Queridos diocesanos:
Paso a paso nos vamos adentrando en el Adviento, tiempo para la Esperanza. El Adviento nos llama, en efecto, a dejar que se encienda o se avive en nosotros la fe para creer y acoger al Niño-Dios que nace en Belén: Él es la esperanza que no defrauda. En Navidad, Dios se hace unos de los nuestros en Jesús, para mostrarnos que Dios es Amor y darnos este amor; Dios crea todo y a todos por amor, Él nunca nos abandona y quiere hacernos partícipes de su misma vida para siempre. La vida eterna, la vida misma de Dios, es la única capaz de saciar nuestro deseo de amor, de vida y de felicidad.
Este tercer domingo de Adviento nos invita a la alegría del espíritu. Lo hace con las palabras de san Pablo a los filipenses: “Gaudete in Domino”, “Alegraos siempre en el Señor”, porque “el Señor está cerca” (cf. Flp 4, 4-5). Ya el profeta Sofonías, al final del siglo VII antes de Cristo, se dirige a la ciudad de Jerusalén y sus habitantes exhortándoles a la alegría: “Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén. (…) El Señor tu Dios está en medio de ti como poderoso salvador” (So 3, 14. 17). Dios mismo “se goza y se complace en ti, te renovará con su amor, exultará sobre ti con júbilo” (So 3, 17-18). Esta promesa se realizó plenamente en Navidad, y la hemos de renovar en el “hoy” de nuestra vida y de nuestra historia.
La alegría que estas palabras han de suscitar en el corazón de los cristianos no está reservada sólo a nosotros: es un anuncio profético destinado a toda la humanidad, en especial a los más pobres. Pensemos en todos los que están sufriendo los efectos de la pandemia, en especial los contagiados y sus familias, los parados y un largo etcétera. También nosotros podemos estar atenazados por el miedo y la incertidumbre, por la tristeza y la angustia.
Algunos se preguntarán si no es cínico y fuera de lugar invitar a la alegría en medio de la tragedia del Covid-19. ¿Qué alegría podemos vivir en esta situación? Pensemos en los numerosos enfermos y los que les asisten, o en las personas solas que, además de experimentar sufrimientos físicos, sufren también en el espíritu, porque a menudo se sienten abandonados. ¿Cómo compartir con ellos la alegría sin faltarles al respeto en su sufrimiento? Y pensemos también en quienes han perdido el sentido de la verdadera alegría, especialmente si son jóvenes, y la buscan en vano donde es imposible encontrarla: en la autoafirmación y el éxito, en las falsas diversiones, en el consumismo, en los momentos de embriaguez, en los paraísos artificiales de la droga y de cualquier otra forma de alienación. No podemos menos de confrontar la llamada a la alegría de este Domingo con la realidad dramática de la pandemia y todas sus consecuencias.
Como en tiempos del profeta Sofonías, la palabra del Señor se dirige de modo privilegiado precisamente a quienes soportan pruebas, a los “heridos de la vida y huérfanos de alegría”. La invitación a la alegría no es un mensaje alienante, ni un estéril paliativo, sino más bien una profecía de salvación, una llamada a un rescate que parte de la renovación interior. Porque la alegría de que se aquí se trata no es algo superficial y efímero, como la que tantas veces nos ofrece nuestro mundo; se trata de una alegría profunda y estable, que llena la vida de paz y de sosiego. La alegría cristiana deriva de la certeza de que “el Señor está cerca” (Fil 4, 5); es la alegría, la paz y la serenidad de saberse siempre amados y nunca abandonados por Dios en su Hijo, Jesús. La fuente de la perenne alegría cristiana brota de lo hondo: de ese fondo de serenidad que hay en el alma, que, aún en la mayor dificultad, en la enfermedad y también en la muerte, se sabe siempre e infinitamente amada y protegida por Dios en su Hijo, Jesús. Él nace en Belén y muere y resucita, para hacernos partícipes de la vida misma de Dios.
La alegría que el Señor nos ofrece debe hallar en nosotros un corazón agradecido y dispuesto a acogerle. El Adviento nos llama a preparar los caminos al Señor, nos llama a la conversión de corazón y de vida a Dios, el único que puede purificar verdaderamente la vida y llenarla de alegría y de paz. Somos frágiles, limitados, finitos y pecadores; pero gracias al Hijo de Dios, que nace en Belén, puede resplandecer en nosotros el amor y la vida de Dios, que llena nuestro corazón de alegría.
Para transformar el mundo, Dios eligió a una humilde joven de Galilea, a María de Nazaret, y le dirigió este saludo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. En esas palabras está el secreto de la auténtica Navidad, de la auténtica alegría. Con san Pablo os digo a todos: “Alegraos, porque el Señor está cerca”.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón