Santa Misa Crismal
Estas son las líneas que el señor obispo Don Casimiro López Llorente habló durante la homilía de la Santa Misa Crismal de este año 2018.
HOMILÍA EN LA SANTA MISA CRISMAL
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Catedral-Basílica de Segorbe, 27 de marzo de 2018
(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)
Hermanas y hermanos muy amados todos en el Señor; mis queridos sacerdotes, Vicarios General y Judicial, y Vicarios episcopales de Pastoral y para el Clero, Arciprestes. Muy estimados Cabildos Catedral y Concatedral; mis queridos diáconos y seminaristas de ambos seminarios Mater Dei y Redemptoris Mater; queridos religiosos y religiosas; amados fieles laicos.
1. La Misa Crismal que cada año celebramos, cercano ya el Triduo Pascual y el Jueves Santo, debiera ayudarnos a exclamar con el salmista: “Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos” (Ps 132, 1). Con estas palabras del salmo 132, quiero expresar mi gozo por vuestra presencia numerosa en nuestra Catedral-Basílica de Segorbe, madre de todas las iglesias de la Diócesis, donde el Obispo tiene su cátedra para enseñar y su altar para santificar y reunir a todo el pueblo santo de Dios.
Nuestra Eucaristía de hoy es una expresión visible de comunión eclesial. Cristo es el que nos convoca y congrega a todos -obispo, sacerdotes, diáconos, religiosos, seminaristas y fieles laicos- en la celebración de esta Santa Misa Crismal. Es el Señor quien “nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios su Padre” (Ap 1, 6). Somos un pueblo sacerdotal. Nos sentimos o debemos sentir hermanos dentro de una gran familia, la Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón.
!Qué hermoso es que estemos reunidos, esta mañana todos nosotros en torno al altar del Señor¡ Ahí radica nuestra grandeza y nuestra fuerza: en la unión de todos en Cristo y con Cristo, nuestro Salvador. Unión que brota de la Eucaristía y que crece del perdón ofrecido y recibido diariamente entre nosotros; un perdón que como vuestro Obispo quiero esta mañana pedir sincera y humildemente a cuantos haya podido ofender de palabra, obra u omisión; un perdón que espero y un perdón que suplico también de vuestra comprensión y benevolencia, y de la misericordia divina.
Hermanos y hermanas en el Señor, todos tan queridos por vuestro obispo, todos y cada uno de vosotros, especialmente vosotros los sacerdotes, tan imprescindibles ante el reto de la nueva evangelización en un mundo cada vez más secularizado: no podemos, no debemos de ninguna manera, perder esta común-unión, sino más bien buscarla, reforzarla e incrementarla día a día. La comunión es fuente de santidad y camino esencial de evangelización. Sí, es verdad: sin misericordia y sin perdón no hay comunión, y sin comunión no hay evangelización. ¿No decían de los primeros cristianos: “ved cómo se aman”? !Que no entre en nuestros corazones el demonio de la división, de la discordia, de la envidia, del resentimiento, de la indiferencia o de la maledicencia. Y que donde haya entrado tengamos la humildad y la fuerza de desalojarla! Jesús nos dice hoy una vez más: amaos los unos a los otros como yo os he amado; perdonaos si alguno tiene quejas contra otro; permaneced en mi amor.
La unidad, si bien exige nuestro esfuerzo, “es gracia de Dios como lo es el rocío que desciende sobre las laderas del Hermón. No se debe a fuerzas y méritos humanos, sino a su favor, como el rocío del cielo” (San Agustín, In ps.132, 10). Es la fuerza del Espíritu Santo que mora en medio de nosotros, quien puede hacer posible lo que para nosotros es imposible. Abramos, pues, nuestro corazón al Espíritu de la unidad. Pidámosle que acreciente nuestra ‘fraternidad sacerdotal’, la caridad mutua y la convicción profunda de que lo que hace eficaz nuestra misión y nuestro ministerio, queridos sacerdotes, es la unidad en la caridad y en la pluralidad, que, sin romper nunca la comunión en la fe y en la obediencia, enriquece la unidad. Una fraternidad que se alimenta de una profunda vida interior, de la humildad y de la sinceridad, de la misericordia y del perdón. No se puede ver al prójimo como hermano si no estamos unidos en Jesucristo.
2. Dentro de unos instantes, bendeciremos el óleo de los catecúmenos y el óleo de los enfermos, y consagraremos el santo Crisma. Adentrémonos con sencillez en lo que significa cada uno de esos aceites, que presentamos al Señor para que los bendiga y consagre.
Con el óleo de catecúmenos serán ungidos quienes reciban el bautismo, como lo fuimos nosotros un día. Con esta unción recibimos la fuerza para luchar contra las fuerzas del mal. En la antigüedad, los atletas cubrían y fortalecían sus miembros con aceite; y si sus enemigos o adversarios pretendían agarrarlos, no podían hacerlo con facilidad porque sus miembros estaban untados con aceite y resbalaban.
Recordando nuestro bautismo, pidamos al Señor que nos conceda saber y poder librarnos de las asechanzas del enemigo, del demonio, del Príncipe del mal. En la cultura de hoy, a veces el mal va disfrazado de adaptación a la modernidad olvidando el Evangelio o de una especie de falsa caridad que pospone la verdad y el bien. La tentación es fuerte y necesitamos estar ágiles. El combate cristiano no es la militancia de la intransigencia y la ruptura, sino que sus armas son la negación de uno mismo en aras del bien de la comunión, el diálogo paciente con el otro, la oración y la misericordia. Pidamos al Señor que nos mantenga en la firme decisión de luchar contra el mal con las armas del bien. Así nos lo recomienda san Pablo: Buscad vuestra fuerza en el Señor.
Poneos las armas de Dios para poder afrontar las asechanzas del diablo. Porque nuestra lucha no es contra los hombres de carne y hueso, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire. Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad y revestid la coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz (cf. Ef 6,10-18).
Con el óleo de los enfermos serán ungidos los enfermos en el sacramento de la Unción. Los pobres y los enfermos son los preferidos del Señor. En los primeros capítulos del Evangelio de san Marcos se ve con toda claridad: los porbres y los enfermos se acercaban a Jesús en busca de curación, de consuelo y de paz. La Iglesia pone en manos de los presbíteros esa maravillosa medicina de la Unción, unida a la invocación de la ayuda divina. Dice la carta de Santiago: “¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y lo unjan con óleo en nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo” (St 5,14-15).
Queridos hermanos; cuidemos mucho más, si cabe, la pastoral de enfermos. Son los preferidos del Señor. Visitarles en sus casas y en los hospitales es la mejor manera de anunciar la Buena Nueva de Jesús. En ellos nos espera el mismo Jesucristo, ellos necesitan la presencia entrañable y discreta de alguien que siempre lleva la paz, el consuelo y la esperanza. Todos agradecen la visita, el consuelo y la oración del presbítero, de los visitadores de enfermos y de los cristianos. Hagamos ese ministerio con humildad, ternura y asiduidad, pero con la suficiente delicadeza.
Con el santo Crisma serán ungidos quienes reciban el bautismo, la confirmación y la ordenación presbiteral. Nuestra propia unción en el bautismo, en la confirmación o en la ordenación nos recuerda las palabras de Jesús: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 18-19). Sí, el Señor nos ha ungido y nos ha hecho sus hijos; nos ha hecho templos de su Espíritu, portadores de su presencia amorosa y transformadora.
Vivamos con gozo el precioso don de la vida nueva del Bautismo, de la fe y de la vida cristiana, del ministerio presbiteral. No nos avergoncemos de ser los ungidos del Señor cada uno según su vocación y ministerio: bautismal o sacerdotal. Llevemos por todas partes y en toda ocasión, el perfume de Dios, el suave y precioso aroma de un amor servicial, acogedor, misericordioso, paciente, que lo disculpa todo. Profundicemos en el gran don que el Señor nos ha hecho y seamos consecuentes con el don recibido.
No cabe en nosotros, ungidos de Dios, la impureza, la hipocresía, la falsedad o la cobardía, en definitiva, el pecado. Estamos llamados a ser el buen olor de Cristo. Recordad que necesitamos jóvenes en la Iglesia, para ungirlos con el santo crisma en el sacramento de la confirmación, que haga de ellos discípulos misioneros del Señor, o para fortalecerlos en el camino de la vida religiosa o para consagrar sus manos en el sacerdocio. Oremos los unos por los otros para que el Señor nos dé acierto en la pastoral de juvenil y en la pastoral de las vocaciones, y nos mantenga a todos en el camino de la santidad.
3. Queridos sacerdotes: Hoy, cercano ya el Jueves Santo, al recordar nuestra ordenación presbiteral vamos a renovar a continuación nuestras promesas sacerdotales. Hagámoslo con el frescor y la alegría del primer día y con la viva emoción del don recibido de Cristo sin mérito alguno por nuestra parte. ¡Avivemos nuestra conciencia y nuestra gratitud por la inmensa riqueza del don de nuestro sacerdocio! ¡Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y con los hermanos! ¡Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y misión a la que servimos! Estamos ungidos para ser ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo, desde la Cruz, ha enviado al mundo para la salvación de todos. Recordemos que este encargo recibido del Señor sólo lo podemos realizar adecuadamente unidos a Él: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).
Por eso, la primera pregunta que os haré (y me haré a mí mismo), al renovar hoy las promesas sacerdotales, será: “¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él…?”. Esta es la clave y el fundamento de nuestro ministerio. Sólo desde nuestra unión con Cristo, cultivada en una oración asidua y sincera, podremos encontrar las energías necesarias y el amor incansable para llevar adelante cada día nuestra misión. Sólo en el trato familiar con Cristo, que nos llama amigos, avivaremos la alegría de dar la vida por los hermanos como hizo Él. Además, la misión de Cristo nos llevará a la unidad entre nosotros. Como la vid y los sarmientos, si todos estamos unidos a Cristo, estaremos unidos unos con otros.
No quiero terminar sin tener un recuerdo en nuestra oración y afecto a nuestros sacerdotes ancianos y enfermos y a los que padecen algún tipo de dificultad para estar entre nosotros. Al mismo tiempo encomendamos a la misericordia de Dios a los hermanos fallecidos en el último año: P. José María Botella, OFM, D. Juan Manuel Gil, D. Vicente Bengoechea, D. Félix Gómez y D. Gervasio Ibañez. Que el Señor les conceda su Paz y su Gloria para siempre.
Y que María, la Virgen de la Cuerva Santa, la Madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes, nos aliente a todos para cumplir bien y fielmente el ministerio que su Hijo, nos ha encomendado. Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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