Lectura primera
Lectura primera
Lectura primera
CASIMIRO LÓPEZ LLORENTE,
POR LA GRACIA DE DIOS Y DE LA SANTA SEDE APOSTÓLICA,
OBISPO DE SEGORBE-CASTELLÓN
Por el presente y a tenor de la normativa eclesial anuncio que el próximo día 11 de junio de 2016, Festividad de San Bernabé, Apóstol, a las 12:00 horas, deseo administrar en la iglesia parroquial de la Asunción de Nuestra Señora de Onda el sagrado Orden del Diaconado a aquellos candidatos, que reúnan las condiciones establecidas en la normativa de la Iglesia, hayan cursado y superado los estudios eclesiásticos, se hayan preparado humana, comunitaria, espiritual y pastoralmente bajo la orientación de sus formadores y la autoridad del Obispo, y deseen libremente recibirlo.
Los aspirantes deberán dirigir al Sr. Rector del Seminario Diocesano respectivo, la correspondiente solicitud escrita, acompañada de la documentación establecida en cada caso, de conformidad con el can. 1050 del CIC, a fin de comenzar las consultas y, una vez realizadas las proclamas en las parroquias de origen y domicilio actual, otorgar, si procede, la autorización necesaria para que puedan recibir el sagrado Orden del Diaconado.
El Sr. Rector me presentará con la debida antelación a la citada fecha los informes recabados, y, una vez concluido el proceso informativo, trasladará a nuestra Cancillería toda la documentación correspondiente a los efectos pertinentes.
Publíquese este Decreto en el Boletín Oficial de este Obispado y envíese copia a los Sres. Rectores para su público e inmediato conocimiento.
Dado en Castellón de la Plana, a once días de abril del año del Señor de dos mil dieciséis.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
Por mandato de S. Excia. Rvdma.
Doy fe
Ángel E. Cumbicos Ortega
Vicecanciller-Vicesecretario General
Un año más dirijo a todos vosotros y, en especial a los padres y madres, para recordaros la importancia que tiene la asignatura de Religión y Moral católica en la formación de los niños, adolescentes y jóvenes.
La formación religiosa católica en la escuela no es un privilegio ni es un añadido artificial a la formación humana, cultural y técnica, como afirman algunos. La enseñanza religiosaes fundamental en la formación integral de los alumnospara lograr el pleno desarrollo de su personalidad, del que no se puede excluir la dimensión trascendente y religiosa connatural a toda persona. Al proyectar su luz sobre todas las áreas del pensamiento, la asignatura de Religión católica da unidad a todo el desarrollo y maduración de la persona desde la libre adhesión a la Palabra de Dios. Además es fuente de valores,ayuda a dar sentido a lapropia existencia, ypromueve el diálogo con la cultura y la convivencia fundada en el reconocimiento de los derechos y deberes de la persona, en el respeto a las convicciones morales y religiosas del prójimo y en el servicio a la causa de la justicia. La convivencia entre los hombres sólo se realiza si se basa en la verdad y en una correcta comprensión de la persona humana. A este fin contribuye la clase de Religión católica al proponer un modelo antropológico acorde con la naturaleza y la dignidad del ser humano. Finalmente, la clase de Religión ayuda a conocer y comprender la propia cultura:las fiestas religiosas y patronales, las templos y catedrales, el arte y la literatura de nuestro país…; tantas y tantas expresiones culturales, artísticas y sociales, presentes en nuestra vida cotidiana, no pueden ser entendidas y valoradas adecuadamente sin tener en cuenta sus raíces y contenidos cristianos. Leer más
San Juan Pablo II quiso queel segundo Domingo de Pascua fuera llamado ‘Domingo de la Misericordia divina’. En efecto:Dios es amor, que crea al ser humano por amor y para la vida en plenitud; un amor fiel, que sigue amando a su criatura incluso cuando se alejade Dios, que viene a su encuentro y pacientemente le espera; un amor compasivo y misericordioso,entrañable y tierno como el de una madre, que sufre y se compadece ante cualquier necesidad y sufrimiento humano, un amor que está siempredispuesto al perdón.Así se va manifestando Dios en la Historia del Pueblo de Israel y lo hace de modo definitivo en su Hijo, Jesús.
1ª LECTURA
Hch 17, 15.22 – 18,1
En aquellos días, los que conducían a Pablo lo llevaron hasta Atenas, y se volvieron con el encargo de que Silas y Timoteo se reuniesen con él cuanto antes. Pablo, de pie en medio del Areópago, dijo: – «Atenienses, veo que sois en todo extremadamente religiosos. Porque, paseando y contemplando vuestros monumentos sagrados, encontré incluso un altar con esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo. “El Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene”, siendo como es Señor de cielo y tierra, no habita en templos construidos por manos humanas, ni lo sirven manos humanas, como si necesitara de alguien, él que a todos da la vida y el aliento, y todo. De uno solo creó el género humano para que habitara la tierra entera, determinando fijamente los tiempos y las fronteras de los lugares que habían de habitar, con el fin de que lo que buscasen a él, a ver si, al menos a tientas, lo encontraban; aunque no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos; así lo dicen incluso algunos de vuestros poetas: “Somos estirpe suya”. Por tanto, si somos estirpe de Dios, no debemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o de plata o de piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre. Así pues, pasando por alto aquellos tiempos de ignorancia, Dios anuncia ahora en todas partes a todos los humanos que se conviertan. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia, por medio del hombre a quien él ha designado; y ha dado a todos la garantía de esto, resucitándolo de entre los muertos». Al oír «resurrección de entre los muertos», unos lo tomaban a broma, otros dijeron: – «De esto te oiremos hablar en otra ocasión». Así salió Pablo de en medio de ellos. Algunos se le juntaron y creyeron, entre ellos Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más con ellos. Después de esto, dejó Atenas y se fue a Corinto.
SALMO
Sal 148,1-2.11-12.13.14
R. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto.
Alabadlo, todos sus ángeles; alabadlo, todos sus ejércitos.
Reyes del orbe y todos los pueblos, príncipes y jueces del mundo,
los jóvenes y también las doncellas, los ancianos junto con los niños.
Alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime. Su majestad sobre el cielo y la tierra.
Él acrece el vigor de su pueblo. Alabanza de todos sus fieles, de Israel, su pueblo escogido.
EVANGELIO
Jn 16,12-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará».
CASIMIRO LÓPEZ LLORENTE,
POR LA GRACIA DE DIOS Y DE LA SANTA SEDE APOSTÓLICA,
OBISPO DE SEGORBE-CASTELLÓN
Todos los fieles cristianos, ungidos y consagrados por el Espíritu Santo, por medio de los sacramentos de la iniciación cristiana, «para formar un templo espiritual y un sacerdocio santo» (LG 10), son llamados por el mismo Cristo Señor a cooperar activamente en la misión salvífica de todo el Pueblo de Dios (cf. LG 33; AA 3; AG 11), en la comunión orgánica de la Iglesia y según su propia condición en la Iglesia (cf. AA 2; LG 32; PO. 2). Así pues, la misión de salvación de todo el pueblo de Dios no se puede limitar exclusivamente a la misión de los pastores. Todos los fieles tienen su parte de responsabilidad, conforme a su condición en la Iglesia. Los pastores «saben que su excelsa función consiste en pastorear a los fieles y reconocer sus servicios y carismas, de tal manera que todos, cada uno a su manera, colaboren unánimemente en la tarea común» (LG 30).
El mismo Concilio Vaticano II ofreció varios cauces para esta colaboración: entre otros, a nivel diocesano, el Consejo Diocesano de Pastoral, vivamente recomendado en el Decreto Christus Dominus (27; y AA 26), y, a nivel parroquial, el Consejo Parroquial de Pastoral, al que se refiere de un modo explícito el Decreto sobre el apostolado de los laicos Apostolicam Actuositatem: «Si es posible, han de establecerse estos consejos (destinados a ayudar a la labor apostólica de la Iglesia) también en el ámbito parroquial…» (n. 26). El Código de derecho canónico recoge este deseo del Concilio y establece que «si es oportuno, a juicio del obispo diocesano, oído el consejo presbiteral, se constituirá en cada parroquia un consejo pastoral, que preside el Párroco, y en el cual los fieles, junto con aquellos que participan por su oficio en la cura pastoral de la parroquia, presten su colaboración para el fomento de la actividad pastoral» (c. 536 § 1 CIC).
En virtud de esta facultad que concede el Código al obispo diocesano, nuestro predecesor en el ministerio episcopal, Mons. José María Cases Deordal, una vez consultado el Consejo Presbiteral Diocesano, decretó con fecha 21 de noviembre de 1986 (BO Obispado [1986] 207: Vademecum parroquial, 71-74) que se constituyera el Consejo Pastoral en todas las parroquias con una población superior a mil habitantes y aprobó un Estatuto Marco por el que se debían regir los mismos. Con la experiencia de casi treinta años de vigencia del decreto y del Estatuto Marco hemos considerado necesario proceder a su revisión, para subsanar lagunas y aclarar algunas cuestiones así como para dar un nuevo impulso a la implantación del Consejo Pastoral en las parroquias donde todavía no se ha constituido y revitalizarlo allá donde ya exista. Recordemos que el vigente Plan Diocesano de Pastoral tiene como objetivo principal Ayudar a la parroquia en su misión de anuncio, celebración y testimonio de la fe a la luz de la Evangelii Gaudium y una de las acciones para el presente curso pastoral es Crear o revitalizar el Consejo de Pastoral Parroquial.
El Consejo de Pastoral es un instrumento especialmente valioso para que los distintos sectores de personas de una comunidad parroquial, especialmente los fieles laicos, participen y se responsabilicen en la vida y misión de la Iglesia en el ámbito de la parroquia. Su acogida cordial, su implantación real y su correcto funcionamiento ayudarán sin duda en nuestro común objetivo de hacer de la parroquia una comunidad cristiana más evangelizada y más evangelizadora y misionera. Hay que recordar en este contexto la llamada de atención a una valoración más convencida, amplia y decidida de los consejos pastorales parroquiales, que hizo San Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica Christifideles Laici de 30 de diciembre de 1988: «La indicación conciliar respecto al examen y solución de los problemas pastorales «con la colaboración de todos», debe encontrar un desarrollo adecuado y estructurado en la valorización más convencida, amplia y decidida de los Consejos pastorales parroquiales, en los que han insistido, con justa razón, los Padres sinodales. En las circunstancias actuales, los fieles laicos pueden y deben prestar una gran ayuda al crecimiento de una autentica comunión eclesial en sus respectivas parroquias, y en el dar nueva vida al afán misionero dirigido hacia los no creyentes y hacia los mismos creyentes que han abandonado o limitado la práctica de la vida cristiana» (n. 27, c y d).
Por todo ello, examinadas las circunstancias actuales de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón y habiendo consultado al Colegio Episcopal y al Consejo Presbiteral Diocesano, y en virtud de la facultad que me confiere el Derecho universal (c. 536 § 2 CIC), por el presente
DECRETO
En las parroquias con una población inferior a 200 habitantes, en que no se constituya el Consejo Parroquial de Pastoral, sus funciones serán asumidas por el Consejo Parroquial de Asuntos Económicos o por una Asamblea parroquial, que, con voto consultivo, realizará las tareas propias del Consejo Parroquial de Pastoral.
Las parroquias que cuenten ya con Consejo Pastoral no han de constituirlo de nuevo, si no que pueden esperar a que transcurra el periodo del actual Consejo.
Los Estatutos de los Consejos de Pastoral parroquiales existentes en la actualidad deberán ser adaptados al presente Estatuto Marco en el plazo de cinco meses a partir de la fecha del presente decreto y serán presentados al Ordinario diocesano para su aprobación.
ESTATUTO MARCO DEL CONSEJO PARROQUIAL DE PASTORAL
Capítulo I
NATURALEZA Y FUNCIONES DEL CONSEJO PARROQUIAL DE PASTORAL
Artículo 1º
Artículo 2º
El Consejo Parroquial de Pastoral es un organismo:
Artículo 3º.
Son funciones del Consejo Parroquial de Pastoral:
Artículo 4º
El Párroco o equiparado a él en derecho debe oír al Consejo Parroquial de Pastoral en los asuntos de mayor importancia, que incidan en la actividad pastoral de la comunidad parroquial.
Artículo 5º
El Consejo Parroquial de Pastoral se rige por el derecho universal, por el presente Estatuto-Marco y los propios Estatutos, que adaptarán este Estatuto-Marco a las circunstancias concretas de cada parroquia (cf. c. 536 § 2 CIC).
Artículo 6º
El Consejo Parroquial de Pastoral nunca podrá proceder sin el Párroco o equiparado en derecho, al que asesora; el voto del Consejo es consultivo (cf. c. 536 § 2 CIC).
Capítulo II
COMPOSICIÓN DEL CONSEJO PARROQUIAL DE PASTORAL
Artículo 7º
La composición del Consejo Parroquial de Pastoral se determinará en los Estatutos atendiendo a las dimensiones y circunstancias de cada parroquia, de modo que sea representativo de los distintos grupos, movimientos, cofradías, asociaciones, sectores pastorales y servicios (Palabra, Liturgia, Acción caritativa y social). El número de sus miembros no será inferior a cinco ni superior a quince.
Artículo 8º
En cualquier caso serán miembros del Consejo Parroquial de Pastoral:
Artículo 9º
Capítulo III
LOS ÓRGANOS DEL CONSEJO PARROQUIAL DE PASTORAL Y SUS FUNCIONES
Artículo 10º
Los órganos del Consejo Parroquial de Pastoral son el Pleno y la Comisión Permanente.
Artículo 11º
Artículo 12º
Artículo 13º
Artículo 14º
2ª. Levantar acta de las sesiones del Pleno y de la Comisión permanente, si hubiera, y trasladarlas al Libro de Actas una vez aprobadas por el Pleno o por la Comisión Permanente.
Capítulo IV
DURACIÓN Y CESE DEL CONSEJO PARROQUIAL DE PASTORAL Y DE SUS MIEMBROS
Artículo 15º
Artículo 16º
El Consejo Parroquial de Pastoral cesará:
Artículo 17º
Los miembros del Consejo Parroquial de Pastoral cesarán:
En el caso de los nn. 4, 5 y 6 se puede elegir o designar a otro miembro por el tiempo restante de duración del Consejo.
Capítulo V
OTRAS DISPOSICIONES
Artículo 18º
Para todo lo referente a elecciones y otras votaciones se estará a lo dispuesto en los cánones 119, 127 y 165-168 del Código de Derecho canónico.
Artículo 19º
Todo Consejo Pastoral Parroquial debe tener sus propios Estatutos acordes con el presente Estatuto Marco, que deberán contar con la aprobación del Ordinario diocesano.
Publíquese el presente decreto en el Boletín de nuestro Obispado y en los medios diocesanos de comunicación y envíese a los interesados para su conocimiento y aplicación.
Dado en Castellón de la Plana, a treinta y un días de marzo del Año del Señor de dos mil dieciséis, Jueves de la Octava de Pascua de Resurrección.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
Doy fe,
Ángel Cumbicos Ortega
Vicecanciller-Vicesecretario General
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 27 de marzo de 2016
(Hch 10,34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)
****
¡Hermanas y hermanos en el Señor!
“¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!”. Es la Pascua del Señor, el Día en que actuó el Señor, día de gozo y de triunfo. Cristo ya no está en la tumba, en el lugar de los muertos. Su cuerpo roto, enterrado con premura el Viernes Santo, ya no está en el sepulcro frío y oscuro, donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana. No: «El no está aquí: Ha resucitado». El Ungido ya perfuma el universo y lo ilumina con nueva luz.
Y porque Cristo ha resucitado podemos cantar: “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”. El autor de la vida ha vencido a la muerte. Alegrémonos, hermanos: Cristo ha resucitado y, en su resurrección, Dios muestra que ha aceptado el sacrificio de su Hijo y en Él hemos sido salvados. “Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”.
¡Cristo vive glorioso! Esta es la gran verdad de nuestra fe. Aquel, al “que mataron colgándolo de un madero” (Hech 10, 39) ha resucitado; ha triunfado sobre el poder del pecado y de la muerte, de las tinieblas y del dolor, de la angustia y de enfermedad. La resurrección de Cristo, hermanos, no es un mito, no es una invención, no es una historia piadosa nacida de la credulidad de unas mujeres, no es una leyenda fruto de la profunda frustración de un puñado de discípulos. La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico y real que sucede una sola vez y una vez por todas: El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. No se trata de la vuelta a esta vida de un muerto para volver a morir. No: el cuerpo muerto y sepultado de Jesús vive ya glorioso y para siempre junto a Dios.
En el Credo confesamos que Jesús, muerto y sepultado, al tercer día resucitó de entre los muertos. La Palabra de Dios de hoy nos invita a acercarnos a la resurrección del Señor, acogiendo con fe el signo del sepulcro vacío y, sobre todo, el testimonio de personas concretas, “los testigos que él había designado”, a los que se apareció, con los que comió y bebió después de su resurrección; a ellos les encargó dar solemne fe y testimonio de su resurrección (cf. Hech, 10, 41-42) .
La tumba vacía es un signo esencial de la resurrección, pero imperfecto. Algunos, como María Magdalena, ante el hecho del sepulcro vacío, exclamarán: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2). Otros, como Pedro, se contentarán con entrar «en el sepulcro» y ver «las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte” (Jn 20,6). Otros, como Juan, van más allá: Juan “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20,8-9). El suceso mismo de la resurrección, el paso de la muerte a la vida de Jesús, no tiene testigos; escapa a nuestras categorías de tiempo y espacio. Las mujeres, los Apóstoles y los discípulos se encuentran con Cristo Vivo, una vez resucitado. Para aceptar el sepulcro vacío como signo de su resurrección es necesaria le fe, como Juan; y como en el resto de los discípulos es necesario el encuentro personal con el Resucitado para superar las dudas, para superar la incredulidad inicial. “Nosotros esperábamos…” (Lc 24, 21), dirán los discípulos de Emaús; o “Si no veo en sus manos la señal de los clavos… no creeré”, dirá Tomás (Jn 20, 25).
Como en el caso de los discípulos, la Pascua pide tamben de nosotros un acto de fe, fiándonos del testimonio de los apóstoles; un testimonio que nos es trasmitido en la Sagrada escritura y en la tradición viva de la Iglesia. La resurrección pide creer personalmente que Cristo vive; pide el encuentro personal con El en la comunidad de los creyentes. Nuestra fe no es credulidad débil o fácil; se basa en el signo del sepulcro vació y en el testimonio unánime y veraz de aquellos que trataron con Él directamente en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra. “Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos” (Hech 10, 39-41). A los testigos se les cree, según la confianza que merecen, según la credibilidad que se les reconoce. Pedro y el resto de los Apóstoles dan testimonio de algo de lo que están profundamente convencidos. Tan convencidos, que llegarán a dar la vida por ser testigos de la resurrección de Cristo.
¡Cristo ha resucitado! La resurrección de Cristo no es un hecho histórico hundido en el pasado pero sin actualidad, ni tan sólo algo que afecta a Jesús, pero sin vigencia para nosotros. No: ¡Cristo vive hoy!. Y su resurrección nos muestra que Dios no abandona nunca a los suyos, a la humanidad y a su creación. Con la resurrección gloriosa del Señor todo adquiere nuevo sentido: la existencia humana, la historia de la humanidad y la creación. A pesar de todas las apariencias y de los duros reveses, la historia, la creación, la humanidad no camina hacía la destrucción y el caos, sino hacia Dios.
Y, porque Cristo ha resucitado, es posible un mundo más justo, más fraterno, más dichoso, un mundo según el deseo de Dios. Desde entonces, la esperanza cristiana no es una utopía sino una actitud fundada y realista. Desde la resurrección de Cristo cabe pensar en una sociedad más humana, más solidaria, más dichosa, más según Dios. Todo esto es posible porque Cristo ha resucitado.
Creer que Cristo ha resucitado significa creer que El ha inyectado ya en el corazón de la historia un fermento, una levadura, un brote de vida, que nada ni nadie podrá apagar. Creer en Jesucristo resucitado significa que Dios ha apostado efectivamente por la humanidad, por la creación, por todos nosotros, por ti y por mí. Al resucitar a Jesús, Dios ha dicho sí al hombre nuevo y a la humanidad nueva. Cristo no ha resucitado en vano.
De aquí se deriva una actitud básicamente positiva ante las personas, la sociedad, ante la creación, pese al pecado, los egoísmos, las guerras, los odios, la cultura de la muerte y todas las manifestaciones del mal que podamos encontrar en el mundo. Cristo ha resucitado y Dios acabará ganando. Y ello nos da fuerza para luchar contra el pecado y todas sus manifestaciones, para que la gracia, el amor de Dios y la resurrección de Cristo prevalezcan sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte. Pero ¿nos lo creemos de verdad?.
¡Cristo ha resucitado! Y lo ha hecho por todos nosotros y por todos los hombres. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. Su vida gloriosa es como un inagotable tesoro, que todos estamos llamados a compartir desde ahora.
A los bautizados, nos recuerda San Pablo: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1). Celebrar a Cristo resucitado significa también reavivar la vida nueva que los bautizados hemos recibido en la fuente del bautismo: una vida que rompe las fronteras del tiempo y del espacio, porque es germen de eternidad; una vida, que anclada en la tierra, vive, sin embargo, buscando los bienes de allá arriba, los bienes del Reino de Dios: la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz. Celebrar a Cristo resucitado nos llama a vivir libres de la esclavitud del pecado y en el servicio constante del Dios vivo, presente en los hombres y en la creación.
¡Cristo ha resucitado! Y está aquí en medio de nosotros. Y nos habla al corazón. Él está aquí, y nos cura de nuestras dudas y nuestros miedos. Él está aquí, y se deja palpar y exhala su Espíritu en nosotros. Él está aquí, y nos alimenta con su palabra y con su cuerpo. Él está aquí, nos renueva, nos fortalece y nos ofrece la alegra pascual.
¡Cristo ha resucitado! Él nos envía a ser testigos de su resurrección. Hemos de contar lo que hemos visto y oído. Como los Apóstoles, estamos llamados a ser ante todo testigos del Señor Resucitado y de su resurrección, mediante un testimonio creíble por las obras, que sea señal de vida y de esperanza para el mundo. Porque vida y esperanza es buscar sinceramente la presencia de Cristo y confesar públicamente el nombre de Jesús, su mensaje, su salvación. Porque vida y esperanza es recibir la gracia que se ofrece en la fe y en los sacramentos pascuales para tener la fuerza necesaria para seguir fielmente a Cristo y dar testimonio de Él con la palabra y, sobre todo, con las obras.
Vivamos como hombres nuevos, renacidos con Cristo resucitado. Seremos hombres nuevos si buscamos sinceramente la verdad y el bien, y vivimos en consecuencia; si estamos abiertos al Espíritu; si nos aceptamos gozosos como imagen e hijos de Dios; si nos revestimos de Cristo e imitamos al Maestro; si vivimos permanentemente agradecidos a la bondad de Dios; si hacemos de la caridad y del amor fraterno norma constante de vida. Hombres nuevos son los que han resucitado con Cristo, gozan con la esperanza y se alegran con el bien. Hombres envejecidos, por el contrario, son quienes se empeñan en la mentira, en la codicia, en la envidia, en reducir todo a materia, dinero o placer carnal; hombres envejecidos son los que se empeñan en desconocer su origen divino y su destino eterno, y caminan por este mundo sin razón de ser ni horizonte que alcanzar; los que cierran en sí mismos; los que han perdido la capacidad del agradecimiento, porque la indiferencia y el egoísmo les ha secado el alma; los que no aman a nadie y ni desean ser amados por nadie; los que no saben perdonar ni aceptan el perdón; los que han perdido la capacidad de esperar.
La resurrección del Señor puede cambiar todo: podemos pasar de la cruz al gozo, de la muerte a la vida, de las afrentas a la alabanza, de las lágrimas al consuelo, del pecado a la gracia, de las tinieblas a la luz. Así debe ser nuestra pascua: tránsito y cambio de lo viejo a lo nuevo, del pecado a la virtud, de la mentira a la verdad.
¡Cristo ha resucitado! Y con su resurrección toman nueva vida todas las cosas. Será el amor fraterno el que haga olvidar viejos odios. Será la misericordia la que haga fuerte la unidad de los hombres y mujeres. ¡Cristo ha resucitado y está vivo entre nosotros. Él está realmente presente en el sacramento de esta Eucaristía. Él se nos ofrece como Alimento de los peregrinos. Ha resucitado Cristo, nuestra paz y nuestra esperanza. ¡Aleluya!
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
En el Credo confesamos que Jesús, muerto y sepultado, al tercer día resucitó de entre los muertos. Cristo ya no está en el lugar de los muertos. Su cuerpo enterrado el Viernes Santo ya no halla en el sepulcro frío y oscuro, donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana. «El no está aquí: Ha resucitado», les dice el ángel. El Ungido ya perfuma el universo y lo ilumina con nueva luz.
¡Cristo vive! Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe desde el Domingo de Pascua de Resurrección. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado. Ha triunfado sobre el pecado y la muerte. Jesús no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. Cristo vive glorioso junto a Dios. Su resurrección no es la vuelta a esta vida para volver a morir, sino el paso a una vida gloriosa e inmortal. Leer más
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 25 de marzo de 2016
(Is 52,13 – 53,12; Sal 30; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1 – 19,42)
***
Es Viernes santo. La escucha y contemplación de la pasión de nuestro Señor Jesucristo nos adentra en la celebración litúrgica de este día santo. Hemos recordado y acompañado con piedad a Jesús en los pasos de su vía dolorosa hasta la Cruz. El Señor es traicionado por Judas; es asaltado, prendido y maltratado por los guardias; es negado por Pedro y abandonado por todos sus apóstoles, menos por Juan; una vez, condenado por pontífices y sacerdotes indignos, juzgado por los poderosos, soberbios y escépticos es azotado, coronado de espinas e injuriado por la soldadesca; luego es conducido como reo que porta su cruz hasta el lugar de la ejecución; y, por fin, es crucificado, levantado en alto, muerto y sepultado.
En la Cruz contemplamos el ‘rostro doliente’ del Señor. El es ‘siervo paciente’, el ‘varón de dolores’, humillado y rechazado por su pueblo. En la pasión y en la cruz contemplamos al mismo Dios, que asumió el rostro del hombre, y ahora se muestra cargado de dolor. Es el dolor provocado por el pecado. No por su pecado personal, pues es absolutamente inocente; es el dolor provocado por la tragedia de mentiras y envidias, traiciones y maldades de la humanidad que se echaron sobre él, para condenarlo atropelladamente a una muerte injusta y horrible. Él carga hasta el final con el peso de los pecados de todos los hombres y con todo el sufrimiento humano. Con su muerte redime al mundo. Jesús mismo había anunciado: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la multitud” (Mc 10,45).
En la Cruz contemplamos su cuerpo entregado y su sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Cristo sufre y muere no por otra razón sino “por nuestros pecados” (1 Co, 15,3) y “por nosotros”: a causa de nosotros, en favor de nosotros y en lugar de nosotros. Su mayor dolor es sentirse abandonado por Dios; es decir, sufrir la experiencia espantosa de soledad y vacío que sigue al pecado, que sigue al alejamiento de Dios. Él, que no tenía pecado alguno, quiso llegar hasta el fondo de las consecuencias del mal. Por eso en sus últimos momentos grita: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”(Mc 15,34).
En la Cruz, Jesucristo carga con el dolor de muchos hermanos, que hoy padecen angustia y desconcierto, en parte por sus pecados, pero mucho más aún por los pecados de los demás, por las violencias y por los egoísmos humanos, que los aprisionan y esclavizan, por las corrupciones y por tantos otros males y pecados. Viernes Santo hoy es la miseria y el hambre de millones de hermanos en todo el mundo; es la muerte de tantas criaturas no nacidas que no verán nunca la luz; son los desgraciados enganchados en la droga, al alcohol y al sexo; son los esclavizados por el dinero; son los enfermos desahuciados por el sida, los ancianos abandonados, los esposos e hijos de matrimonios rotos, los padres y los jóvenes sin trabajo y sin un previsible futuro, los amenazados de desahucio, los refugiados rechazados como mercancía. La Cruz de Cristo está formada por las lágrimas, por el abatimiento y la tristeza, por la soledad o por la enfermedad, por el dolor o por la muerte. La Cruz está ahí, en todas partes: y siempre en ella el Crucificado. “¿Dónde está vuestro Dios, nos preguntan ante tanta cruz en el mundo?”, “Ahí, respondemos, en la Cruz, crucificado”. Siempre con los crucificados, unido a los padecimientos y sufrimientos de los hombres, nunca huyendo de ellos.
Pero en la oscuridad de la Cruz rompe la luz de la esperanza. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho”(Is 52,13). El Siervo de Dios, aceptando su papel de víctima expiatoria, trae la paz, la salvación, la justificación, la esperanza y la luz de muchos. En la Cruz, “Dios estaba reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5, 19). La Cruz, a la vez que descubre la gravedad del pecado, nos manifiesta la grandeza e infinitud del amor misericordioso de Dios, que quiere librarnos del pecado y de la muerte. Desde la Cruz, el Hijo de Dios, padeciendo el castigo que no merecía, mostró la grandeza del corazón de Dios, y su infinita misericordia; y exclama: “!Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!”(Lc 23,34).
La salvación es la liberación del hombre de todo sus pecados, de sus males y miserias, y la reconciliación con Dios y con los hermanos. La salvación es toda ella obra de Dios, fruto de su amor infinito. Porque sólo el amor infinito de Dios hacia los hombres pecadores es lo que salva; el amor de Dios es la única fuerza capaz de liberar y justificar, de reconciliar y santificar.
En la Cruz, el amor de Dios, eterno en su misericordia, se ha abrazado para siempre con el hombre y con el mundo. El Hijo de Dios, revestido de nuestra carne pecadora, realiza su propia misión en total libertad y obediencia al Padre. En su vida y en su muerte. El sí del hombre al amor de Dios en Cristo Jesús se expresó definitivamente y para siempre en la aceptación de la muerte, en el sacrificio de la cruz. Jesucristo crucificado, que se entrega a la muerte por amor en obediencia al Padre, es el ‘amén’ del hombre al amor de Dios.
Apenas el hombre, en Cristo Jesús, dio su respuesta al amor de Dios, este amor eterno invadió al mundo con toda su fuerza. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12 32). La Cruz se convierte en el ‘árbol de la vida’ para el mundo: en ella se puede descubrir el sentido último y pleno de cada existencia y de toda la historia humana: y éste no es otro que el amor de Dios.
En Viernes Santo, Jesús convierte la Cruz en instrumento de salvación universal. Desde entonces la Cruz ya no es sinónimo de maldición, sino signo de bendición. Al hombre atormentado por la duda y el pecado, la cruz le revela que “Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). En una palabra, la cruz es el símbolo supremo del amor de Dios. “Acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia”. El amor de Dios requiere ser acogido; el amor del Amante espera de la respuesta del amado. Sin esa respuesta no se produce la obra del amor de Dios; Y esto significa juicio y condenación, significa vivir alejados del amor de Dios y hundidos en nuestras miserias, dolor, injusticias y mentiras.
Contemplemos y adoremos con fe la Cruz de Cristo. Miremos al que atravesaron. Miremos a Cristo: contemplemos su sufrimiento causado por el pecado, por la crueldad e injusticia humana. Contemplemos en la Cruz a los que hoy están crucificados, a todas la victimas de la maldad humana, a los que sufren y tienen que cargar con su cruz. Miremos el pecado del mundo, reconozcamos nuestros propios pecados, con los que Cristo tiene hoy que cargar.
Contemplemos y adoremos la Cruz. Es la manifestación suprema del amor misericordioso de Dios, la expresión del amor más grande, que da la vida para librarnos de la muerte eterna. Si abrimos nuestro corazón a la Cruz, sinceramente convertidos y con verdadera fe, el amor de Dios nos alcanzará. Y el Espíritu de Dios derramará en nosotros el amor y podremos alcanzar la salvación de Dios.
Al pie de la cruz la Virgen María, unida a su Hijo, pudo compartir de modo singular la profundidad de su dolor y de su amor. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar la Cruz. A ella encomendamos en especial a todos los que sufren a causa de su pecado, del egoísmo, de la injusticia o de la violencia. A ella encomendados a los enfermos y a los cristianos perseguidos a causa de su fe en la Cruz. ¡Que la cruz gloriosa de Cristo sea para todos prenda de esperanza y de salvación¡ Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
Segorbe, S.I. Catedral, 24 de marzo de 2016
(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15)
****
En la tarde de Jueves Santo conmemoramos la última Cena de Jesús con sus Apóstoles. Al traer a nuestra memoria y a nuestro corazón las palabras y los gestos de Jesús aquella tarde-noche nuestra mente se traslada al Cenáculo, donde Jesús se ha reunido con los suyos para celebrar la Pascua. Allí, Jesús “habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Y como signo este amor hasta el extremo, aquella “noche en que iba a ser entregado” (1 Co 11, 23), Jesús nos deja su testamento hasta que él vuelva en cuatro dones: la nueva Pascua, la Eucaristía, el Orden sacerdotal y el mandamiento nuevo del Amor. Trasladémonos en espíritu hasta el Cenáculo.
Allí, Jesús se ha reunido con sus Apóstoles para celebrar con ellos “la Pascua (la fiesta) en honor del Señor” (Ex 12, 11), que conmemora ‘el paso del Señor’ para liberarlo de la esclavitud de Egipto y establecer la Alianza de Dios con su Pueblo. Jesús elige la celebración de la Pascua judía para establecer la nueva y definitiva Alianza. Él es el ‘verdadero cordero sin defecto’, inmolado por la salvación del mundo, para la liberación definitiva de la esclavitud del pecado y de la muerte, mediante su muerte y resurrección, mediante su paso de la muerte a la vida: Jesús instituye la nueva Pascua: Cristo es nuestra Pascua.
En la Cena Jesús anticipa sacramentalmente lo que iba a ocurrir al día siguiente. Jesús toma el pan, lo bendice, lo parte y luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; lo mismo hace con el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre” (1 Co 11, 24-25). Aquel pan milagrosamente transformado en el Cuerpo de Cristo y aquel vino convertido en su sangre son ofrecidos aquella noche, como anuncio y anticipo de la muerte del Señor en la Cruz. Es el testimonio de un amor llevado “hasta el extremo” (Jn 13, 1), su «paso» por la muerte a la Vida.
Y acto seguido, Jesús dice a sus Apóstoles:“Haced esto en memoria mía” (1 Co 11, 24-25). Con este mandato, Jesús instituye la Eucaristía, el sacramento que perpetúa su sacrificio y ofrenda en la Cruz por todos los tiempos. Siguiendo el mandato de Jesús, en cada santa Misa actualizamos este mandato del Señor, actualizamos su sacrificio en la cruz y su resurrección, actualizamos su Pascua. El sacerdote se inclina sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo “la víspera de su pasión”. Con Él repite sobre el pan: “Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros” y luego sobre el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre” que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados (cfr. 1 Co 11, 24-25).
Desde aquel primer Jueves santo, la Iglesia actualiza sacramental, pero realmente en cada Eucaristía el misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo para el perdón de los pecados y la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. La Eucaristía es así manantial permanente de vida y de comunión con Dios y fuente de comunión con los hermanos. Desde aquel Jueves Santo, la Iglesia, que nace del misterio pascual de Cristo, vive de la Eucaristía, se deja revitalizar y fortalecer por ella, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Por ello, después de la consagración nos unimos a la aclamación del sacerdote: ‘Este es el Misterio de nuestra fe’, con las palabras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!’.
La Eucaristía es el centro y la fuente de la vida de la Iglesia y de todo cristiano. Es el Sacramento por excelencia que constituye a la Iglesia en su realidad más auténtica y profunda: ser signo eficaz de reconciliación y de comunión con Dios y, en él, de todo el género humano. Sin Eucaristía no hay Iglesia; sin Eucaristía tampoco hay verdaderos cristianos. Sin participación en la Eucaristía, la fe y la vida del cristiano languidecen y mueren. Comulgando a Cristo-Eucaristía nos unimos realmente a Él, y en Él con el Padre y el Espíritu, y con quienes igualmente comulgan el Cuerpo y la Sangre del Señor. Todo cristiano, que quiera permanecer vitalmente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, ha de participar con frecuencia en la Eucaristía y ha de hacerlo plenamente acercándose a la comunión. Ahora bien: el mismo San Pablo nos recuerda la dignidad con que debe ser tratado este sacramento por parte de cuantos se acercan a recibirlo. «Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia condenación’ (1 Cor 11,28). Antes de comulgar es necesario examinarse y reconciliarse con Dios en el sacramento de la Penitencia, si se tiene conciencia de pecado grave. Tenemos que poner mucho empeño en valorar la Eucaristía, participar en ella y recibir debidamente preparados a Cristo, en la comunión.
En la tarde del Jueves santo, recordamos y agradecemos también el don del sacerdocio ordenado. La Eucaristía y el sacerdocio ordenado son inseparables. “Haced esto en memoria mía”. Estas palabras de Cristo son dirigidas, como tarea específica, a los Apóstoles y a quienes continúan su ministerio. A ellos, Jesús les entrega la potestad de hacer en su nombre lo que Él acaba de realizar; es decir, la potestad de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Diciendo “haced esto”, instituye el sacerdocio ministerial, sin el cual no puede haber Iglesia. Sin sacerdotes no hay Eucaristía. La Eucaristía, celebrada por los sacerdotes, hace presente siempre y en cualquier rincón de la tierra la obra de Cristo. Pero la escasez de sacerdotes está llevando a que cada vez más comunidades se vean privadas de la Eucaristía dominical. El pueblo creyente comienza a sentir la necesidad de los sacerdotes. Pero sólo una Iglesia verdaderamente agradecida y enamorada de la Eucaristía se preocupará de suscitar, acoger y acompañar las vocaciones sacerdotales. Y lo hará mediante la oración y el testimonio de santidad.
Y, finalmente, en esta tarde de Jueves Santo Jesús nos deja en herencia el mandamiento nuevo de amor. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros” (Jn 13, 34). A continuación repetiremos el gesto de Jesús hizo al comienzo de la Última Cena: el lavatorio de los pies. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les enseña cómo debe ser el amor de sus discípulos y les propone el servicio como norma de vida: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Jesús nos invita a imitarle: “Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 15).
Jesús establece una íntima relación entre la Eucaristía y el mandamiento del amor. No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de servir y amar al prójimo. “También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 14). Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren, los necesitados, los desfavorecidos, los indefensos … es servicio de lavar los pies como Jesús. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.
Jesús instituye la Eucaristía como manantial inagotable del amor. En ella está escrito el mandamiento nuevo del amor. El amor es la herencia más valiosa que Jesús nos deja a los cristianos. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde se ofrece a la humanidad entera. En la hora del Banquete eucarístico, Cristo afirma la necesidad del amor, hecho entrega y servicio desinteresados. “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc 10, 45). El amor alcanza su cima en el don de la propia persona, sin reservas, a Dios y a los hermanos, como el mismo Señor. El Maestro mismo se ha convertido en un siervo, y nos enseña que el verdadero sentido de la existencia es la entrega desinteresada y el servicio por amor. El amor es el secreto del cristiano para edificar un nuevo mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo.
Jueves Santo es, por ello, el día del Amor fraterno. Después de ver y oír a Jesús, después de haber comulgado el sacramento del amor, después de habernos unido realmente con Él en la comunión, salgamos de esta celebración con el ánimo y las fuerzas renovadas para vivir el mandamiento del amor. Esto comienza con el prójimo y con el necesitado: en nuestra propia familia, entre nuestros vecinos, en el lugar de trabajo, en el pobre, enfermo o necesitado, en el forastero, en el inmigrante o en el refugiado. Eso sí, tendremos que salir de nosotros mismos y traspasar ese círculo en el que nos encierran la comodidad, el egoísmo, la indiferencia o los prejuicios. Si lo hacemos así, seremos discípulos de Cristo, imitaremos al mismo Dios que por amor supo salir de sí mismo para acercarse, entregarse y permanecer con nosotros. .
En la Eucaristía, la Cena que recrea y enamora, encontramos, hermanos, el alimento y la fuerza para salir a los caminos de la vida. Participemos en esta Eucaristía. Seamos signo de unidad y fermento de fraternidad. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
#JornadaMundialdelasComunicacionesSociales
📄✍️ Hoy se celebra la 58º Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. «#InteligenciaArtificial y sabiduría del corazón: para una comunicación plenamente humana» es el tema que propone @Pontifex_es 💻❤️
#CartaDelObispo #MayoMesDeMaria
💐🙏 El Obispo nos exhorta, en su carta semanal, a contemplar a la Virgen e imitarla en su fe, esperanza y caridad, porque ella dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; y nos ofrece y nos lleva a Cristo ✝️
Esta web utiliza 'cookies' propias y de terceros para ofrecerte una mejor experiencia y servicio. Pulsando en "aceptar" consientes el uso de todas las cookies, pero puedes cambiar la configuración de 'cookies' en cualquier momento.
Aceptar todasOcultar notificaciónConfiguraciónComo la mayoría de los servicios en línea, nuestro sitio web utiliza cookies propias y de terceros para varios propósitos. Las cookies de origen son principalmente necesarias para que el sitio web funcione correctamente y no recopilan ninguno de sus datos de identificación personal.
Las cookies de terceros utilizadas en nuestros sitios web se utilizan principalmente para comprender cómo funciona el sitio web, cómo interactúa con nuestro sitio web, mantener nuestros servicios seguros, proporcionar anuncios que sean relevantes para usted y, en general, brindarle una mejor y mejor experiencia del usuario y ayudar a acelerar sus interacciones futuras con nuestro sitio web.
Algunas cookies son esenciales para que pueda experimentar la funcionalidad completa de nuestro sitio. Nos permiten mantener las sesiones de los usuarios y prevenir cualquier amenaza a la seguridad. No recopilan ni almacenan ninguna información personal. Por ejemplo, estas cookies le permiten iniciar sesión en su cuenta y agregar productos a su carrito y pagar de forma segura.
Respetamos completamente si desea rechazar las cookies, pero para evitar preguntarle una y otra vez, permítanos almacenar una cookie para eso. Puede optar por no participar en cualquier momento u optar por otras cookies para obtener una mejor experiencia. Si rechaza las cookies, eliminaremos todas las cookies establecidas en nuestro dominio.
Le proporcionamos una lista de las cookies almacenadas en su computadora en nuestro dominio para que pueda verificar lo que almacenamos. Por razones de seguridad, no podemos mostrar ni modificar cookies de otros dominios. Puede comprobarlos en la configuración de seguridad de su navegador.
Estas cookies almacenan información como el número de visitantes al sitio web, el número de visitantes únicos, qué páginas del sitio web se han visitado, la fuente de la visita, etc. Estos datos nos ayudan a comprender y analizar qué tan bien funciona el sitio web y donde necesita mejorar.
Si no desea que rastreemos su visita a nuestro sitio, puede deshabilitar el rastreo en su navegador aquí:
También utilizamos diferentes servicios externos como Google Webfonts, Google Maps y proveedores de video externos. Dado que estos proveedores pueden recopilar datos personales como su dirección IP, le permitimos bloquearlos aquí. Tenga en cuenta que esto podría reducir considerablemente la funcionalidad y la apariencia de nuestro sitio. Los cambios entrarán en vigor una vez que vuelva a cargar la página.
Google Webfont:
Google Maps:
Google reCaptcha:
Vimeo and Youtube videosembeds:
Puede leer sobre nuestras cookies y la configuración de privacidad en detalle en nuestra Página de Política de Privacidad.
Política de privacidad