Navidad – Misa de Medianoche
Segorbe, S. I. Catedral-Basílica, 24.12.2007
(Is 9,1-3.5-6; Sal 95; Tit 2,11-14; Lc 2,1-14)
¡Amados hermanos y hermanas en el Señor!
En la santa alegría de la Noche de Navidad, el Señor nos convoca a esta Misa de Medianoche para cantar con los ángeles: “Gloria a Dios en el Cielo, y la Paz en la tierra a los hombres, que ama el Señor”. En cada Eucaristía, y en especial en la de esta Noche, damos gloria y alabamos a Dios porque un Niño se nos ha dado: Él es el Príncipe de la Paz. En este Pequeño, Dios nos ofrece a los creyentes y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad su amor, su vida y su paz: es la paz mesiánica, que trae para todo el mundo el Hijo de Dios que nos nace en Belén;
Año tras año escuchamos esta Buena Nueva, esta pequeña gran noticia, este Evangelio en su sentido más genuino de Buena Nueva: “Hoy os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor” (Sal 95).
Con el temor de los pastores ante las palabras del ángel, hemos venido esta noche para escuchar y celebrar esta noticia que será la gran alegría para todo el pueblo. En la ciudad de David, en Belén, nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. El es el esperado desde todos los tiempos. El es una luz grande para el pueblo que camina en tinieblas. Aquel niño es el Hijo de Dios que viene para anunciar la paz, para consolidarla con el derecho y la justicia.
También nosotros hemos escuchado las palabras del ángel, que nos anunciaba la señal para reconocer al Mesías: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y también nosotros, como los pastores, hemos querido acercarnos a verlo. Y hemos venido, y hemos visto al niño envuelto en pañales, a quien su madre tuvo que acostar en un pesebre, porque no había otro lugar mejor tras aquella larga emigración de kilómetros por satisfacer los caprichos del emperador romano.
Año tras año, los creyentes revivimos el gozo de este Evangelio y, como los pastores contemplamos en humilde adoración este misterio de salvación: el Hijo de Dios se hace hombre, la Palabra eterna de Dios se hace carne y acampa entre nosotros. “Contemplamos su gloria, gloria propia de Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).
Navidad, hermanos, es este Evangelio siempre nuevo y renovador, el mensaje que desde hace dos mil años, desde el comienzo de nuestra era, los creyentes en Cristo acogemos con fe, celebramos con alegría y transmitimos con gozo a nuestro mundo. Este mensaje lo desarrolla la liturgia de Navidad diciendo que Dios, “de modo admirable creó la naturaleza humana a su imagen y semejanza, pero de un modo más admirable todavía, por Jesucristo, elevó nuestra condición humana” (Prefacio). En el Niño Dios, nacido en Belén, Dios comparte nuestra condición humana para que nosotros podamos compartir su vida divina.
Este es el misterio que celebramos en Navidad: El encuentro definitivo de Dios Salvador con el hombre. Porque “tanto amó Dios al mundo que nos envió a su propio Hijo”: Él es la Palabra por la cual fueron creadas todas las cosas, Él es el reflejo de la gloria del Padre y la impronta de su ser, la luz y la vida verdadera. Él comparte nuestra carne y nuestra sangre, asume nuestra naturaleza humana, se hace hermano nuestro, hombre en todo como nosotros menos en el pecado. Desciende hasta lo más profundo de nuestra humanidad, hasta la misma muerte. Por eso Navidad es la gran proclamación del amor de Dios y de la dignidad del hombre. “La Gloria de Dios es la gloria del hombre”, decía S. Irineo. Para los creyentes no existe un motivo mayor para valorar al hombre y proclamar su dignidad que la Encarnación del Hijo de Dios. Por la Encarnación del Hijo de Dios todos los hombres que creen pueden ser hijos de Dios, participar de la misma vida de Dios.
Navidad es por ello la revelación del Dios invisible, que tantas veces hemos creído lejano, porque “el Hijo único, que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer”. Por eso confluyen en esta fiesta, principio de nuestra salvación, la encarnación del Hijo de Dios y la divinización del hombre.
Conscientes de la divinización del hombre, que se realiza gracias al misterio del Hijo de Dios hecho hombre, los cristianos adquirimos el compromiso de ‘humanizar’ este mundo y esta sociedad desde Dios, para que se vayan ajustando al ideal de Dios, al plan divino para la salvación de los hombres. Nuestra felicitación navideña es un augurio y ha de ser una comunicación de la verdadera paz, que descansa en Dios, de la verdadera felicidad que pregusta la del Reino de Dios, y de la verdadera fraternidad que arranca de la que vivió el Dios hecho hombre, nuestro hermano.
Nosotros lo hemos visto y hemos creído; y, como los pastores, tenemos que salir de aquí proclamando a cuantos nos rodean esa gran noticia, el gran gozo que hoy celebramos. Porque ahora sabemos, esta noche sabemos, que aquel Niño envuelto en pañales, aquel Niño tan igual a nosotros -y más aún, tan igual a los pobres- es el signo de que en medio de nuestra pequeña vida, de nuestro mundo, de nuestro ciudad, de nuestra historia, se ha abierto un camino. Y que abriendo paso en este camino va Alguien que no nos puede fallar. Alguien que ha convertido nuestra pequeña vida en la vida de Dios, nuestro mundo en el mundo de Dios, nuestra historia en la historia de Dios.
Esta es nuestra Navidad. Porque esta es nuestra fe. Esta es la fe que anunciaron los ángeles y creyeron los pastores. Esta es la fe que hoy proclamamos: que Dios mismo ha venido a vivir nuestra vida y le ha dado toda la dignidad, todo el valor, toda la gracia, toda la fuerza que sólo pueden venir de él.
Y por eso hoy celebramos con alegría esta fiesta y nos felicitamos. Porque el Señor, el Mesías, está aquí. Y porque su camino, su mensaje, su llamada no han quedado sin respuesta: porque aquí junto a nosotros y en otros lugares lejanos, entre personas conocidas y entre gente de la que nunca hemos oído hablar, sigue abriéndose paso el amor, la paz y la justicia, la solidaridad, la atención a los demás, la entrega. Y eso significa que la fuerza y la gloria de Dios que los ángeles anunciaron, siguen aquí, están vivos aquí. Significa que lo que hoy celebramos no es sólo un recuerdo lejano, una vieja historia, sino que Jesús, el Mesías, sigue viniendo, sigue naciendo, nace hoy entre nosotros.
Hermanos. Que estén con todos, ahora y siempre, el gozo y la paz del Señor. Que sintamos día a día la presencia del Dios-con-nosotros. Y que nuestra vida entera sea un anuncio, con los hechos y con las palabras, de este Dios que ama al mundo y que se ha hecho compañero de cada hombre. En el hogar de los hijos de Dios, compartimos ahora la alegría de nuestros hogares, de todos los hombres de buena voluntad. Aquí nos acercamos a Belén para proclamar la salvación de Cristo que se inicia en Navidad y culmina en Pascua.
El Niño que hoy nos ha nacido, nos da su Cuerpo, pan de vida, para que todos participemos de su vida, la de hijos de Dios, que hoy ha alboreado para los creyentes.
¡FELIZ Y SANTA NAVIDAD A TODOS!
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón