Fiesta de San Pascual Baylón
Patrono de la Diócesis y de la Ciudad de Vilarreal
Iglesia Basílica de San Pascual, Villarreal – 17.05,2007
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor
Como cada año, el Señor nos ha convocado en torno a mesa de su Altar para honrar y venerar a San Pascual, Patrono de esta Ciudad de Villarreal y de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón. Me alegro de poder celebrar hoy por primera vez con vosotros a nuestro Santo Patrono. Sed bienvenidos todos cuantos os habéis unido a esta celebración de la Eucarística, en la que actualizamos el misterio pascual, la muerte y resurrección del Señor.
La Fiesta de San Pascual, nuestro Patrono, nos invita un año más a rememorar la historia religiosa y humana de la que venimos y que ha marcado los trazos más profundos y duraderos de nuestra Iglesia Diocesana y de Villarreal: en ellas vivimos, a ellas pertenecemos y a ambas amamos con verdadero amor cristiano. Un amor que se alimenta constantemente –como ya lo hiciera San Pascual- en su fuente inagotable que es la Eucaristía, el Sacramento de la caridad. Recordar a Pascual así, eucarísticamente, en la encrucijada de un nuevo milenio, no significa un mero ejercicio de memoria nostálgica del pasado sino un compromiso de amor cristiano con esta ciudad y con nuestra Iglesia diocesana.
La biografía de San Pascual no muestra ninguno de esos datos sobresalientes con los que se construye la fama humana. Y, sin embargo, pocos como él han gozado de un reconocimiento y una simpatía popular, tan arraigada y sentida, como este humilde y sencillo pastor, como este lego franciscano, descendiente de modestos y cristianísimos padres
Nacido en Torrehermosa el año 1540, entre los límites de Castilla y Aragón, sus padres, Martín Bailón e Isabel Yubera, le infundieron una fe recia y una caridad desbordada hacia los pobres. Desde los siete hasta los veinticuatro años se dedicó al oficio de pastor; en este tiempo aprendió a leer para poder recitar oraciones a la Santísima Virgen, devoción muy extendida entre las gentes sencillas de su tiempo.
Pascual era un joven austero y sacrificado consigo mismo, pero todo dulzura y generosidad para con los demás. Con frecuencia caminaba descalzo en medio de grandes fríos recitando oraciones con profunda devoción. Como por su oficio de pastor no podía asistir a la santa Misa, mientras ésta se celebraba se ponía de rodillas, mirando hacia el Santuario de Nuestra Señora de la Sierra donde se ofrecía el Santo Sacrificio.
Grande fue su preocupación y amor por los pobres, como alto fue su espíritu de justicia hasta pedir que se indemnizase a los propietarios de los campos por los perjuicios ocasionados por sus animales. Pasados los años y en medio de muchas dificultades, siguiendo la llamada de Dios, ingresó en los franciscanos alcantarinos de cuya familia formaría parte hasta morir aquí en Villarreal en la Pascua de Pentecostés de 1592.
Sus trabajos al servicio de las comunidades fueron los de portero, cocinero, hortelano y limosnero. Nunca se le vio ocioso. Su deseo constante era ajustar su vida al Evangelio según la Regla de San Francisco, desgastándose por Dios y por sus hermanos. Estaba siempre dispuesto para todos y para cualquier menester. Y todo ello dentro del espíritu de pobreza, austeridad y oración de la orden.
En la sencilla y conmovedora historia de San Pascual, en todo aquello que configuró su existencia, se refleja bien cómo el pastor y fraile no se separó nunca de Cristo Jesús “hecho para nosotros sabiduría y justicia, santificación y redención”; unido a la verdadera vid que es Cristo, alimentado por una profunda devoción y vivencia de la Eucaristía y siguiendo la estela de María, la Virgen, la humilde doncella de Nazaret, Pascual supo ejercitar la paciencia y la humildad, perseverar sin desmayo en la oración y en la práctica del amor cristiano. De él hay que decir que fue dichoso como “el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores sino que su gozo es la ley del Señor” (Sal 1,1), que ensalza hoy el salmista, o como dice San Pablo a los Corintios que no supo “gloriarse sino en el Señor” (1 Cor 1,31).
San Pascual, ante todo, fue un hombre sencillo y humilde, un hombre que supo intuir que es bueno dar gracias al Señor, buscar su gloria y descubrir la grandeza de sus obras y la profundidad de sus designios (cf. Sal 92,6). En todo momento supo manifestar esa unión íntima con Dios. Si el ser humano quiere ser trono de Dios ha de hacer en su corazón un lugar donde Dios pueda sentarse (cfr. San Agustín, In ps. 92,6).
Dios escoge siempre “la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor” (1 Cor 1,30). Desde la humildad se descubre la presencia de Dios también en el hermano que uno tiene a su lado.
Los humildes, como Pascual, fascinan y hasta sus rostros parece que se iluminan. La humildad no se adquiere por actos de férrea voluntad sino por actos de amor y amistad con Dios, y por la disposición de buscar sólo y exclusivamente la gloria de Dios. Nadie glorifica más que aquel que ama a Dios. “A los que aman a Dios todo les sirve para el bien” (Rom 8,26-30). Un amante de Dios y, por tanto, humilde servidor suyo no se deja llevar por la desesperanza; en todo y en todos descubre la cercanía y el rostro de Dios. Pascual fue un hombre lleno de ‘buenos sentimientos’ hacia los demás porque sabía amar y adorar a Dios. La purificación de nuestros sentimientos se realiza a través de la adoración, es decir, en la medida en que nos hacemos humildes ante Dios. Con este estilo de vida hizo Dios maravillas en San Pascual. No sólo lo justificó sino que lo glorificó.
Las cosas de Dios sólo las entiende la gente sencilla. “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11, 25-27). No podremos entender ni comprender la cercanía de Dios si no hay en nosotros actitudes de humildad. Los ojos para ver a Dios son la humildad y la admiración que se hacen adoración.
Todo esto nos puede parecer anticuado, impropio del hombre moderno. ¡Que difícil es hoy acoger y reconocer a Dios, adorarle, dejar a Dios ser Dios desde un corazón humilde como Pascual! Somos con frecuencia víctimas del secularismo; una mentalidad, que marca profundamente el corazón de las personas, de las familias y de la sociedad entera. Vivimos inmersos en una cultura en la que el hombre y el mundo son entendidos como si Dios no existiera: el ser humano, la familia, el trabajo y las relaciones humanas, la sociedad, todo parece que se quiere concebir y configurar sin referencia a Dios. El hombre y la sociedad actuales quieren bastarse a sí mismos, ser autosuficientes. El hombre se ha convertido en absoluto y excluye a Dios de su existencia; en su endiosamiento y auto-idolatría, llega a afirmar incluso que no le interesa ni tan siquiera plantear la cuestión de Dios. Le importa sobre todo mantener a Dios al margen de sus ideas, de sus proyectos y de su vida. Es la tentación permanente del hombre: pretender ser Dios, ocupar el lugar de Dios. Dios es silenciado, minimizado o directamente negado, sobre todo, cuando incomoda las posiciones y las libertades sin ética o un estilo de vida sin Dios.
Pero el silencio de Dios, de su presencia, de su verdad y de su providencia amorosa abre el camino a una vida humana sin rumbo y sin sentido, a idolatrías de distinto tipo, a proyectos que acortan el horizonte y se cierran en intereses inmediatos. El silencio y la muerte de Dios en nuestra cultura están llevando a la muerte del hombre, al ocaso de la dignidad humana. Reducido el hombre a su dimensión material e intramundana, expoliado de su profundidad espiritual, eliminada su referencia a Dios, se inicia la muerte del hombre.
Recuperar por el contrario a Dios en nuestra vida lleva a la defensa del hombre, de su dignidad, de su verdadero ser y de sus derechos fundamentales. La dignidad de toda persona humana y sus derechos inalienables proceden de la gratuidad absoluta del amor creador y redentor de Dios, y están destinados a su ejercicio responsable y honroso.
Muchos piensan que, apartando a Dios y siendo autónomos, siguiendo las propias ideas y la propia voluntad, llegarán a ser realmente libres, para poder hacer lo que quieran sin tener que obedecer ni dar cuentas a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande; cuando Dios desaparece, el hombre pierde su dignidad, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar.
El hombre es grande, sólo si Dios es grande. ¡Que bien lo entendió Pascual! Con El debemos comenzar a comprender que es así. Pascual vivió en constante actitud de adoración a Dios y de forma muy concreta en el Sacramento de la Eucaristía. Desde ella recibía la fuerza en el camino de la fe, en el camino de la vida, en el camino del amor a los hermanos. Amaba a Cristo que en el misterio insondable de su presencia Eucarística le llevaba a vivir en la alegría y felicidad. El biógrafo de San Pascual dirá que “Nunca reía, pero estaba siempre sonriente”. Él se sentía amado y considerado por Cristo.
La razón fundamental de nuestra experiencia de fe nos lleva a saborear y gustar lo que hemos oído en el Evangelio: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,29). En medio de los trajines de la vida necesitamos aliento y ánimo. Sólo lo encontraremos, como San Pascual, en la Eucaristía, presencia viva de quien asumió todas nuestras dolencias, nuestros cansancios, nuestro pecado, para darnos vida en abundancia, felicidad, libertad y grandeza. En el hondón de nuestras vidas sólo Dios es capaz de entrar y levantarnos de nuestra postración. Como dijo León XIII al nombrar a Pascual patrono de las Asociaciones y Congresos Eucarísticos: “Ningún medio es más eficaz que el que consiste en alimentar y aumentar la piedad del pueblo hacía aquella admirable prenda de amor, vínculo de paz y de unidad, que es el Sacramento de la Eucaristía”.
San Pascual Bailón, por ser santo y nuestro Patrono, debe ser guía en nuestra noche, en nuestro camino. Pero él es también intercesor nuestro ante Dios. Por eso, agradezcamos a la Iglesia su santidad reconocida que ha de ser estímulo y acicate constante para los que peregrinamos aún en este momento de la historia; y, al mismo tiempo, para no desfallecer en la carrera, pidamos su valiosa intercesión que él nos ofrecerá transformada en ayuda y fortaleza.
San Pascual fue gran devoto de la Virgen. Caigamos una vez más en la cuenta de que sólo María, por ser Madre de Dios y Madre nuestra, puede ir gestando en nosotros deseos de Dios, de humildad y de santidad para llevar a cabo la voluntad de Dios sobre todos los hombres, nuestra santificación. Estamos en el mes de Mayo, mes dedicado a María y en el año jubilar, preparatorio de Coronación canónica y pontificia de la Mare de Déu de Gracia. Imploremos diariamente su ayuda para cuantos aquí nos encontramos. Con María de la mano, el camino de la vida se nos hará más fácil y hermoso. Que ella, desde el cielo, bendiga a todos los ciudadanos de Villarreal, a toda nuestra Iglesia diocesana, de modo especial a los que más necesitan de su protección de madre. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón