En Navidad, el Hijo de Dios se hace hombre para mostrarnos y ofrecernos a Dios que es Amor. El Niño-Dios nos muestra que el ser humano está llamado al amor. Porque Dios es Amor y el hombre está creado a su imagen y semejanza, su identidad más profunda es la vocación al amor. En Jesús queda renovada la creación entera y el ser humano; todas las dimensiones de la vida humana han sido iluminadas por Él, y han quedado sanadas y elevadas, incluidos el matrimonio y la familia.
El domingo siguiente a Navidad celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia y la Jornada de la familia. Porque fue en el seno de una familia humana donde Jesús fue acogido con gozo, donde nació, creció y se educó. La familia, formada por Jesús, María y José, es un hogar en el que cada uno de sus integrantes vive el designio del amor de Dios para con cada uno de ellos: José, la llamada de Dios para ser esposo de María y padre legal de Jesús; María, la de ser madre del Hijo de Dios en la carne y esposa de José; y Jesús se prepara para su misión de enviado de Dios para salvar a los hombres. La Sagrada Familia es una escuela de amor, de acogida y de respeto recíproco, de diálogo y de comprensión mutua y de una existencia según la vocación divina al amor.
A LOS SACERDOTES EN LA DIÓCESIS DE SEGORBE-CASTELLÓN
Queridos hermanos sacerdotes:
Como ya sabéis, nuestra Iglesia diocesana a través de la Delegación diocesana de Pastoral familiar y de la vida ha lanzado en este curso la iniciativa de crear en las parroquias «Grupos parroquiales de matrimonios». Yo mismo la presente en la primera reunión de Arciprestes de este curso pastoral y lo he hecho también en los encuentros con los grupos de sacerdotes de los Arciprestazgos a lo largo de este primer trimestre. Sinceramente creo que es algo urgente y necesario para ayudar a nuestros matrimonios- jóvenes y no tan jóvenes- a vivir su propio matrimonio desde la vocación de Dios al amor esponsal y ayudarles así a ser una familia cristiana, donde se viva y transmita la fe a los hijos.
Como todo en la vida -y quizá más en nuestra misión pastoral- no será fácil la creación de estos grupos parroquiales de matrimonios. Es necesario, por ello, acoger esta iniciativa con calor e interés, con compromiso e implicación personal y poner, sobre todo, mucho ardor pastoral. Si que os puedo decir que en las parroquias donde se ha ofrecido esta iniciativa ya ha habido respuesta; es más, en alguna parroquia la iniciativa ha partido de los mismos matrimonios. Hay matrimonios que buscan la cercanía y el acompañamiento de los pastores y de la comunidad parroquial para mejor vivir su propia vocación esponsal y su realidad familiar.
Puedo decir que de los grupos ya existentes se están beneficiando los esposos, sus familias y sus hijos; y también las mismas parroquias, llamadas a ser “familia de familias’, implicadas en la vida y misión parroquial, muy en especial en la iniciación cristiana de sus hijos. Están, por tanto, ayudando también a la tan necesaria renovación de nuestras parroquias.
Para reflexionar sobre este tema os invito a una reunión el día 11 de enero de 2020, a las 12 de la mañana, en la sala de reuniones del palacio episcopal de Castellón. Partiremos de la realidad. Algún matrimonio nos hablará de su experiencia en un grupo de matrimonios. Os ruego que, a ser posible, los sacerdotes vengáis acompañados de algún matrimonio o seglar casado que esté encargado de la pastoral matrimonial y familiar en vuestras parroquias.
Confío en que sabréis acoger con interés esta iniciativa e invitación. Nuestra Iglesia diocesana se juega mucho en una pastoral familiar capilar, anterior y posterior a la celebración de matrimonio. No nos podemos limitar a la preparación a la celebración matrimonio con los cursillos; son muy importantes, pero claramente insuficientes. Aprovecho para agradeceros de corazón vuestro trabajo pastoral en este campo y también vuestra acogida a esta invitación.
Hasta ese día, recibid mi deseo de una feliz y santa Navidad y de la bendición del Señor para el próximo Año nuevo.
+ Casimiro López Llorente, Obispo de Segorbe-Castellón
Podría parecer obvio hablar de celebración cristiana de la Navidad. Pero los hombres somos capaces de adulterar todo. Es palpable la creciente pérdida del sentido propio y originario de la Navidad. Los mismos cristianos nos dejamos contagiar por el ambiente exterior y el consumismo de estos días, o por el silenciamiento cada vez mayor del sentido cristiano de la Navidad en las iluminaciones y adornos anodinos y las tarjetas sin motivo religioso alguno. Aumenta la voluntad de borrar el sentido propio de la Navidad excluyendo el belén y los villancicos de lugares públicos. So capa de tolerancia ante el pluralismo religioso, algunos promueven entre nosotros el silencio y la exclusión del cristianismo que contrasta con el trato exquisito de otras religiones.
Menos mal que también somos capaces de darnos cuenta y rectificar. El papa Francisco acaba de regalarnos una hermosa carta en la que nos alienta a mantener viva la costumbre de hacer el belén en nuestros hogares y de ponerlo en los lugares de trabajo, en las escuelas, en los hospitales, en las cárceles, en las plazas. Es una tradición que nos ha de ayudar a recuperar y fortalecer la celebración cristiana de la Navidad. Personal, familiar y comunitariamente hemos de centrar nuestra celebración en el Misterio que nos recuerda el belén, y evitar todo derroche, todo dispendio y tantos otros excesos, contrarios al significado profundo de esta Fiesta.
Apenas comenzado el Adviento celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, que tan arraigada está en toda nuestra Diócesis. En este día celebramos una verdad fundamental de nuestra fe católica; a saber, que María, por haber sido elegida por Dios para ser la Madre del Salvador fue preservada de toda mancha del pecado original y de todo pecado desde el instante mismo de su concepción.
La Virgen fue agraciada con dones a la medida de la misión tan importante para la que había sido elegida. María es la “llena de gracia” (Lc 1, 28), una plenitud de gracia y de amor de Dios que ella abraza con fe, con una total disponibilidad y entrega de su persona a Dios: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Ella creyó en las palabras del Ángel y respondió con palabras de total entrega a Dios. Así, con su fe y su amor, la Virgen colabora desde el principio de manera totalmente singular con la obra redentora de su Hijo para restablecer la vida de unión y amistad de toda la humanidad con Dios, germen de fraternidad entre los hombres. Por esta razón, la Virgen es nuestra madre en el orden de la gracia, asociada para siempre a la obra de la redención. Ella es el fruto primero y más maravilloso de la redención realizada por su Hijo, Cristo Jesús.
Este domingo comenzamos el tiempo litúrgico del Adviento. Es el tiempo que la Iglesia nos ofrece para prepararnos a la celebración de la Navidad, la ‘primera’ venida en la historia en Belén de Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías esperado durante siglos por el Pueblo de Israel y anunciado por los Profetas. Por otra parte, en este tiempo dirigimos nuestra mirada hacía la ‘segunda’ venida de Jesucristo al final de los tiempos, con poder y con gloria para juzgar a vivos y muertos.
Esta doble perspectiva hace del Adviento el tiempo de la alegría y de la esperanza. Nuestra vida cristiana, la vida de la creación y de la humanidad entera adquieren sentido a partir de estos dos momentos históricos: la entrada de Dios mismo en nuestra historia, con el nacimiento de su Hijo, para desvelarnos que Dios es amor y comunicarnos este amor, perdonar nuestros pecados y devolvernos a la vida de Dios; y su Parusía, su venida al final de los tiempos, que llevará su obra de Salvación a su total cumplimiento.
Este Domingo, último del Año Litúrgico, celebramos la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Esta fiesta nos muestra que Jesucristo es como la piedra angular sobre la que se edifica el mundo creado y la historia de la humanidad y la clave que los cerrará como Juez de vivos y muertos, cuando vuelva con poder y gloria al final de la historia. Su confesión ante Pilatos “Soy Rey”, queda completada por San Pablo al decir que Jesús es “imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia, reconciliador de todas las cosas” (cf. Col 1,12-20). Cristo es el centro de la creación, del pueblo de Dios y de la historia de la humanidad.
Celebramos este domingo, 17 de noviembre, la Jornada Mundial de los pobres. El papa Francisco, al final del Jubileo de la Misericordia, quiso ofrecer a la Iglesia esta Jornada, con el fin de que “en todo el mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados”. En este día queremos fijar la mirada en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Ellos son nuestros hermanos, creados y amados por el Padre celestial; muchos de ellos viven entre nosotros, están a nuestro lado; y con frecuencia no nos damos cuenta.
El Papa ha elegido como lema para el mensaje de este año las palabras: “La esperanza de los pobres nunca se frustrará” (Sal 9,19). “Ellas, nos dice, expresan una verdad profunda que la fe logra imprimir sobre todo en el corazón de los más pobres: devolver la esperanza perdida a causa de la injusticia, el sufrimiento y la precariedad de la vida”. El salmo describe con duras palabras la actitud de los ricos que despojan a los pobres: “Están al acecho del pobre para robarle, arrastrándolo a sus redes” (Sal 10,9). ). Pasan los siglos y la situación se mantiene inalterada, por lo que estas palabras no se refieren sólo al pasado, sino también a nuestro presente, expuesto al juicio de Dios.
Cada año, el Día de la Iglesia diocesana nos invita a conocerla, a sentirla como propia y a amarla de corazón. Esta jornada nos recuerda que Iglesia diocesana somos todos los cristianos católicos que vivimos en el territorio diocesano. Entre todos –laicos, religiosos/as, diáconos permanentes, sacerdotes y el obispo, que la preside en la caridad- formamos la gran familia de los creyentes en nuestra tierra.
Nuestra Iglesia diocesana no es una realidad abstracta, sino algo muy concreto y muy cercano porque está y vive entre los hombres. No es, de otro lado, algo ajeno a cada uno de nosotros que nos pudiera ser indiferente o de la que pudiéramos hablar, para bien o para mal, como si no fuera con nosotros. Nosotros mismos somos Iglesia y juntos formamos la Iglesia que camina en Segorbe-Castellón unida a la Iglesia universal, que se extiende hasta los confines de la tierra. Es tu Iglesia, es nuestra Iglesia, donde nacemos a la fe, la cultivamos, la celebramos y la vivimos. Juntos formamos la familia de los hijos de Dios, que se reúne para la escucha de la Palabra de Dios y en torno a la mesa de la Eucaristía y que es llamada a vivir la fraternidad. Somos un hogar llamado a vivir la caridad de Cristo con todos, especialmente con los que más lo necesitan. En esta casa todos somos iguales en dignidad y cada uno ha recibido de Dios unos dones para ponerlos al servicio en bien de toda la comunidad según su vocación y ministerio. Juntos estamos llamados a ser un signo e instrumento de fraternidad y de acogida de todos los hombres.
Nos estamos preparando para celebrar en Madrid un Congreso Nacional de Laicos del 14 al 16 de febrero de 2020; ha sido convocado por la Conferencia Episcopal Española para culminar el Plan Pastoral actual, titulado “Iglesia en misión al servicio de nuestro pueblo”. Este plan está inspirado en la llamada a la conversión misionera que el Papa Francisco ha dirigido a toda la Iglesia, en continuidad con el magisterio de los últimos pontífices, siguiendo la ruta trazada en el Concilio Vaticano II. Dice el Papa: “Cada Iglesia particular, porción de la Iglesia católica bajo la guía de su obispo, también está llamada a la conversión misionera… En orden a que este impulso misionero sea cada vez más intenso, generoso y fecundo, exhorto también a cada Iglesia particular a entrar en un proceso decidido de discernimiento, purificación y reforma” (EG 30). Efectivamente, la conversión espiritual, pastoral y misionera que propone el Papa empieza con el discernimiento, lleva a la purificación, y se concreta en propuestas para el cambio y la reforma para que nuestra Iglesia diocesana sea de verdad misionera.
Este domingo, 27 de octubre, celebraremos la Jornada dedicada a las personas sin hogar, bajo el lema “Ponle cara”. Porque estas personas tienen un nombre y un rosto propio; no es un mero fenómeno sociológico, el llamado ‘sinhoragismo’. Estas personas no nos pueden ser indiferentes. Como tú y como yo, tienen la dignidad propia e inalienable de hijos o hijas de Dios. Por ello las personas sin hogar nos interpelan a todos y cada uno personalmente, como cristianos y como ciudadanos, como comunidad cristiana y como sociedad. De ahí la pregunta permanente de la campaña: “¿Y tú qué dices? Di basta. Nadie sin Hogar”.
Se estima que sólo en España 40.000 personas sin hogar son acompañadas por Cáritas española; muchas de ellas están entre nosotros. Los cristianos no podemos ignorarlas, cuando sabemos bien que el hogar es una condición necesaria para que el hombre o la mujer pueda venir al mundo, crecer, desarrollarse, para que pueda trabajar, educar y educarse, para que los hombres puedan constituir esa unión más profunda y más fundamental que se llama ‘familia’. No tener hogar es más que no tener una casa una vivienda digna; implica también verse privado de cosas fundamentales para el desarrollo y el bienestar de todo ser humano como las relaciones personales, el sentido vital, el acceso a derechos fundamentales como la atención sanitaria y otros.
Son muchas las causas que intervienen para que una persona no tenga hogar. Cada una tiene su propia historia. Sin embargo, hay algunas causas que aparecen en los procesos de la mayoría de estas personas, como son la falta de recursos económicos y de ayudas sociales o la falta de un trabajo digno; a veces son circunstancias personales como la enfermedad, las adicciones, las relaciones familiares rotas o los hábitos; otras veces tienen que ver con la soledad; y al final, con la ausencia de acceso al derecho a una vivienda. Los que no tienen hogar constituyen una categoría de pobres todavía más pobres, a quienes debemos ayudar, convencidos de que una casa es mucho más que un simple techo, y que allí donde el hombre realiza y vive su propia vida, construye también, de alguna manera, su identidad más profunda y sus relaciones con los otros.
Varios documentos de carácter internacional afirman claramente entre otros derechos propios de la persona humana, el derecho a la vivienda. La misma Constitución española declara “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” y que “los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación” (art. 47). Ahora bien, estas formulaciones jurídicas tratan de expresar la verdadera dimensión de la carencia de vivienda. No es sólo un hecho de carencia o privación. Es la carencia o privación de algo debido y, por consiguiente se trata de una injusticia cuando una persona sin culpa suya directa carece de una vivienda.
Por su parte la Iglesia, que siempre ha estado cerca de los que sufren, de los pobres y los empobrecidos, porque ellos son los preferidos de su Señor, también se ha manifestado reiteradamente a este respecto, abogando por el derecho a la vivienda digna: es exigencia del bien común y del derecho a disfrutar de los bienes de la tierra justamente distribuidos como consecuencia del destino universal de los mismos.
La Iglesia, participando “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren” (GS 1), considera grave deber suyo asociarse a cuántos operan con dedicación y desinterés para que las personas sin hogar encuentren soluciones concretas y urgentes.
Para todo cristiano y la Iglesia, la realidad de las personas sin hogar es un llamamiento a la conciencia y una exigencia a poner remedio. En cada persona que carece de hogar, el cristiano debe identificar al mismo Cristo: “fui forastero y no me hospedasteis; estuve desnudo y no me vestisteis” (Mt 25, 43). En estas palabras se puede ver justamente, en cierto modo, la situación real de las personas sin hogar, en los cuales es necesario identificar al Señor.
Trabajemos unidos como sociedad y como comunidad cristiana, en la solución y la prevención del problema. Es posible y urgente acabar con estas situaciones de vulneración de derechos, de sufrimiento, de vivir en la calle, de inseguridad, de no poder acceder a una vivienda y, en definitiva, de no tener hogar.
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