Oración-funeral por los fallecidos a causa del Covid-19
Queridos diocesanos:
Durante estos meses de pandemia estamos viviendo momentos muy amargos, llenos de dolor, de sufrimiento y de obscuridad. Hemos sufrido muy de cerca la muerte de familiares, amigos y conocidos. El número tan elevado de fallecidos nos ha hecho caer en la cuenta de que somos frágiles, vulnerables y mortales. La muerte de tantas personas ha sido como un mazazo muy fuerte para todos y, en especial, para sus familias. Y así lo ha vivido nuestra sociedad y nuestra Iglesia, y así lo estamos viviendo.
Creo que es un deber de caridad cristiana y de justicia orar por nuestros fallecidos y por sus familiares, que, en muchos casos, han quedado desolados. Lo hemos venido haciendo desde un primer momento. A los fallecidos y a sus familias nunca les ha faltado nuestra oración personal, la de las familias y la de las comunidades religiosas y parroquiales. Ahora que ha amainado la pandemia y las circunstancias lo permiten, queremos orar como Iglesia diocesana por todos los fallecidos a causa del Covid-19, junto con sus familiares tan necesitados de consuelo. Y lo haremos con la celebración de la Eucaristía, en la que actualizamos la Pascua de Jesucristo, su muerte y resurrección para la Vida del mundo, fuente de esperanza y de consuelo.
En estos momentos miramos a Dios y hacemos profesión de nuestra fe: “Señor yo creo en la otra vida, la vida eterna”. Porque esta vida terrenal se nos va de las manos, como con toda su crudeza hemos visto estos días. Esta vida hemos de cuidarla y vivirla con intensidad. Es buena y bella, porque está hecha por Dios. Se nos da para vivirla y gastarla en el servicio de los demás. Pero cuando la muerte viene de una manera tan sorprendente y tan cruel, nos parece injusta. Y en realidad es así. La fe nos dice que la muerte no la ha inventado Dios. Dios es el Dios de la vida, es un Dios de vivos y no de muertos, es Señor y dador de vida.
Por ello nos dice san Pablo que ya vivamos ya muramos somos del Señor. Porque Jesucristo ha muerto y ha resucitado para recordarnos a todos que la muerte ha entrado en el mundo como consecuencia del pecado; y que su resurrección ha sido como el premio que Dios Padre ha dado a su Hijo, que se ha ofrecido libremente en la Cruz y ha pagado por los pecados de todos y cada uno de los humanos. Por eso miramos a Jesucristo. Y vemos que Él mismo ha tocado esta realidad humana de la muerte. No con meras palabras sino entrando en esa misma experiencia y viviendo su pasión y muerte por amor hacia todos y cada uno de nosotros. Y, resucitando, ha vencido la muerte. Nadie más que Él ha vencido la muerte.
Al fin y al cabo, la muerte es el verdadero problema de todo ser humano en el camino por esta vida. Y ¿qué sentido tiene la muerte? Seguro que en estos meses nos lo hemos plateado más de una vez. La oración nos abre un portillo de luz y de esperanza en Dios. Dios no se ha desentendido de nuestra situación. Dios está muy cerca de cada uno de nosotros cuando sufrimos. Dios ha estado y está en especial cerca de los que han padecido la enfermedad y la muerte. Y ha venido en su ayuda para ofrecerles en Cristo otra Vida: la vida que no acaba, la vida eterna.
A partir de esta perspectiva y de esta certeza de fe oramos a Dios. Es decir, entramos en esa órbita de la fe. Oramos por nuestros hermanos difuntos. Oramos para que Dios les colme con el gozo que Él tenía preparado antes de la creación del mundo para cada uno de ellos. Oramos para que, traspasado ya el umbral de la muerte, Dios se lo conceda después de purificarse si han de hacerlo. Y oramos a Dios, Padre de Misericordia, para que les perdone sus pecados y les conceda la vida feliz.
Nuestro funeral por los fallecidos a causa del Covid-19 no es pues un mero recuerdo del pasado de los fallecidos, sino un acto en que celebramos con fe la Eucaristía por todos ellos. Sólo la fe en Cristo Jesús, “la resurrección y la vida”, puede enjugar nuestras lágrimas, dar consuelo a nuestros corazones rotos y despertar en nosotros la esperanza de una vida nueva, de una vida eterna, junto a los que nos han precedido en el Señor. La muerte no es la última palabra. La persona humana no es un ser para la muerte, sino para la vida. Hemos nacido para vivir eternamente felices. La muerte es un precio que tenemos que pagar. Pero Jesucristo nos hace entender que ese precio no es inútil, sino que nos abre de par en par las puertas de la vida eterna.
En el sufrimiento no olvidemos que nada ni nadie ni tan siquiera la muerte nos puede separar del amor de Dios, ofrecido en Cristo, muerto y resucitado para la vida del mundo. Él es nuestra esperanza y nuestro consuelo. Dios nunca nos abandona.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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