Las «armas» de la penitencia cristiana
Queridos diocesanos:
En el Evangelio de este primer domingo de la Cuaresma contemplamos a Jesús tentado en el desierto. Después ser bautizado, el Espíritu, empuja a Jesús al desierto, el lugar de la soledad y del encuentro con Dios. Allí permaneció durante cuarenta días y se dejó tentar por Satanás. El objetivo de toda tentación siempre es apartarnos de Dios.
Al inicio de la Cuaresma, la Iglesia nos recuerda la misma idea. Si hemos empezado nuestro camino cuaresmal con el propósito de volver nuestro corazón a Dios y de unirnos más a Cristo, se nos avisa que nos vamos a encontrar con una tentación continua e insistente a abandonar nuestro propósito: unos pensarán que no vale la pena, otros que a Dios eso le es indiferente o que hay otros modos de ser buenos sin pasar por Cristo. Cada día, pero especialmente en este tiempo cuaresmal, el cristiano debe librar un combate, como el que Cristo libró en el desierto de Judá, y luego en Getsemaní, cuando rechazó la última tentación, aceptando hasta el fondo la voluntad del Padre.
Se trata de un combate espiritual, que se libra contra el pecado y, en último término, contra Satanás. Es un combate que implica a toda la persona y exige una atenta y constante vigilancia, en el que se deben usar las “armas” de la oración, del ayuno y de la penitencia (cf. Mt 6,1-18). Combatir contra el mal contra cualquier forma de egoísmo y de odio, y morir a sí mismos para vivir en Dios es el itinerario ascético que todos los discípulos de Jesús están llamados a recorrer con humildad y paciencia, con generosidad y perseverancia, durante toda la vida y en especial en la Cuaresma.
La oración, el ayuno y la limosna hunden sus raíces en la Escritura y son consideradas en la Tradición de la Iglesia como prácticas privilegiadas para avanzar en el camino de la conversión. Es cierto que los gestos penitenciales no valen nada cuando no transforman el corazón o no son expresión de una verdadera conversión a Dios y a los hermanos. Pero la traducción en gestos externos de la conversión sigue siendo una necesidad que no cabe menospreciar. Una relación puramente interior del hombre con Dios no deja de ser una ilusión de quienes olvidan la condición concreta del hombre. El corazón, el espíritu, son el aspecto interior de una personalidad cuyo cuerpo y cuyos gestos externos constituyen su ineludible medio de expresión.
Oración, ayuno y limosna están vinculadas entre sí y se corresponden con tres actitudes fundamentales del ser humano y de la vida cristiana. El hombre no es un ser aislado en el mundo, sino que forma parte de una red de relaciones de las que no puede renegar: tiene que habérselas con el mundo de la materia, de la naturaleza, de la técnica: debe dominar este mundo si no quiere dejarse dominar por él. El ser humano está en contacto con sus semejantes; como expresión normal de esta dimensión surgirán las relaciones fraternales. Y finalmente, el ser todos lo hemos recibido de Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos.
Nuestra tendencia espontánea es la de aferrarnos a las cosas a causa del egoísmo arraigado en nuestra naturaleza; la práctica del ayuno nos enseña que para ser dueños y no esclavos de los bienes terrestres hemos de saber renunciar, incluso a lo que nos pertenece. Nuestro relación con los demás ha de ser de fraternidad, caridad y solidaridad; la limosna, el desprendimiento generoso de lo nuestro y necesario, es una de las manifestaciones del amor hacia quienes necesitan de nuestra ayuda. Nuestra actitud con respecto a Dios ha de ser la de la piedad filial; esta acogida amorosa de su voluntad se expresa sobre todo en la oración tal como el mismo Señor nos la enseñó. La vida cristiana queda así especificada en sus características esenciales: se trata al mismo tiempo de levantar el corazón a Dios por el espíritu de oración, de vencer nuestro egoísmo con espíritu de renuncia mediante el ayuno, y de volvernos hacia el hermano en un impulso más ferviente de caridad fraterna por la limosna.
De la lectura creyente de la Palabra de Dios brota espontáneamente la oración “en espíritu y en verdad”. En la oración abrimos nuestro corazón a Dios, reconocemos con amor nuestra dependencia de Él que nos lleva a cooperar en la realización del plan querido por el Creador. Y reconocer a Dios y su presencia en el mundo es asegurar el respeto a las personas y su dignidad, y la solícita atención a sus necesidades materiales y espirituales. Benedicto XVI decía: “La Palabra de Dios bien escuchada y acogida, siempre produce gestos de amor”.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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