Semana Santa en tiempo de pandemia
Queridos diocesanos:
Semana Santa es la semana central en la liturgia de la Iglesia, la semana grande de la Iglesia, la más importante del año para todo cristiano y para toda la comunidad cristiana. En ella celebramos los misterios centrales de nuestra fe cristiana: la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Ese año su celebración será necesariamente distinta a causa de la pandemia del Covid-19 y de las medidas establecidas por nuestras autoridades. No podremos tener procesiones en la vía pública. Los actos deberán tener lugar en el interior de los templos. Pero estas restricciones no nos impedirán celebrar la Semana Santa; incluso podrían facilitar un mayor recogimiento interior y una participación más fructuosa, centrados en lo fundamental. Y todo el que pueda debería hacerlo de modo presencial.
A esta semana la llamamos ‘santa’ porque ha sido santificada por los acontecimientos que conmemoramos y actualizamos en el Triduo pascual: la pasión, muerte y resurrección del Señor. El Domingo de Ramos es el pórtico de la semana y la síntesis anticipada del Triduo santo; lo llamamos también Domingo en la Pasión del Señor: día de gloria de Jesús por su entrada triunfal en Jerusalén y día en que la liturgia nos anuncia ya la pasión. Los días siguientes nos irán llevando como de la mano hasta el Triduo y la Vigilia Pascual, la cima a la que todo conduce. Es la prueba definitiva del amor de Dios a la humanidad, manifestado en la entrega en sacrificio de su Hijo en la cruz y resucitado a la nueva Vida. Cristo nos redime así del pecado y de la muerte, y nos devuelve a la vida de comunión con Dios y con los hombres: muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida. Cristo muerto y resucitado es la Esperanza que no defrauda para toda la humanidad.
Este misterio de amor de Dios por la humanidad se hace actual en la liturgia del Triduo pascual, que va desde la tarde del Jueves Santo a la tarde del Domingo de Pascua; su momento central y álgido es la Vigilia pascual, la madre de todas las vigilias. La pasión del Nazareno la noche del Jueves Santo y su muerte el Viernes Santo quedarían inconclusas sin el “aleluya” de la Pascua de Resurrección. Porque “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe” (1 Cor 15, 17). La muerte y la resurrección son la epifanía definitiva del misterio de la misericordia de Dios. El Triduo pascual es el corazón de la fe y de la vida cristiana, el corazón de la Liturgia.
Amar, morir y resucitar son los tres movimientos del Triduo pascual: el amor de Jueves Santo, en que Jesús celebra la cena pascual con sus discípulos y anticipando su entrega por amor en la cruz, instituye la Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor, la muerte del Viernes Santo y la resurrección en la Vigilia del Domingo de Pascua. Tres verbos que expresan también las realidades más decisivas en la vida de todo hombre y mujer.
El ser humano es creado para amar y para ser amado. Está sediento de amor. Es feliz cuando lo da y cuando lo recibe. Pero amar de verdad, amar como Jesús nos amó, no es fácil. Este amor implica entrega y donación gratuita de sí mismo, negación y olvido de sí, servicio y humildad, perdón y reconciliación. Amar como Jesús conlleva considerar de verdad como un hermano a todo hombre y mujer, incluido el enemigo, y estar dispuesto a servir y compartir con ellos la propia vida.
Morir es entregar la vida a Dios por amor filial. Sabemos que somos mortales, pero ¡qué difícil es morir! ¡Qué terrible una muerte sin sentido y sin respuesta, una muerte sin Dios, sin fe y esperanza en Dios! ¡Qué cruel sería una muerte sin victoria! No es fácil aprender a morir. Como Cristo debiéramos esforzarnos por dar, a la luz de la muerte en Dios, hondura, sabor cristiano y trascendente a nuestro existir. Hemos de luchar en todo momento por la salud y por la vida ajena y propia; son un don de Dios. Pero nuestra vida terrenal es finita y mortal.
Resucitar es la respuesta del Padre Dios a la muerte entregada de su Hijo-Hombre: es su respuesta a su entrega, una respuesta de triunfo, de gloria, de alegría. Jesús vence el tedio, el dolor, la angustia, la incógnita que se alza perturbadora ante la muerte. Su triunfo es el nuestro.
Avivemos en este tiempo de pandemia nuestra fe y adhesión a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para que en Él tengamos Vida, la vida misma de Dios. Ante la pandemia, la enfermedad y la muerte demos a nuestra existencia un tono en el que se reconozca a Cristo Resucitado: su final no fue la nada, sino la Vida gloriosa, fuente de vida y de esperanza ante la muerte. Cristo muere y resucita por nosotros, por todos y cada uno de los hombres: para que en Él todos tengamos Vida y Esperanza.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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