Pascua de Resurrección
Segorbe, S. I. Catedral, 23 de marzo 2008
“Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo, Aleluya!” Celebramos la Pascua de Resurrección. Hoy es el día más grande y más gozoso del año, porque “muerte y vida trabaron duelo y, muerto el dueño de la vida, gobierna, vivo, tierra y cielo”. Cristo vive, porque ha resucitado. Jesús no es una figura del pasado, que vivió en un tiempo y se fue, dejándonos su recuerdo y su ejemplo. No, hermanos, Cristo, a quien acompañábamos en su dolor y en su muerte el Viernes Santo, vive, porque ha resucitado. Este es el grito con que nos despierta la Liturgia de este Domingo de Resurrección.
Jesucristo murió verdaderamente y fue sepultado. Pero el último episodio de su historia no es el sepulcro excavado en la roca, sino la Resurrección de la mañana de Pascua. El autor de la vida no podía ser vencido por la muerte “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”. Alegrémonos, hermanos: Cristo ha resucitado; y su Resurrección es la prueba de que Dios Padre ha aceptado la ofrenda de su Hijo y en él hemos sido salvados. “Muriendo destruyo nuestra muerte, y resucitando restauró la vida” (SC 6)
El anuncio de la resurrección produjo en un primer momento desconcierto. María Magdalena, fue al amanecer al sepulcro, vio la losa quitada y corrió enseguida a comunicar la noticia a Pedro y a Juan: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,1-2). Los dos van corriendo hacia el sepulcro y Pedro, entrando en la tumba ve “las vendas en el suelo y el sudario… en un sitio aparte” (Jn 6-7); después entra Juan, y “vio y creyó”. Es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en Cristo resucitado, provocado por la solicitud de una mujer y por la señal de las vendas encontradas en el sepulcro vacío.
Si se hubiera tratado de un robo, ¿quien se hubiera preocupado de desnudar el cadáver y de colocar los lienzos con tanto cuidado? Dios se sirve de cosas sencillas para iluminar a los discípulos que “pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: qué él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 6,9), ni comprendían todavía lo que Jesús mismo les había anunciado acerca de su Resurrección. Pedro, cabeza de la Iglesia, y Juan “el otro discípulo a quien Jesús amaba” tuvieron el mérito de recoger las ‘señales’ del resucitado: la noticia traída por la mujer, el sepulcro vacío, el sudario enrollado.
La fe en la resurrección se basa no en pruebas directas, sino en signos, en ‘señales’. Como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “Nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima –el paso a la otra vida- fue percibido por los sentidos” (nº 647). Esto no quiere decir que la resurrección no sea una hecho real, o un hecho histórico. Así lo documentan la señal del sepulcro vacío y la realidad de las apariciones del resucitado a los Apóstoles.
Cuando las piadosas mujeres van al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús, lo encuentran vacío. Un ángel les dice: “¿Porqué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí ha resucitado” (Lc 24, 5-4). El sepulcro vacío no es una prueba directa de que Cristo ha resucitado, pero constituye para todos un signo esencial de la Resurrección. Para los discípulos de Jesús fue el primer paso reconocer que Cristo ha resucitado.
Las mujeres piadosas y María Magdalena, cuando van al sepulcro y lo encuentran vacío, constatan simplemente: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto”. Después será Pedro, quien entra en el sepulcro y ve tan sólo las vendas de lino y el sudario que habían colocado sobre su cabeza. El Evangelista no nos dice que María o Pedro, al ver el sepulcro vacío, creyeran que Jesucristo había resucitado. Será Juan, él discípulo que Jesús amaba, quien de sí mismo afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir las vendas por el suelo, “vio y creyó”, porque el sepulcro vacío le llevó a entender la Escritura, según la cual Jesús tenía que resucitar de entre los muertos. “Esto supone, nos enseña el catecismo, que constató en el estado del sepulcro vacío que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana”. (nº 640). El conocimiento que, hasta entonces, Juan tenía de la Escritura se limitaba a la esfera del conocimiento, afectaba solamente sus ideas; ahora, al entrar en el sepulcro vacío y ver las vendas y el sudario, el conocimiento de la Escritura se convierte en experiencia de vida. A ello le lleva su amor y su fe en Cristo Jesús.
Después del sepulcro vació vienen las apariciones a los discípulos: a María Magdalena y a las piadosas mujeres: ellas que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1), enterrado aprisa la tarde del Viernes santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10). Después se aparecerá a los Apóstoles: a Pedro, a los Doce –primero sin Tomás, y luego con él, y a más de quinientos hermanos. Desde este momento, cada uno de los Apóstoles, y Pedro en particular, comprometió su vida con la nueva era que comenzó precisamente la mañana de Pascua.
¿No será todo ello una invención de los discípulos o de los Apóstoles, ante el fracaso humano de la Cruz?, preguntan algunos. No, hermanos: Los Apóstoles no eran propensos a las ilusiones. Lo acredita su condición de hombres rudos, curtidos en las tareas del campo y de la pesca. En un primer momento estuvieron en contra de la Resurrección: no creyeron a las piadosas mujeres y cuando Jesús está delante de ellos, creen ver un espíritu (Lc 24, 41). Tomás incluso dudó, y en su última aparición en Galilea, “algunos dudaron” (Mt 28, 17). Por eso, “la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un ‘producto’ de la comunidad (o de la credibilidad) de los Apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació –bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de Jesús Resucitado” (CaIC 644).
Cuando alguien tiene una experiencia profunda, no la puede silenciar, por más que sus palabras no lograrán nunca expresar la intensidad, viveza y plenitud de la experiencia. La experiencia de Cristo resucitado marcó de tal manera el alma de los apóstoles y discípulos de Jesús, que tenían que hablar de ella, a quienes no la habían tenido. Y no sólo hablar de ella, sino también testimoniarla, es decir, proclamar su verdad, incluso, llegado el caso, dando la propia vida. Callar esa experiencia, hubiese sido una muestra de egoísmo imperdonable. Por eso, la fe de los primeros cristianos y su anuncio principal, casi exclusivo, era que Cristo ha resucitado. “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado” (Hech 10, ). Todo lo demás gira en torno a este gran mensaje. Los apóstoles no proclaman ideas, por muy bellas que puedan ser, sino acontecimientos vividos en primera persona.
La experiencia de Cristo resucitado no fue pasajera; ellos se convierten de por vida en testigos de la resurrección del Señor. Por este motivo, nunca cesaron de proclamar con sus labios y con su vida la resurrección de Jesucristo. La Resurrección de Jesucristo es la roca que fundamenta la fe y existencia de todo cristiano, nuestra propia fe y existencia. “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, vana nuestra predicación”. Y yo añadiría y vana la manifestación religiosamente sentida de la pasión y muerte del Señor durante las procesiones de Semana Santa.
Cristo ha resucitado y nosotros hemos sido incorporados a Él y a su resurrección por el Bautismo. San Pablo en la primera Carta a los Corintios, refiriéndose al rito que mandaba comer el cordero pascual con pan ácimo- exhorta a los cristianos a eliminar “la vieja levadura de la corrupción y de la maldad, para celebrar la Pascua con los panes ácimos de la sinceridad y de la verdad” (1 Cor 5, 7-8).
La “levadura vieja de la maldad y la corrupción” a la que hay que morir para vivir la Resurrección del Señor, para caminar como bautizados, es el pecado y la muerte, es el odio y el rencor, es el desprecio de la vida y dignidad humanas, son la mentira y el terrorismo, la injusticia y la insolidaridad, son el egoísmo y la impureza, el cansancio y la desesperanza, son la rutina, la tibieza y el conformismo. Todo lo viejo ya pasó, queda atrás, en la cruz de Jesucristo. Ahora toca los ‘panes ácimos de la sinceridad y del amor’ hacia Dios y hacia el hermano, los panes ácimos del amor y de la verdad, los panes nuevos de la entrega y la solidaridad, los panes limpios de la justicia, de la libertad y de la paz, los panes recientes del servicio y de la acogida.
A la mesa de Cristo, verdadero Cordero inmolado por la salvación de los hombres, hemos de acercarnos con corazón limpio de resucitados. La resurrección del Señor, su ‘paso’ de la muerte a la vida, debe reflejarse en la resurrección de los creyentes, desde el hombre viejo a la vida nueva en Cristo. Esta resurrección se manifiesta en el anhelo profundo por las cosas del cielo (cf. Col 3,-12).
En la Vigilia Pascual pedíamos anoche: “Mira con bondad a tu Iglesia, sacramento de la nueva Alianza… Que todo el mundo experimente y vea como lo abatido se levanta, lo viejo se renueva y vuelve a su integridad primera”. Esto es la Pascua de la Resurrección, levantar lo abatido y renovar lo viejo, purificar lo manchado y embellecer lo feo, liberar lo cautivo y alegrar lo triste, alentar al desanimado y curar al enfermo.
Lo pedimos para nosotros. Siempre quedará algo que limpiar, algo que curar o liberar, algo que renovar o al menos algo que embellecer y santificar. La Pascua pide revestirse del hombre nuevo, que es Jesucristo. La Pascua nos llama a todos a hacer la experiencia de Cristo resucitado. Una experiencia decisiva para todo cristiano; quien la tiene, no podrá seguir viviendo de la misma manera. Esa experiencia viva e intensa toca y cambia la mentalidad, las costumbres, el estilo de vida, el modo de relacionarse con los demás, los criterios de acción, las mismas obras, hasta el mismo carácter.
Celebrar la Pascua de la resurrección nos pide también anunciar y contagiar la Pascua. Esto ocurre cuando nos acerquemos al caído y ayudamos al levantarse al abatido. Celebrar la Pascua exige limpiar lo manchado y renovar lo viejo: las rivalidades y odios, las desigualdades y egoísmos, las tiranías y los vicios. Celebrar la Pascua exige alegrar al triste y alentar al desanimado.
Celebremos con fe la Pascua de la Resurrección del Señor. Acojamos con alegría a Cristo Resucitado. Vivamos con gozo la Resurrección de Jesús en nuestra vida. Dejémonos transformar por Cristo resucitado por la participación en esta Eucaristía, memorial de la muerte y de la resurrección. Seamos testigos de su resurrección en nuestra vida. ¡Feliz Pascua de Resurrección¡ Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón