Llamados a la santidad
Queridos diocesanos:
En un par de días celebramos la Solemnidad de todos los Santos. En este día, la Iglesia nos invita a compartir el gozo celestial de los santos. Los santos no son una pequeña casta de elegidos, sino “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9). Son los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los santos de los siglos sucesivos, y son los mártires y testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del Espíritu Santo. En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones; son todos aquellos que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad de Dios en su vida terrena. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer en el firmamento de Dios.
San Bernardo, en una homilía en el día de todos los santos, escribe: “Nuestros santos no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos”. El significado de esta fiesta consiste, pues, en que el recuerdo y la contemplación del ejemplo de los santos, suscite en nosotros el gran deseo de ser como ellos: felices por vivir en Dios, en su amistad y en la gran familia de los amigos de Dios para siempre. Ser santo significa vivir en Dios y con Dios, es decir vivir en su amistad y en su familia.
Todos los bautizados estamos llamados a la santidad. No es cosa para unos pocos elegidos. De una manera especial lo recalcó el concilio Vaticano II: “Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (LG 42). Hace poco nos lo recordó el papa Francisco, en su exhortación “Gaudate et exultate”; es decir, “Alegraos y regocijaos”, porque ser santo es ser feliz y bienaventurado.
Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos? Para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. La santidad es ante todo y antes de nada un don. El motivo de la llamada a la santidad es que Dios es santo. “Sed santos porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo” (Lev 19, 2). La santidad es, en la Biblia, la síntesis de todas las atribuciones de Dios; indica la plenitud de Dios. En Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, se encuentra la santidad misma de Dios:
El es “el Santo de Dios!” (Jn 6, 69; Lc 4, 34), y por Él nos llega a nosotros. El bautismo nos hace hijos de Dios y hermanos en Cristo; por el bautismo participamos ya de la santidad de Dios, de su misma vida, de su amor, de su gracia y de su amistad. Es una vida nueva que pide ser acogida con fe, que está llamada a crecer en el encuentro personal con Cristo, la fe en Él, la acogida de su Palabra y de sus Sacramentos, y su seguimiento en el seno de la Iglesia viviendo en el día a día el mandamiento nuevo del amor a Dios y al prójimo por el sendero de las bienaventuranzas, sin desalentarse ante la dificultad. Ser santo es estar y vivir unidos a Jesucristo.
La experiencia de la Iglesia muestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo. Quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra la vida (cf. Jn 12, 24-25). La santidad consiste en dejar que Dios lleve nuestra carga. Es una forma de expresar la primacía de la gracia, pero también muestra la confianza de quien se sabe totalmente en manos de Dios. Los santos, dóciles a los designios divinos, han afrontado pruebas y sufrimientos, persecuciones y el martirio. Ellos han perseverado en su entrega y sus nombres están escritos en el libro de la Vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso, la unión eterna y feliz con Dios.
Los santos son un estímulo a seguir el mismo camino y experimentar la alegría de quien se fía de Dios. Porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el ser humano es vivir lejos de Dios. La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque Dios nos dará siempre los medios. Dios nos ha amado primero. Respondamos al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos. Acojamos su vida, su gracia y su amor. Seamos santos. Y esto nos impulsará a amar también a nuestros hermanos. Este es el camino de la renovación pastoral y misionera de nuestra Iglesia diocesana.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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