Renovar el compromiso de conversión a Dios
Queridos diocesanos:
La llamada apremiante de Jesús a la conversión no ha dejado de sonar desde aquel “primer” discurso suyo hasta nuestros días. “Convertíos y creed en el Evangelio”: así comienza Jesús su predicación según el Evangelio de San Marcos (1,15).
Puede que la llamada a la conversión nos resulte tan conocida que la escuchemos con indiferencia. Puede que nos hayamos instalado de tal modo en un estilo de vida alejado de Dios, de Jesucristo y de su Evangelio, que ya no sintamos necesidad de conversión, porque ya no sentimos necesidad de Dios. A veces nos quejamos de la dificultad de perseverar en la fe y vida cristiana en un ambiente social y cultural indiferente e incluso hostil al cristianismo. Es cierto que este ambiente favorece y promueve la incredulidad, la indiferencia religiosa, el abandono de la fe y de la práctica cristiana. Pero el enfriamiento y alejamiento de la fe y vida cristianas de muchos no son consecuencia de corrientes sociales o culturales. Entre sus causas más profundas está la falta de una fe personal y viva en Dios, de modo que Él sea de verdad el centro de la vida de los cristianos.
Según Benedicto XVI el núcleo de las tres tentaciones que sufre Jesús en el desierto es la tentación de ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse qué puesto tiene Dios en mi vida, y si Él es el Señor de mi vida o lo soy yo. A fuer de sinceros hemos de reconocer que con frecuencia Dios es el gran ausente en nuestro vivir cotidiano. La Cuaresma nos llama a recuperar o acrecentar a Dios en nuestra vida y la fe personal en El, la adhesión total de mente y corazón a Dios y a su Palabra, para que Dios ocupe el centro en nuestra vida; en una palabra, para dejar a Dios ser Dios.
Convertirse es, por lo tanto, superar la tentación de desalojar a Dios de nuestra vida o de ponerle en un rincón para volver al orden justo de prioridades. Convertirse es dar a Dios el primer lugar, un camino que cada cristiano debe recorrer siempre de nuevo. Convertirse significa seguir a Jesús de manera que su Evangelio sea guía concreta de la vida; significa dejar que Dios nos transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia; significa reconocer que somos creaturas, que dependemos de Dios, de su amor, y sólo ‘perdiendo’ nuestra vida en Él podemos ganarla. Esto exige tomar nuestras decisiones a la luz de la Palabra de Dios y renovar cada día la opción de ser cristiano, dar a Dios el primer lugar, frente a las tentaciones que una cultura secularizada y el pensamiento único le propone continuamente, y frente al juicio crítico y displicente de muchos contemporáneos.
Nuestra conversión a Dios comienza por avivar nuestra fe en Dios mediante un encuentro o reencuentro personal con su Hijo Jesucristo que nos lleve a la adhesión de mente y de corazón a Él y a su Palabra tal como nos llega en la tradición viva de la Iglesia. Fe en Dios y conversión de mente, de corazón y de vida van íntimamente unidas. Sin adhesión personal a Dios, a su Hijo Jesucristo y a su Evangelio no se dará el necesario cambio de mente y de corazón, y la consiguiente conversión de nuestros caminos desviados. A la vez, el cambio moral de vida será el signo de la veracidad y del grado de nuestra fe. Una fe sin obras es una fe muerta. Las obras que muestran que la fe está viva es el amor a Dios en el cumplimiento de sus mandamientos que lleva necesariamente al amor, a la caridad con el prójimo.
La conversión exige una transformación de la mente y del corazón, un cambio radical en el modo de pensar, de sentir y de vivir. La inclinación al dominio, al tener y a la autosuficiencia nos lleva a construir nuestro propio reino de espaldas a Dios, a instalarnos en él marginando a Dios y a su Reino de nuestra vida. Renovemos nuestro compromiso de conversión para abandonar la propia suficiencia y la falsa seguridad en sí mismo y en los propios caminos en la búsqueda de libertad y de felicidad para retornar a Dios, a Jesucristo y a su Evangelio.
En el Libro del Apocalipsis leemos: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (3, 20). Nuestro hombre interior debe prepararse para ser visitado por Dios, superar la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos y hacer espacio a Dios, mirando con sus ojos la realidad cotidiana.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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