La vocación: don y llamada de Dios al amor
Queridos diocesanos:
En más de una ocasión me he referido a la urgente necesidad de cuidar las vocaciones en nuestra Diócesis. Y no me refiero sólo a las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, tan necesarias para la Iglesia y, a la vez, tan escasas entre nosotros. También hemos de cuidar y presentar el matrimonio cristiano como un don y una llamada de Dios para que nuestros jóvenes descubran su belleza y lo vivan con alegría. Finalmente hemos de ayudar a los bautizados a vivir su bautismo como llamada del Señor a ser sus discípulos misioneros en la Iglesia y en el mundo.
Ya san Juan Pablo II indicaba que la dimensión vocacional es esencial y connatural en la pastoral de la Iglesia; no es algo añadido o secundario, sino algo que debe estar presente siempre en la acción pastoral de la Iglesia: de pastores y comunidades, de padres cristianos o de catequistas, entre otros. La Iglesia es la asamblea de los llamados por el Señor, y su misión es llevar a las personas al encuentro transformador y salvador con Jesús. Como Juan el Bautista en el caso de Andrés y de Juan, la Iglesia ha de dirigir la mirada a Jesús, que dice a quienes lo buscan, “venid y veréis” (cf. PDV 34).
Hoy no es fácil hablar de vocación como don y llamada de Dios. Se pueden aducir para ello muchas razones de tipo social y cultural, y otras tantas de carácter intraeclesial. Falta una perspectiva global de la persona como proyecto de vida. Además, el contexto cultural actual propone un modelo de ‘hombre sin vocación’, totalmente autónomo, señor y dueño de su vida y existencia, sin apertura ni referencia alguna a Dios.. El futuro de niños y jóvenes se plantea, en la mayoría de los casos, reducido a la elección de una profesión, sin contar con la llamada de Dios.
Sin embargo, una mirada creyente descubre que todos tenemos una vocación: la vocación al amor. En las primeras páginas de la Biblia leemos que “Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios los creó: varón y hembra los creó” (Gn 1,27). Dios es amor, nos dice san Juan. Porque Dios es amor y somos creados a su imagen y semejanza, nuestra identidad más profunda es la llamada al amor. Dios llama a cada uno a la vida por amor y para el amor pleno. Este es nuestro origen y nuestro destino en el plan de Dios: Él nos crea para amar y ser amados en esta vida, y llegar a la plenitud del amor de Dios en la eterna. Este es el proyecto de Dios para cada uno. Por eso no hay nada más triste en este mundo que no amar ni ser amados. Cristo nos muestra que el verdadero amor consiste en la donación y entrega total por el bien del otro.
Todos estamos llamados al amor. Al hablar de amor hemos de contemplar en primer lugar el misterio mismo de Dios. Dios es amor; es comunión personas en el amor, del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Éste es el corazón de la revelación cristiana. Jesús con sus palabras y sus hechos, y, sobre todo, en la donación de sí mismo y en su entrega total de la propia vida hasta la muerte, nos ha revelado este rostro de Dios, en sí mismo y para la humanidad. “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9-10). Así es Dios y así nos ama Dios. El amor de Dios crea en nosotros la bondad y la belleza. Su mirada nos hace buenos y gratos a sus ojos.
El hombre y la mujer estamos hechos para amar y ser amados; nuestra vida se realiza plenamente sólo si se vive en el amor. La llamada de Dios creador al amor se profundiza en el bautismo que nos hace hijos e hijas amados de Dios en su Hijo, Jesucristo, y nos llama a vivir el amor en su seguimiento. Un seguimiento que se concreta en el sacerdocio, en la vida consagrada o en el matrimonio. Todo bautizado ha de estar a la escucha y preguntarse por qué camino concreto le llama el Señor para vivir su llamada al amor. En el seguimiento de Jesús, los sacerdotes entregan su vida por amor para servir a la vocación de los hermanos, en nombre y representación Jesús, el buen Pastor. Las personas consagradas son llamadas por Dios para entregarse enteramente a Él con corazón íntegro, para ser signo elocuente del amor de Dios para el mundo y de su llamada a amar a Dios por encima de todo. Asimismo el matrimonio es una llamada de Dios a vivir el amor conyugal siendo signo y lugar del amor entre Cristo y la Iglesia.
Ayudemos a todos, y en especial a los jóvenes a ponerse a la escucha de Dios para descubrir el camino concreto por el que Él los llama a vivir su vocación al amor. Esta es la clave de toda existencia humana y cristiana, y garantía de libertad y felicidad.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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