Homilía del Jueves Santo en la Misa «en la Cena del Señor»
Segorbe, S.I. Catedral, 14 de abril de 2022
(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15)
En Jueves santo comienza el Triduo Pascual.
1. En la tarde de Jueves Santo conmemoramos la última Cena de Jesús con sus Apóstoles. Nuestra mente y nuestro corazón se trasladan al Cenáculo, donde Jesús se ha reunido con los suyos para celebrar la Pascua. Jesús “sabiendo que había llegado su hora de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Con estas palabras, san Juan explica años después el significado profundo de todos los hechos ocurridos aquellos días en Jerusalén.
Jesús sabe que ha llegado su hora, la hora de pasar de este mundo al Padre, el final de su vida terrena. Y como hace un buen padre o una buena madre con sus hijos cuando se siente próximo el final de su vida, Jesús reúne a los suyos para darles su último testamento, los mejores dones; no son los únicos, que hace Jesús, pero sí los más importantes. Son siete y muestran de su amor hasta el extremo. Hoy, Jueves santo, son los regalos de la Eucaristía, del Orden sacerdotal y del mandamiento nuevo del Amor; mañana, Viernes santo, los dones de su sangre, de su madre, la santísima Virgen, María al pie de la Cruz, y de las siete palabras; y el regalo de la vida eterna, de la resurrección, el Sábado de gloria y Domingo de resurrección.
Trasladémonos en espíritu hasta el Cenáculo. Contemplemos los regalos que hoy nos hace de la Eucaristía, el Orden sacerdotal y el mandamiento nuevo del amor. Y hagámoslo con la actitud debida sabiendo agradecer, disfrutar y cuidar estos dones. Ello nos ayudará a vivir el Jubileo diocesano recién comenzado.
El don del mayor tesoro: la Eucaristía
2. Jesús se ha reunido con sus Apóstoles para celebrar con ellos “la Pascua (la fiesta) en honor del Señor” (Ex 12, 11), que conmemora ‘el paso del Señor’ para liberar a su Pueblo de la esclavitud de Egipto y establecer la Alianza de Dios con su Pueblo. Jesús elige la celebración de la Pascua judía para establecer la nueva y definitiva Alianza. Él es el ‘verdadero cordero sin defecto’, inmolado por la salvación del mundo, para la liberación definitiva de la esclavitud del pecado y de la muerte mediante su muerte y resurrección. Jesús instituye la nueva Pascua.
En la Cena, Jesús anticipa sacramentalmente lo que iba a ocurrir al día siguiente. Jesús toma pan, lo bendice, lo parte y luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; lo mismo hace con el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre” (1 Co 11, 24-25). Y acto seguido, añade: “Haced esto en memoria mía” (1 Co 11, 24-25). Con estas palabras, Jesús instituye la Eucaristía, el sacramento que perpetúa para todos los tiempos su amor hasta el extremo en la Cruz. Siguiendo el mandato de Jesús, en cada santa Misa actualizamos de un modo incruento, sacramental pero realmente, su entrega en la cruz y su resurrección. En cada santa Misa se actualiza el misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo para el perdón de los pecados y la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. La Eucaristía es así manantial permanente de vida y de comunión con Dios y fuente de comunión con los hermanos. Desde aquel Jueves Santo, la Iglesia, que nace del misterio pascual de Cristo, vive de la Eucaristía, se deja renovar y fortalecer por ella, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Por ello, después de la consagración nos unimos a la aclamación del sacerdote: ‘Este es el Misterio de nuestra fe’, con las palabras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!’.
En cada santa Misa, el sacerdote se inclina sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo en “la víspera de su pasión”. El pan y el vino quedan transformados en el Cuerpo y Sangre de Cristo. El pan consagrado es Cristo mismo, es su persona, que se da y se queda en la humildad de un pedazo de Pan, lo mismo que antes se había quedado en la humildad de hombre hecho carne en el vientre de Maria.
Por ello, la Eucaristía es el centro y la fuente de la vida de la Iglesia y de todo cristiano, que hemos de saber agradecer, disfrutar y cuidar. La Eucaristía es el Sacramento por excelencia que constituye a nuestra Iglesia diocesana en su realidad más auténtica y profunda: ser signo eficaz de reconciliación y de comunión con Dios y, en él, entre todos los hombres. No lo olvidemos en este Año Jubilar. Sin Eucaristía no hay Iglesia, no hay Iglesia diocesana, ni comunidad cristiana, como tampoco hay verdaderos cristianos. Agradezcamos este gran regalo, el mayor tesoro de nuestra Iglesia, participando en la santa Misa, orando ante el Señor, presente en el Sagrario. De lo contrario, nuestra fe y vida cristiana languidecen y mueren. Comulgando a Cristo-Eucaristía nos unimos realmente a Él y con quienes igualmente comulgan el Cuerpo y la Sangre del Señor. Todo cristiano, que quiera permanecer vitalmente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, ha de participar con frecuencia en la Eucaristía y ha de hacerlo plenamente acercándose a la comunión.
Pero hemos de cuidar la Eucaristía, es nuestro mayor tesoro. El mismo San Pablo nos recuerda la dignidad con que debe ser tratado este sacramento por parte de cuantos se acercan a recibirlo. «Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia condenación’ (1 Cor 11,28). Antes de comulgar es necesario examinarse y reconciliarse con Dios en el sacramento de la Penitencia, si se tiene conciencia de pecado grave. Antes de la Cena, Jesús lava también sus pies a sus mismos Apóstoles, para purificarlos, para que puedan tener parte con Él. Para acercarse a comulgar hay que estar limpios de todo pecado mortal, ha que estar en gracia de Dios. La Eucaristía es Cristo mismo, no es –perdón por la expresión- como un dulce que tomo porque me apetece. ¡Cuánto tenemos que mejorar! Hemos de poner mucho empeño en agradecer la Eucaristía, participar en ella asiduamente, al menos en el día de Señor, y, debidamente preparados, recibir a Cristo en la comunión. Él se queda en el Sagrario y nos espera. No lo abandonemos.
El regalo del sacerdocio ordenado
3. En la tarde del Jueves santo, recordamos y agradecemos también el don del sacerdocio ordenado. La Eucaristía y el sacerdocio ordenado son inseparables. “Haced esto en memoria mía”. Estas palabras de Cristo están dirigidas a los Apóstoles y a quienes continúan o participan de su ministerio. A ellos, Jesús les entrega la potestad de hacer en su nombre lo que Él acaba de realizar; es decir, la potestad de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Diciendo “haced esto”, instituye el sacerdocio ordenado, sin el cual no puede haber Iglesia. Porque sin sacerdotes no hay Eucaristía. Y sin la Eucaristía, no podemos existir ni vivir, ni los cristianos ni las comunidades. La escasez de sacerdotes está llevando a que cada vez más comunidades se vean privadas de la Eucaristía dominical. El pueblo creyente comienza a sentir la necesidad de los sacerdotes.
Jueves santo nos llama a agradecer el don de los sacerdotes, a valorar su presencia en nuestras comunidades, y a cuidar de ellos. Sólo una Iglesia verdaderamente agradecida y enamorada de la Eucaristía se preocupará de hacerlo y de suscitar, acoger y acompañar las vocaciones sacerdotales. Y lo hará mediante la oración y el testimonio de santidad.
Don del mandamiento nuevo del amor fraterno
4. Y, finalmente, en esta tarde de Jueves Santo Jesús nos deja en herencia el gran regalo del mandamiento nuevo del amor. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13, 34). A continuación repetiremos el gesto de Jesús hizo al comienzo de la Última Cena: el lavatorio de los pies. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les enseña cómo debe ser el amor de sus discípulos y les propone el servicio como norma de vida: “Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Jesús nos invita a imitarle: “Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 15).
Jesús establece una íntima relación entre la Eucaristía y el mandamiento del amor. No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de servir y amar al prójimo. Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren, los necesitados, los desfavorecidos, los indefensos… es servicio de amor. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.
También hemos de saber agradecer, disfrutar y cuidar este gran don el mandamiento nuevo del amor. No es fácil agradecer este mandamiento en una época proclive a rehuir todo mandamiento, toda orden, toda obligación. Jesús instituye la Eucaristía como manantial inagotable del amor. El amor es la herencia más valiosa que Jesús nos deja a los cristianos. Y porque es un don suyo el mandamiento del amor, debemos agradecerlo: el amor es el único camino que nos lleva a la vida, que nos lleva a la felicidad. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde Jesús ofrece a la humanidad entera. Cristo afirma la necesidad del amor, hecho entrega y servicio desinteresados. El amor alcanza su cima en el don de la propia persona, sin reservas, a Dios y a los hermanos, como el mismo Señor. El Maestro mismo se ha convertido en un siervo: y nos enseña que el verdadero sentido de la existencia es la entrega desinteresada por amor. El amor es el secreto del cristiano para edificar un nuevo mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo.
Jueves Santo es, por ello, el día del Amor fraterno. Después de ver y oír a Jesús, después de haber comulgado el sacramento del amor, después de habernos unido realmente con Él en la comunión, salgamos de esta celebración con el ánimo y las fuerzas renovadas para vivir el mandamiento del amor. Esto comienza con el prójimo y con el necesitado: en nuestra propia familia, entre nuestros vecinos, en el lugar de trabajo, en el pobre, enfermo o necesitado, en el forastero, en el inmigrante o en el refugiado. Eso sí, tendremos que salir de nosotros mismos y traspasar ese círculo en el que nos encierran la comodidad, el egoísmo, la indiferencia o los prejuicios. Si lo hacemos así, seremos discípulos de Cristo, imitaremos al mismo Dios que por amor supo salir de sí mismo para acercarse, entregarse y permanecer con nosotros.
Agradezcamos, disfrutemos y cuidemos los dones de la Eucaristía, del sacerdocio y del mandamiento nuevo del amor. En la Cena que recrea y enamora, encontramos, hermanos, el alimento y la fuerza para salir a los caminos de la vida. Seamos signo de unidad y fermento de fraternidad. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
E
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!