¡Cristo ha resucitado!
Queridos diocesanos:
Cada año, en la mañana de Pascua resuena el anuncio antiguo y siempre nuevo: “¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!”. Es la Pascua de la Resurrección del Señor. Cristo Jesús ya no está en la tumba, en el lugar de los muertos. Su cuerpo roto, enterrado con premura el Viernes Santo ya “no está aquí”, en el sepulcro frío y oscuro, donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana. ¡Cristo ha resucitado! (cf. Mc 16,6). El Ungido ya perfuma el universo y lo ilumina con nueva luz.
El cuerpo de Jesús ya no está en la tumba no porque haya sido robado, sino porque ha resucitado. Aquel Jesús, a quien habían seguido, vive. En Él ha triunfado la Vida de Dios sobre el pecado y la muerte. El Señor resucitado une de nuevo la tierra al cielo y restablece la comunión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí; y se convierte así en principio de la fraternidad universal. Jesús, entregándose en obediencia al Padre por amor a los hombres, destruyó el pecado de Adán y la muerte. La resurrección es el signo de su victoria, es el día de nuestra redención.
¡Cristo ha resucitado! Esta es la gran verdad de nuestra fe cristiana. Aquel, al “que mataron colgándolo de un madero” (Hech 10, 39) ha resucitado verdaderamente. Ante quienes lo niegan o lo ponen en duda hay que afirmar con fuerza que la resurrección de Cristo es un acontecimiento real e histórico que ha sucedido una sola vez y una vez por todas: El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos: Jesús vive ya glorioso y para siempre. La resurrección de Jesús no es fruto de una experiencia mística, ni una historia piadosa; es un acontecimiento que sobrepasa la historia, pero que sucede en un momento preciso de la historia dejando en ella una huella indeleble. La luz que deslumbró a los guardias encargados de vigilar el sepulcro de Jesús ha atravesado el tiempo y el espacio. Es una luz diferente, divina, que ha roto las tinieblas del pecado y de la muerte, que ha traído al mundo el esplendor de Dios, el esplendor de la Verdad, del Bien y de la Belleza.
En la Pascua de Cristo está la salvación de la humanidad. Si Cristo no hubiera derramado su sangre por nosotros y por nuestros pecados, y si no hubiera resucitado, no tendríamos ninguna esperanza: la muerte sería inevitablemente nuestro destino y el pecado, la división, el odio, el egoísmo, la mentira, la avaricia y el poder del más fuerte tendrían sin remedio la última palabra en la vida de los hombres. Pero la Pascua ha invertido la tendencia: muriendo destruyó el pecado y resucitando restauró la Vida. La resurrección de Cristo es una nueva creación: es la nueva savia, capaz de regenerar toda la humanidad. Y por esto mismo, la resurrección de Cristo da fuerza y significado a toda esperanza humana, a toda expectativa, a todo deseo y proyecto de cambio y progreso verdaderamente humanos. La última palabra no la tienen ya la muerte, el pecado, el mal o la mentira, sino la Vida, la Verdad, el Bien y la Belleza de Dios.
Cristo ha muerto y resucitado, y lo ha hecho por todos los hombres, por cada uno de nosotros. Él es la primicia y la plenitud de una humanidad reconciliada y renovada. En Él todo adquiere un sentido nuevo. Cristo ha entrado en la historia humana cambiando su curso. Nuestra historia personal, la historia de la humanidad y del mundo no están abocadas a un final fatal, a la nada o al caos. Él es nuestra Esperanza, la esperanza que no defrauda. La vida gloriosa del Señor resucitado es un inagotable tesoro, destinado a todos; todos estamos invitados a acogerla con fe para participar de ella ya desde ahora. La alegría pascual será verdadera si nos dejamos encontrar en verdad por el Resucitado, si nos dejamos llenar de la Vida y la Paz, que vienen de Dios y generan vida y paz entre los hombres. El encuentro personal con el Resucitado teñirá toda nuestra vida, nuestra relación con los demás y con toda la creación.
Todo bautizado participa ya por el Bautismo de la Vida nueva del Resucitado. Todo bautizado está llamado a vivir esta nueva Vida y a dar testimonio de la salvación en Cristo, a llevar a todos el fruto de la Pascua: una vida nueva, liberada del pecado y restaurada en su verdad, bondad y belleza originaria. Vivamos con alegría nuestra condición de bautizados. Será el mejor testimonio de nuestra fe; será también nuestra mejor contribución a la tan necesaria regeneración espiritual y moral de nuestro mundo.
Cristo ha resucitado, está vivo y camina con nosotros. Caminemos con la mirada puesta en el Cielo, fieles a nuestro compromiso en este mundo.
¡Feliz Pascua de Resurrección para todos!
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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