamar el año de gracia del Señor. Somos ministros de la gracia del Señor, que es vida divina y llega a nosotros a través de los sacramentos gracias a la presencia eficaz del Espíritu Santo. A los viandantes, la gracia nos llega, sobre todo, a través de la Eucaristía y de la Penitencia. El sacerdote, cuando administra los sacramentos, lo hace ‘in persona Christi capitis’. Por eso, cuando celebramos la Eucaristía es Cristo quien se ofrece al Padre por la salvación de los hombres. Cuando administramos el Sacramento de la Penitencia, es Cristo quien perdona los pecados. Para que nuestros fieles aprecien y acudan a los sacramentos, han de percibir en nosotros a Cristo, y que valoramos y vivimos lo que celebramos.
Cuidemos con esmero nuestra unión y relación con Cristo; nos ayudará a vivir con alegría y pasión nuestro ministerio sacerdotal. Este cambio de época nos urge a centrar nuestra vida en Cristo. Llevemos a los niños y jóvenes. y a las familias al encuentro de amor, personal y transformador con Cristo; es el fundamento de toda buena iniciación cristiana y la base de todo matrimonio cristiano.
Os pido a todos que facilitéis lo más posible a los fieles el acercarse a recibir el perdón y la gracia de Dios en el Sacramento de la Penitencia. Seamos ministros de la misericordia. Pero seremos mejores ministros de la misericordia de Dios si nosotros mismos somos asiduos receptores de la misma. Acudamos con frecuencia a recibir el abrazo del perdón misericordioso del Padre en el sacramento de la Penitencia.
El Espíritu del Señor nos ha enviado a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos. Los sacerdotes, como Jesús, hemos de reconocer que nuestra vida es don y entrega a los hermanos, en especial a los más pobres: a los desheredados y más desfavorecidos, a los afligidos y a los abatidos. Hemos de ejercer nuestro ministerio siempre desde el servicio de amor que libera y levanta, que sana y da consuelo, que aporta motivos para vivir y esperar, que reconforta y alegra el espíritu. Seremos guías auténticos de la comunidad cristiana si servimos con generosidad a todos los miembros del Pueblo de Dios, ayudándoles a crecer en la fe y vida cristiana, saliendo a buscar las ovejas perdidas y desorientadas, llevando a todos a Cristo.
5. Ese es el sentido de las promesas que hoy vamos a renovar. Es necesario recordar y testimoniar de modo creíble que sólo Dios en Cristo es la verdadera riqueza que llena de alegría el corazón y de sentido a la existencia. En Él está la alegría profunda que las promesas del mundo no pueden dar. El amor entregado a Cristo y la caridad pastoral apasionada por quienes nos han sido confiados es nuestra respuesta agradecida al don permanente del Espíritu Santo en nosotros. No nos dejemos llevar por el desaliento. Dejémonos encontrar y renovar por la gracia misericordiosa de Dios. Hoy queremos recordar y testimoniar ante el Pueblo de Dios que sólo Dios, su don y nuestro ministerio, son la verdadera riqueza que llena de sentido nuestra existencia. En Dios está la alegría profunda que las promesas del mundo no pueden dar.
En esta mañana brilla con especial intensidad nuestra condición de miembros de un único presbiterio. Esta concelebración es una llamada a vivir la comunión, la armonía, la unidad, la fraternidad, la misericordia de unos para con otros, la ayuda y la colaboración entre nosotros. Y también con los consagrados y los laicos, a los que agradezco su presencia, al tiempo que les ruego que recen por nosotros. Pedid al Señor que seamos fieles al don recibido; que seamos santos. Una oración especial os pido a todos por mí en el 23º aniversario de mi consagración episcopal: que sea vuestro pastor según el corazón de Cristo y mantenga fresca la unción del Espíritu de mi consagración episcopal.
No quiero terminar sin recordar en nuestra oración a nuestros sacerdotes ancianos y enfermos, a los que no nos pueden acompañar y a los que padecen algún tipo de dificultad o desafección. Al mismo tiempo encomendamos a la misericordia de Dios a los hermanos fallecidos en el último año: D. Serafín Tena Torner, D. Guillermo Sanchis Coscollá y D. Francisco Martí Gasulla.
Que a todos nos sostenga la santísima Virgen María, Madre del Señor y Madre de los sacerdotes. Que Ella nos obtenga a nosotros, frágiles vasijas de barro, la gracia de llenarnos de la unción divina. Dóciles al Espíritu del Señor, seremos ministros fieles de su Evangelio y del Pueblo santo de Dios. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón