Acompañar a las personas migradas
Queridos diocesanos:
Este domingo, 29 de septiembre, celebramos la Jornada Mundial del migrante y refugiado. El lema, elegido por el papa Francisco, para este año reza: “Dios camina con su pueblo”. El lema nos recuerda el éxodo del pueblo de Israel de Egipto y su camino hacia la tierra prometida; es un largo viaje de la esclavitud a la libertad que prefigura el de la Iglesia hacia el encuentro final con el Señor. Análogamente, dice el Papa, es posible ver en los emigrantes de nuestro tiempo una imagen viva del pueblo de Dios en camino hacia la patria eterna. La realidad fundamental del éxodo, de cada éxodo, es que Dios precede y acompaña el caminar de su pueblo y de todos sus hijos en cualquier tiempo y lugar. Hoy también son miles las personas que huyen del hambre, de la guerra, de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna para sí mismos y para sus familias. Dios los acompaña. Jesús está presente en cada uno de ellos y nos llama a reconocer su rostro en los rostros de cada migrante (cf. Mt 25,31-46).
En este curso pastoral, dedicado al acompañamiento, hemos de prestar especial atención también a los migrantes y los refugiados. Estamos llamados a abrir nuestro corazón al amor de Dios, dejarnos transformar por él para acompañar a las personas migradas. Dios camina con y en los emigrantes. Quien acoge el abrazo amoroso del Padre en el encuentro con Jesús queda trasformado en manos que se abren a otros para que también ellos experimenten la cercanía amorosa de Dios: sea quien fuere, en este abrazo fraterno debe saberse amado como hijo de Dios y sentirse ‘en casa’ en la única familia humana.
Como Iglesia y como cristianos estamos llamados por Jesús a acompañar a las personas migradas. Esto significa, en palabras del Papa, “acoger, proteger, promover e integrar” –que no es asimilar- a quienes por una razón u otra se ven obligados a salir de su patria y migrar a nuestra tierra. Más del 18% de la población actual en el territorio de nuestra Diocesis son extranjeros; la inmensa mayoría buscan seguridad y una vida digna. No nos pueden ser indiferentes. No podemos habituarnos a su sufrimiento y a su precariedad. Hacerlo sería entrar en el camino de la complicidad. Nuestra respuesta no puede ser otra que la que nos muestra Jesús en el Evangelio. Esto comienza por sentir verdadera compasión ante estos miles de personas, que huyen ante la guerra y la persecución, o que tienen que buscar una vida más digna lejos de su país.
Ante tantas personas afectadas por el fenómeno migratorio es necesario examinar y atajar sus causas en origen, así como regular el ejercicio del derecho de todos a migrar para que no se convierta en un mal para todos. Pero también como Iglesia y como sociedad hemos de responder a los problemas de estos hermanos desde el punto de vista humano, económico, político, social y pastoral. Nos urge repensar nuestras actitudes personales, eclesiales, sociales y políticas, y redoblar nuestro compromiso real y efectivo con los migrantes y sus familias. No es un fenómeno más. No se trata de números. Son ante todo personas con la misma dignidad sagrada que los autóctonos. Ellos nos interpelan en nuestro modo tradicional de vivir; a veces se encuentran por nuestra parte con sospechas, temores y prejuicios que hemos de superar. Como personas humanas que son, los migrantes se merecen acogida, respeto y estima; ellos, a su vez, han de respetar y reconocer el patrimonio material y espiritual del país que los hospeda.
Entre todos hemos de fomentar actitudes y comportamientos de acogida, de encuentro y de dialogo. Jesús nos dice: “fui extranjero y me acogisteis” (Mt 25,35); Jesús se identifica así con la persona del migrante; y nos llama a su acogida, como si de Él mismo se tratara. Es necesario conocer a las personas migradas y su historia personal y familiar para poder comprenderlas y acompañarlas. En ellos, el Señor viene a nuestro encuentro; son su presencia viviente en nuestras vidas.
Jesús nos llama de forma apremiante a hacernos próximos, a mostrarles nuestra cercanía real y cordial, a valorarlos en su cultura propia y en su modo de vivir la fe, a no utilizarlos para intereses personales o políticos, y a trabajar para que sea reconocida su dignidad humana tantas veces negada.
Muchos migrantes comparten nuestra cultura y nuestra fe; acogerlos e integrarlos en nuestras parroquias será un signo de fraternidad cristiana y de catolicidad; su integración redundará en bien de los migrantes, que podrán vivir su fe cristiana en comunidad, y de las comunidades, que se verán enriquecidas con su presencia activa.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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