Misa Crismal
Castellón, S. I. Concatedral, 15 de abril de 2019
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(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)
Hermanas y hermanos, muy amados todos en nuestros Señor Jesucristo!
- Os saludo de corazón a los sacerdotes, diáconos, los seminaristas, religiosos y religiosas y fieles laicos-, que habéis venido de toda la Diócesis hasta esta Concatedral de Santa María para la Misa Crismal. Os agradezco vuestra presencia numerosa y a todos os deseo la «gracia y la paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir (Apoc. 1,5, 8).
Acabamos de comenzar la Semana Santa y dentro de este marco especial de los días santos, tiene lugar esta celebración en donde el Pueblo de Dios, que peregrina en Segorbe-Castellón, se reúne con su obispo para celebrar juntos la Misa Crismal. Aquí estamos las tres vocaciones cristianas que conformamos la Iglesia del Señor: los sacerdotes y diáconos, los consagrados y los laicos. Esta Santa Misa nos permite vivirnos como miembros de la Iglesia de Jesús de Segorbe-Castellón, referidos los unos a los otros, con vocaciones, carismas y ministerios complementarios, cada uno con su nombre, con su don y con sus talentos, cada uno como bautizado al que Dios le ha asignado una preciosa tarea y hermoso destino. Somos hermanos porque con el Padre común que nos ha creado, con el Hermano mayor que nos ha redimido, y con el Espíritu Santo que nos ha santificado, formamos esta comunidad eclesial que Dios pone como levadura de Evangelio en la masa de la historia humana de esta tierra.
En esta celebración consagraremos el Crisma y bendeciremos los Óleos con los que serán ungidos quienes reciban este año el Bautismo, la Confirmación, el Orden sagrado o los enfermos y serán consagrados los altares y las paredes de los templos en su dedicación. Además, cercano ya el Jueves Santo, el día de la Eucaristía y del Sacerdocio ordenado, esta mañana los sacerdotes renovaremos las promesas sacerdotales recordando el día de nuestra ordenación y unción sacerdotal por el santo Crisma. Personalmente vivo con especial alegría la Misa Crismal, su preparación y su celebración ¿Por qué? Porque es la Misa que el Obispo celebra con su presbiterio, junto con el resto del Pueblo de Dios, y en la que se manifiesta públicamente la comunión existente entre el obispo y sus presbíteros en el único y mismo sacerdocio y ministerio de Cristo (PO 7). Por ello, queridos hermanos sacerdotes, estos días os tenido especialmente presentes: he dado gracias a Dios y he rezado por todos y cada uno de vosotros y por nuestro presbiterio. Doy constantes gracias a Dios por vosotros; os agradezco vuestro trabajo en el día a día con soles y lluvias, con fríos y sopores, con reconocimientos o incomprensiones, con tantas situaciones con las que lleváis adelante vuestro ministerio a diario. Estos días habéis venido a mi mente y a mi corazón con vuestro rostro concreto; ante el Señor he pensado en vuestros posibles estados de ánimo: en unos serán de alegría y de ardor misionero y en otros tal vez de dolor pastoral o de cansancio, de desaliento o quizá de desconcierto en la tarea.
Y una vez más me he preguntado: ¿cómo os puedo -o mejor cómo nos podemos- ayudar en esta situación? ¿Cómo podremos, en efecto, mantener viva o fortalecer la alegría y el ardor misionero en unos casos, o cómo podremos, en otros casos, afrontar el dolor pastoral, recuperar la alegría y la fuerza para la misión, superar el desaliento o el desconcierto? Sé que esa tarea no es sólo mía; es una tarea de todos; algo que sólo juntos, unidos y cercanos los unos a los otros podremos acometer, poniendo cada cual su grano de arena. A esto va encaminado el proceso de oración y de reflexión sobre la situación del clero, que pusimos en marcha hace unos meses. Es, en verdad, un momento de gracia que Dios nos concede a todos y a cada uno de nosotros, queridos sacerdotes. No dejemos pasar en balde este paso del Señor por nuestras vidas: es el año de gracia del Señor proclamado por Jesús en la Sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,19). Estos días venían a mi memoria las palabras del papa Francisco a los Obispos españoles en la Visita ad limina de 2014: “que el obispo no se sienta solo, ni crea estar solo [no estoy libre de esta tentación], sino que sea consciente de que también la grey que le ha sido encomendada tiene olfato para las cosas de Dios”, especialmente vosotros los sacerdotes, mis colaboradores más directos.
En verdad: vivimos tiempos recios en nuestra misión pastoral y evangelizadora. Por ello ante la dura experiencia de la indiferencia y el alejamiento de muchos bautizados, frente a una cultura, que arrincona a Dios, frente la secularización envolvente que también puede meterse por los poros de nuestra mente y de nuestro corazón, y ante el peligro de la mundanidad conviene que no olvidemos nuestra historia. De ella aprendemos que la gracia divina nunca se extingue y que el Espíritu Santo continúa obrando en la realidad actual con generosidad. Fiémonos siempre de Él y de lo mucho que siembra en los corazones de quienes están encomendados a nuestros cuidados pastorales. En su Exhortación Evangelii gaudium, el papa Francisco nos invita a experimentar la alegría del Evangelio y de su anuncio mediante el encuentro o el reencuentro personal con Jesucristo (n. 1), que nos lleve a una conversión personal y pastoral (n. 25). Y nos dice que “para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque ‘él viene en ayuda de nuestra debilidad’ (Rom 8, 26)” (n. 280).
Fijemos, pues, esta mañana nuestros ojos, nuestra mirada, en Jesús como la sinagoga de Nazaret aquel día: Jesucristo es el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, que nos ama y nos ha librados de nuestros pecados por su sangre, el que es, el que era y el que ha de venir: el todopoderoso: el está y camina con nosotros (cf. Ap 1, 5-6). ¡Abramos una vez más nuestro corazón a Cristo! ¡Dejémonos encontrar por Él y su palabra, por su amor de predilección! Él es la verdadera fuente de nuestra alegría y de nuestro ardor misionero. Hagamos memoria y descubramos la acción generosa del Espíritu Santo en el pasado y en el presente de nuestras comunidades, de nuestra Iglesia y de cada uno de nosotros. Con estas actitudes, detengámonos unos momentos en la Palabra que acabamos de proclamar.
- 2. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido” (Lc 4, 18). Estas palabras de Isaías, valen en primer lugar y ante todo para Jesús. El es el Mesías de Dios, el Cristo, el Ungido por el Espíritu Santo. Y desde Él y gracias a Él, estas palabras valen para todos nosotros, los bautizados y confirmados, y valen de un modo especial y por título particular para cada uno de nosotros, sacerdotes y obispo. El crisma, que vamos a consagrar, nos recuerda el misterio de la unción de nuestro bautismo y nuestra confirmación, así como la de nuestra ordenación sacerdotal; una unción, que marca para siempre la persona y la vida de todo cristiano, una unción que marca para siempre especialmente nuestra persona y nuestra vida de presbíteros y de obispo, haciendo de ella una pro-existencia. Cada uno de nosotros puede afirmar de sí mismo con toda verdad: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido”.
Queridos sacerdotes, estas palabras nos conciernen de modo directo y especial. Por una unción singular que afecta a todo nuestro ser, hemos quedado configurados con Cristo, Pastor y Cabeza de su Iglesia, el Siervo de Dios. El Espíritu del Señor está en nosotros y con nosotros: es nuestro carisma, el don del Espíritu a cada uno de nosotros: con su aliento y con su fuerza podemos y debemos contar siempre y en todo momento y, sobre todo, en nuestro cansancio, en nuestra debilidad y en nuestro desaliento. Gracias al don del Espíritu en nosotros somos pastores y maestros en nombre del Señor en su Iglesia, renovamos el sacrificio de la redención, preparamos para el banquete pascual, perdonamos los pecados, presidimos al pueblo santo en el amor, lo alimentamos con la Palabra y lo fortalecemos con los sacramentos (cf. Prefacio de la Misa Crismal); gracias al Espíritu en nosotros y tenemos la fuerza para andar y salir por los nuevos caminos que nos pide nuestra misión. ¡Fiémonos de la acción silenciosa, pero real y eficaz del Espíritu Santo en nosotros y a través de nosotros!
Al recordar hoy nuestra ordenación presbiteral queremos renovar juntos, con el frescor y la alegría del primer día, nuestras promesas sacerdotales. Hagamos memoria agradecida del don recibido de Cristo y de la presencia permanente del Espíritu Santo en nosotros. Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo y con los hermanos. Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y misión a la que servimos. Somos los ministros de la gracia del Espíritu Santo que Cristo ha enviado al mundo para la sanación y la salvación de todos desde la Cruz. Esta es la fuente de la que surgirá una renovada alegría y un renovado impulso apostólico, el bálsamo que sanará nuestras heridas y la luz que nos guiará en la tarea pastoral. Dios es fiel a su palabra, a su don y a sus promesas. Su Espíritu es la fuerza que nos sustenta y alienta en nuestras luchas y dificultades, ante la tentación de la tibieza, del aburguesamiento, de la acedia y del desaliento.
La unción y la presencia del Espíritu están íntimamente unidas a nuestra misión. Hemos sido ungidos para ser enviados; en el servicio fiel y entregado a nuestro ministerio encontraremos el camino de la alegría y de nuestro ardor, y también de nuestra santificación. En su exhortación apostólica Gaudete et exúltate, el papa Francisco nos acaba de llamar a todos los cristianos a caminar hacia la santidad. El camino de la santidad de los sacerdotes está en el ejercicio de nuestro ministerio, viviéndolo como un amoris officium. Seamos pastores con Espíritu Santo: sólo así evitaremos el peligro de neopelagianismo que sólo cuenta con los planes y el hacer humano o del neognosticismo del una espiritualidad desencarnada que termina en una ideología.
- La misión que Jesús nos ha confiado, queridos sacerdotes, es la de anunciar el Evangelio a los pobres. “El Espíritu del Señor me ha enviado a evangelizar a los pobres” (Lc 4, 18). La misión de Cristo es evangelizar a los pobres; si nuestra misión es la suya, también nosotros estamos llamados a evangelizar a los pobres. No voy a detenerme a analizar los rostros de la pobreza, pero ciertamente son muchos, y no sólo la pobreza material, sino también tantas pobrezas espirituales, la ausencia de Dios, la lejanía de su amor…
En este sentido quiero recordar unas palabras del Papa: “quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria” (EG, 200).
Estas palabras valen también para nuestros jóvenes. Hace unos se hacía pública la Exhortación postsinodal sobre los jóvenes Christus vivit (“Vive Cristo, nuestra esperanza”), en la que el papa Francisco nos urge a llevar la Buena noticia del Evangelio a los jóvenes para llevarles a Cristo. Y hemos de hacerlo en todo momento, a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella, con mucho amor hacia ellos, con humildad, con respeto y con paciencia, buscando y transitando juntos los caminos de misión, sin avergonzarnos nunca de Cristo, sabiendo que Dios tiene sus tiempos. Y sabiendo también que, como Cristo Jesús, no estamos solos en el anuncio de la Palabra. Dejémonos llevar por la fuerza y la sabiduría del Espíritu; fiémonos de la eficacia inherente a la Palabra de Dios, que es viva y eficaz.
- Nuestro ministerio, queridos sacerdotes, es un amoris officium, un ministerio de amor, de servicio y de entrega a los hermanos, en especial a los más pobres: a los desheredados, a los afligidos y a los abatidos. Hemos de ejercitar nuestro ministerio desde el servicio y desde el amor oblativo que libera y levanta, que sanay da consuelo, que aporta motivos para vivir y para esperar, que reconforta y alegra el espíritu. Seremos guías auténticos de la comunidad cristiana si servimos con generosidad a todos los miembros del Pueblo de Dios, ayudándolos a crecer, saliendo a buscar las ovejas perdidas y desorientadas, y llevando a todos a Jesucristo: a los presentes, a los alejados y a los que nunca oyeron hablar del Dios de Jesucristo.
Ese es el sentido de las promesas que hoy vais a renovar. Es necesario recordar y testimoniar de modo creíble que sólo Dios en Cristo es la verdadera riqueza que llena de alegría nuestro corazón y de sentido nuestra existencia. En Él está la alegría profunda que este mundo no nos puede dar. El amor entregado a Cristo y la caridad pastoral apasionada a quienes nos han sido confiados es nuestra respuesta agradecida al don permanente de Dios en nosotros. No nos dejemos llevar por el desaliento. Dejémonos encontrar y renovar por la gracia misericordiosa de Dios y por el Espíritu que habita en nosotros. Hoy queremos recordar y testimoniar ante el Pueblo de Dios que sólo Dios, su don y nuestro ministerio, son la verdadera riqueza que llena de sentido nuestra existencia.
No quiero terminar sin tener un recuerdo en nuestra oración y afecto a nuestros sacerdotes ancianos y enfermos, y a los que por el motivo que fuere hoy no están entre nosotros. Al mismo tiempo encomendamos a la misericordia de Dios a los hermanos fallecidos en el último año: Mn. José Domenech, D. Víctor Roca y D. Miguel Aznar. Que el Señor les conceda su Paz y su Gloria para siempre.
Y que María, Madre de la Iglesia y de los sacerdotes, nos aliente a todos para cumplir bien y fielmente el ministerio que su Hijo, nos ha encomendado. Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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