Sin ningún tipo de datos sobre su procedencia ni razones de su ingreso, la catedral de Segorbe conserva una bellísima cruz de bendición ortodoxa (MCS.359), trabajada en madera y ensamblada a una desarrollada peana bulbosa, rematada en el extremo de los brazos por perinolas doradas. Típica de las tradicionales producciones bizantinizantes de los talleres del Monte Athos, presenta un centro con dieciséis relieves calados en el neto de la cruz con pequeñas escenas en miniatura talladas, minuciosamente, en dura madera de Boj, datable hacia 1740. Habiendo perdido su pedestal trabajado primitivo, La pieza original sería incorporada a un pedestal labrado en hueso y conchas marinas en la segunda mitad del siglo XIX, hacia 1865, para ser empleada como pequeña cruz de altar.
La obra, con una medida global de 130 x 70 mm, contiene los principales episodios de la vida de María y de Cristo, grandes fiestas de la Iglesia Ortodoxa. El conocido como «Dodekaorton», que da nombre apropiado e histórico a este tipo de cruces. En el anverso, de izquierda a derecha, «Presentación de María», «Anunciación», «Epifanía» y «Reyes Magos ante Herodes»; de arriba abajo, «Bautismo de Cristo», «Nacimiento de Jesús», «Resurrección de Lázaro» y «Entrada en Jerusalem». En el reverso, de izquierda a derecha: «Beso de Judas», «Flagelación», «Aparición del ángel a la Magdalena» y «Cristo resucitado ante dos apóstoles»; de arriba a abajo: «Ascensión», «Crucifixión», «Entierro de Cristo» y «Resurrección». La elección de escenas de cada cara resulta una bella trasposición simbólica entre la vida y la muerte, la entrada de Cristo al mundo y la preparación para la partida.
Hoy en día, la misma vida monástica y las antiguas tradiciones en práctica durante siglos siguen, de una manera u otra, vigentes en la antigua península griega. Pero, no obstante, el arte sacro allí generado por el mundo de la Iglesia Ortodoxa, con la llegada de obras a occidente, fertilizó el mundo de la cultura y de los arquetipos cristianos, fascinando desde tiempos medievales y modernos por su simpleza y sencillez, a través de la experiencia bizantina, expresión terrenal del reino de los cielos y donde se formuló la teología y la literatura mística que los hizo posible. Testimonios que portaron savia nueva y nuevas aguas para alabanza a Dios, haciéndonos retornar a la infancia de nuestra fe.
Por todos, o casi todos, es bien conocido el impacto del mundo de los iconos, imágenes en esencia, fundamentales en la espiritualidad oriental, como pinturas portátiles al temple sobre madera o tallas, que seguían antiguas tradiciones artesanales transmitidas durante generaciones. Eran presentados como imagen virtuosa de Dios en Jesucristo, además de la imagen de su santa Madre y todos los santos llamados a la vida divina, que murieron así mismos para que fuera Cristo quien viviera en ellos. Eran parte de la propia celebración, instrumento para el rezo e intrínsecamente inseparables de la propia liturgia, siendo empleados para anunciar el Evangelio y la buena noticia. Eran incensados por el sacerdote, que bendecía con ellos las propias ofrendas y al pueblo, protagonizaban procesiones y eran objeto de muy cercana veneración por los fieles.
Estas obras, fueron la respuesta de aquellos maestros al gran reto del arte cristiano, la representación de lo invisible, partiendo de la tradición grecorromana, que ensalzaba la gloria de lo carnal, para captar la presencia espiritual a través de un nuevo canon materialmente incorpóreo y expresividades renovadas por la obra de la redención y la virtud. Nacía así una nueva imagen basada en la esencia del alma, figurativa y simbólica. En esencia, una verdadera ventana abierta al misterio de la Encarnación.
Los obradores de los monasterios del Monte Athos fueron un destacado centro de producción de obras talladas de madera en miniatura entre los siglos XVI y XVIII. Esta talla de cruces y pectorales de madera, a veces montadas en estructuras de orfebrería de una calidad pareja, debe considerarse, pues, un arte decorativo propio practicado por los monjes athonitas para obtener recursos para sobrellevar su vida ascética de retiro del mundo.
Habiendo desparecido muchas de las realizadas, sobre todo en los primeros tiempos de presencia otomana, se ha indicado la influencia de la talla y los modelos iconográficos cretenses. También se ha destacado su relación con la realización de iconostasios en madera y su comercialización del oriente al occidente mediterráneo, sobre todo con los territorios de la península Itálica y desde Estambul a los diversos epicentros del imperio turco. La procedencia veneciana de estos trabajos ha sido descartada por la historiografía más reciente.
Un buen ejemplo son las interesantes realizaciones conservadas en la sacristía del Monasterio de Vatopedi, el segundo en jerarquía de los grandes recintos monásticos de Athos, fundado en el año 972 y lugar donde se conserva la valiosa reliquia del cinturón de la Virgen María. Allí se conserva una cruz grande de 1639, con ensamblaje en plata, perinolas y de gran calidad, “de la mano del papa Ezequiel”. Otra similar realizada, de 1669, con talla menos importante, pero de una calidad de montura de arabesco barroco imponente, realizada con el mecenazgo de Nikolai Bouhosi, alto cargo del estado moldavo, y de su esposa Anna, de origen griego. Una tercera, de 1674, sobre trono o base escalonada hexagonal. Otras dos cruces del monasterio, del abad Dyonisios Xeniotis (1660-1669 y 1678), aportan soluciones esmaltadas a las monturas de una gran riqueza, albergando tallas de grandísimo empeño, cercanas a la tradición denominada como «Constantinopolitanas», dignas de la alta joyería europea de la época. Obras similares, aunque de mayor autenticidad y entidad, se conservan en la Catedral de Sevilla (siglo XVI), o el Metropolitan Museum de Nueva York, Victoria and Albert Museum y el Museo del Patriarca de Valencia, éstas un poco más tardías y vinculadas a Giorgios Lascaris; conocidas como «cruces de laskaris», las cuales están están fabricadas con un pedestal más sobre elevado. Otras ejecuciones trascendentales, todavía faltas de estudio genérico, se custodian en otros centros monásticos y museos griegos, búlgaros, turcos o rumanos.
No obstante, la desconocida obra de la catedral de Segorbe, que ofrece más similitudes a la conservada en la Courtauld Gallery, British Museum o la del Walters Art Museum, más sencillas, todavía brinda muchas dudas. No obstante, presenta las características propias de otras reliquias y objetos de culto importadas o trasladadas desde el lejano oriente, desde aquellos lugares de culto, en el equipaje personal de alguno de los grandes personajes ligados a la jerarquía diocesana de los tiempos pretéritos, quizá de los tiempos de la ilustración, o de alguna de las órdenes religiosas activas por Tierra Santa, tal vez los franciscanos.
La «cruz de Dodekaorton» o del Monte Athos de Segorbe, es excepcional por su rareza y sencillez, perteneciente a un olvidado corpus de gran escasez en nuestras tierras. Las escenas citadas, repartidas en una cuidada cuadrícula de su cruz griega. Una iconografía y técnica propia de materiales como el hueso y el marfil que, muchas veces, ha dificultado su datación cronológica, al tratarse de una artesanía con procedimientos inalterables a lo largo de los años.
LA IGLESIA DE LA CUEVA SANTA DE PEÑALBA (Segorbe).
Génesis de un templo de moriscos.
Peñalba, popularmente conocida también por el nombre de Cárrica, es un caserío o barrio del propio Segorbe, desde al que antiguamente se llegaba saliendo de la ciudad por el costado norte de la muralla, por el Portal de Cárrica. Dicho conjunto poblacional había sido un antiguo asentamiento islámico y, a partir de la Guerra de las Germanías (1519-1523), con los bautismos de la población mudéjar, de moriscos.
Siguiendo la información de las primeras visitas pastorales (1536, 1539 y 1543), cuando la parroquia de Navajas, que tenía 150 vecinos moriscos, fue separada de la Catedral y constituida en parroquia bajo la advocación de San Pedro (1576) se le asimiló, como anejo, el barrio de Cárrica, donde vivían quince familias también moriscas. En ese sentido, era obligación del cura encargado celebrar misa en ambos templos, estableciéndose 30 libras valencianas a pagar por el Duque de Segorbe, al que se le habían concedido las rentas de la antigua mezquita (“olim mezquita”), extraídas de los frutos de ambos lugares, más quince de las primicias de los citados moriscos. Una realidad reflejada por la Bula «Noverint universi» del papa Clemente VIII, de 27 de junio de 1602, por la que se dotaba a las parroquias de moriscos en el obispado de Segorbe (ACS, 1190).
Tras la expulsión de los moriscos en 1609, con la desaparición de la parroquia de San Pedro de Segorbe, la Iglesia de Cárrica dejó de estar asimilada a Navajas para ser administrada desde la propia Catedral. Con tal motivo, a Peñalba se la dotó con nuevas rentas, junto con parroquias como Benagéber, Domeño, Loriguilla, Sinarcas, etc.
En el primer tercio del siglo XIX, hacia 1834, la Iglesia de la Cueva Santa de Peñalba formaba parte, junto con San Francisco de Asís de Villatorcas y como vicarías perpetuas y de patronato laical, de la parroquia de la Catedral, con 193 almas. El 2 de mayo de 1888, su Ilustrísima compraba y reedificaba una casa, la actual casa Abadía, para vivienda del capellán coadjutor que, hasta ese momento, vivía intramuros de Segorbe [Aguilar, 1890].
El templo actual es reflejo de las tradicionales construcciones de templos de moriscos, que vienen a ser simples reconversiones del antiguo espacio islámico o musulmán al culto y rito católico, sobre todo conservados en pequeños núcleos urbanos donde no se ha programado la construcción, en su lugar, de templos de mayor empeño. Tal es el caso de edificios como el de Peñalba, Higueras, Benitandús, etc. Templos de pequeñas dimensiones, de una sola nave de tres tramos y presbiterio, coro alto, órdenes clásicos apilastrados en los laterales, con arquitrabe, friso y cornisa, y cubrición de bóveda de cañón sencilla, en ocasiones con lunetos para la ubicación de las ventanas, y techumbre a doble vertiente.
Eliminados los vestigios del pequeño alminar y del mhirab e, incluso, variándose la orientación original de la oración y articulándose «a la clásica» la fachada, presenta en el acceso, sobre el hastial, una sencilla espadaña para sendas campanas, característica común a muchos de estos edificios, como primera cristianización del recinto, eliminando la llamada a la oración del almuecín por el tañido de los bronces para los oficios. Además, se le añadió la casa señorial, desde donde se podía asistir a las celebraciones desde una de sus habitaciones, sobre la sacristía y recayente al presbiterio.
Hasta 1936, en su iglesia había algunas tablas góticas procedentes de la Catedral que desaparecieron en 1936 y, actualmente, conserva modernas pinturas de José Peris Aragó (1907-2003), como la del Cristo crucificado del altar mayor, o del maestro local Luis Bolumar (1951), en la capilla del bautismo.
En definitiva, una auténtica reliquia de los tiempos pasados, apenas inalterada por intervenciones posteriores que conserva, casi intactos, los espacios originales de transición de un tiempo histórico trascendental. Reflejo directo que en una pequeñísima comunidad de nuestra diócesis tuvo el eco y consecuencias del Concilio de Trento y la guerra contra el turco; en momentos de crisis, reforma y contrarreforma y conflicto global a nivel mediterráneo, en un mundo polarizado y belicista, entre oriente y occidente que, en la actualidad, sigue por similares senderos, tan diferentes a los caminos de diálogo y paz trazados por San Francisco de Asís en su encuentro en 1219 con el sultán Malik al Kamil, sobrino de Saladino, durante la quinta cruzada.
La torre parroquial de Viver (ca. 1611), fiel reflejo de los campanarios de las catedrales de Albarracín y Segorbe
(en el 775 Aniversario de la Sede Episcopal de Segorbe)
La torre de la iglesia parroquial de Viver es una edificación prismática de planta cuadrada, de unos 29 metros de altura por 8 metros de lado, sin incluir el remate. Una construcción que, a pesar de su imponente porte, historia e importancia constructiva, -tiene encastados en sus muros sendas lápidas, una romana y otra de 1608, alusiva a la Fuente de la Asunción que se renovó en 1619 y todavía se conserva-, ha llegado hasta nosotros completamente desmochada, teniendo en cuenta los grandes daños sufridos en sus últimos doscientos años de existencia, especialmente durante la última guerra civil española (1936-1939), dentro de las enormes destrucciones sufridas por el casco antiguo de la población, obligando a una reconstrucción casi íntegra de gran parte de su trazado urbano.
Restaurada a principios de los años ochenta del pasado siglo, con proyecto del arquitecto Guzmán Ordaz Sánchez de Segorbe, visado por el colegio oficial de Arquitectos de Valencia en fecha de 20 de enero de 1983, la intervención programaba una acertada recuperación del antiguo remate del campanario que, desgraciadamente, no llegó a realizarse, quedando el campanario actual completamente desmochado -con ochava superior sin cubierta- y privado del primitivo aspecto dado por su artífice.
El templo parroquial de la Virgen de Gracia, en el centro de la villa, constituye el edificio más destacado de la población, edificado en varias fases desde la primera documentación de la construcción de 1372, en tiempos del obispo Juan de Barcelona y la erección en Vicaría perpetua de la iglesia de Viver. Un edificio que, en el último tercio del siglo XVI, tras el Concilio de Trento, sufriría una importante reconstrucción en un estilo clasicista, en un tiempo en que se realizaban unas constituciones sinodales de la diócesis en la localidad, siendo obispo Juan de Muñatones. Una cronología de las obras que se venían realizando afirmada por la fecha conservada en la pila Bautismal de alabastro (1568) y de la antigua casa abadía (1579), siendo la torre campanario actual una edificación de este momento histórico, resultando contemporánea a la renovación de templos cercanos como el de Bejís, obra de Pedro de Cubas, Teresa o el convento del Socós de Jérica.
Sin embargo, el templo parroquial sufriría dos intervenciones más, a finales del siglo XVII se reedificaría la iglesia y fachada y se le añadiría la capilla de la Comunión adosada al campanar (1694-1703), obras realizadas por Julián Piamonte y Sebastián Cano, bajo supervisión del arquitecto Francisco Lasierra, autor de muchas otras edificaciones religiosas contemporáneas a lo largo de todo el Espadán hasta la costa, como las parroquias de Alcudia de Veo, Montán, Vall de Almonacid, Algimia de Almonacid o Moncófar, el Colegio de Jesuitas de Segorbe, Convento de Mercedarios de Segorbe, la iglesia de Villatorcas o la iglesia y Convento de Carmelitas de Caudiel.
Más tarde, en tiempos del obispo Lorenzo Gómez de Haedo, entre 1804-1810, se renovaría a los gustos neoclásicos, propios de la Real Academia de San Carlos de Valencia, todo el interior, recreciendo el templo por sus flancos y por la parte del presbiterio, desde los púlpitos hasta el altar mayor. Una iniciativa de renovación de templos diocesanos, a lo largo del Camino Real en ocasión de su construcción, común bajo el gobierno de este prelado, teniendo como modelo la realizada en la Catedral y con la intervención de los maestros Mariano Llisterri, Francisco Marzo o Vicente Esteve, a las órdenes del director de la transformación de la misma y de la carretera general, el arquitecto Vicente Gascó (1732-1802). Edificios religiosos como las parroquias de Altura, Gaibiel, Navajas, etc., dan buen testimonio de todo esto.
La tipología de la torre parroquial responde al modelo implantado por el maestro cántabro Alonso Fernández de Barrio de Ajo (Ajo, Cantabria ¿?-Puebla de Valverde, Teruel, 1606), en la Catedral de Albarracín. Perteneciente a una familia de canteros y maestros de obra, procedentes de aquella región del norte, en tierras del sur de Aragón desde principios del siglo XVI, aparece documentado en Teruel, como procurador de diversos pleitos correspondientes a diversos paisanos canteros como Pedro de Ajo (documentado en la torre del reloj de Jérica), en 1583 y, al año siguiente, en Santa Eulalia del Campo donde, en asociación con los maestros Diego de Huncueba y Miguel Reche, encargaba a Miguel Ortiz, Juan Sánchez y Martín Ortiz la obra de los cimientos de una alberca en las salinas de Gallel, propiedad de la Comunidad de Teruel.
Por 1584-1594, junto a Miguel Reche, había recibido el encargo de la construcción del templo parroquial de Ródenas, magnífico edificio, escenario de notabilísimos avances arquitectónicos en la cubrición tabicada que le valieron la consecución de numerosos encargos por el territorio entre los que destacó, entre 1594-1598, la elevación de la nueva torre campanario de la Catedral Albarracín, que concluiría en cuatro años, una capilla de la parroquia de Villar del Cobo y otra en Moscardón (1594-1599). En esa línea, en 1599 trabajó junto a Francisco Laçanguren en la cubrición abovedada de las naves laterales de la Catedral de Teruel emprendiendo, entre 1600 y 1602, la construcción de la iglesia parroquial de Santiago y el coro y otras estancias de la iglesia de Santa María ahora ocupada por los dominicos, ambas en Albarracín.
En diciembre de ese último año contrató junto a Francisco de Isla la construcción del campanario de la parroquial de La Puebla de Valverde (Teruel), un compromiso que hubo de simultanear con sus trabajos junto a Lorenzo del Camino en la torre de la iglesia de Villar del Cobo (Teruel), a imitación de la citada torre de la Catedral de Albarracín, que ya estaba ultimada el 7 de noviembre de 1604, cuando se inició un complicado proceso ante la curia episcopal de Albarracín por sus exigencias pecuniarias, que se prolongó más allá de su muerte, que le sorprendió en La Puebla de Valverde el 28 de mayo de 1606, antes de que hubiera terminado el campanario de la iglesia local.
La obra del campanario parroquial de Viver, así como la de la desaparecida iglesia llevada a cabo entre los siglos XVI y XVII, debe de relacionarse con el arte del arquitecto francés Juan Cambra y en la que debió trabajar el lapicida Juan Orduñez u Orduña, yerno del mencionado Cambra, quien en 1611 se documenta en Viver como maestro de cantería, era colaborador del afamado maestro francés Juan Ambuesa y, tras la muerte de aquél, padre político de su hijo, el también arquitecto Pedro Ambuesa -con el que colaboró en muchas de sus realizaciones-, es autor documentado de las iglesias de Teulada, Pego, Puebla de Valverde, Rubielos de Mora o del Monasterio de San Miguel de los Reyes, entre otras. El arquitecto, además de ser el responsable de las obras de la parroquial, podría también relacionarse con la construcción del primer Convento de Mínimos de Viver, -cuya primitiva ermita de san Miguel, primera localización de los frailes, había sido capitulada por el maestro cantero Pedro Riola en 1597 con la villa-, no solo por su vinculación personal a la población o a la familia de los Barberanes de Rubielos de Mora, sino también por el hecho de ser honrado, en el momento de su muerte, con un enterramiento en el convento de San Sebastián, cabeza de la orden de Mínimos de la provincia de Valencia en la capital del Reino.
Lamentablemente, la visión actual del campanario, al igual que ocurre con el de la Puebla de Valverde (Teruel), responde a una imagen incompleta respecto a un diseño original que, inspirado en la torre de la Catedral de Albarracín y, probablemente, en la de la Catedral de Segorbe del siglo XVI (cuyo remate fue modificado posteriormente), se desarrolló a lo largo de la antigua diócesis y territorios limítrofes entre los siglos XVI y XVII bajo la tutela de maestros cántabros y franceses, siendo la torre de la parroquial de Viver uno de los ejemplos más tardíos, si no el último, de la cual adjuntamos un dibujo con una recreación de su estado original en el momento de su construcción.
La Masía de Cuencas es una de las pocas masías y casas de campo conservadas de la antigua diócesis con valores arquitectónicos y ambientales dignos de atención. Teniendo su origen en una alquería bajomedieval, más tarde transformada a finales del siglo XVI (ACS, 783), sabemos por diversos estudios que por su caserío pasaba la antigua vía romana que atravesaba el Palancia desde Sagunto (Járrega, 2000).
A pesar de que el Concilio de Trento había mandado crear seminarios en las diócesis, en Segorbe no había sido posible, teniendo que estudiar los alumnos en Valencia. Para ello el obispo Pedro Ginés de Casanova (1610-1635), que había traído padres Jesuitas para la predicación en la Catedral, con gran admiración de todos, deseaba que se estableciese la orden en la capital diocesana, cosa lograda años más tarde gracias a la figura de Pedro Miralles, con la fundación del Colegio de los Jesuitas en Segorbe, en 1624.
Éstos utilizaban la Masía de Cuencas como primera finca residencial, pues las obras de su convento en la ciudad se prolongaron a lo largo de todo el siglo XVII, desde 1634 a 1699. Por la década de 1690 el arquitecto barroco Francisco Lasierra, discípulo del gran Pérez Castiel y autor de las trazas del Convento de la Orden en Segorbe (Montolío-Simón-Albert, 2020) entre otras muchas obras diocesanas de importancia, trazaba el último piso con galería del Mas, orientada a levante y al sur, teniendo como referente la realizada por él mismo en la última planta del Colegio de Jesuitas de Segorbe.
Con la expulsión de la Orden de los Jesuitas y el intento de erección de un Seminario por el obispo Blas de Arganda (1758-1770), un mandato de Su Majestad de 10 de enero de 1769, ordenaba que se cumpliesen las cargas espirituales asimiladas a sus bienes, examinándose las propias de su Colegio en Segorbe y conociéndose que existían dos administraciones. La de la Sacristía, compuesta por varias heredades y censos, y la de Misiones, con un caudal dotado por el deán Durango el 21 de septiembre de 1722, otro de Félix Marco y la Masía de Cuencas, con sus treinta y cuatro anegadas de huerta, legadas para tal fin, por Tomás Vallterra el 25 de agosto de 1725 (Aguilar, 1880).
Tras la expulsión de la Compañía de Jesús, muy mal considerada por los ilustrados, a instancias de las monarquías de Portugal (1759), Francia (1764) y España (1767), y disuelta la orden por el breve “Dominus ac Redemptor” del Papa franciscano Clemente XIV (1773), pese a no poder el Obispo Arganda finalizar el proyecto de Seminario, todo estaba ya preparado para su definitiva erección, con una sede muy capaz en el antiguo conjunto de los Jesuitas, con un fabuloso huerto y un capital de 51.134 libras, más la parte de los bienes de la Compañía cedidos o comprados, con sus cargas.
Con la expulsión de los Jesuitas del Reino, en 1767, el obispo ilustrado y trinitario, Alonso Cano Nieto (1770-1780), se quedó con la propiedad rural para uso y disfrute de los prelados, «destinado a esparcimiento de los obispos», siendo usada, al igual que su biblioteca personal, como lugar de entretenimiento y formación del Seminario por él fundado, definitivamente, en 1771, por iniciativa de la monarquía de Carlos III. Fue este obispo quien cedió el dominio del edificio, valorado entonces en unos 160.000 reales, las antiguas becas para los hijos de Arcos de las Salinas y del antiguo colegio a la nueva institución formativa, como base de una infraestructura docente propia.
Con la desamortización, las tierras de la Masía no fueron enajenadas, consideradas como una excepción, al contrario que las del resto de heredades del Seminario asimiladas por el Real Decreto de 21 de agosto de 1860, en tiempos del obispo Domingo Canubio (1847-1864 ), por ser «el único punto que han tenido y tienen los señores obispos de esta diócesis para tomar algunos días de desahogo cuando lo han necesitado, y lo mismo los jóvenes seminaristas cuando lo han creído conveniente sus Superiores».
Allí fue el 6 de septiembre de 1889 su Ilustrísima, Francisco de Asís Aguilar, a disfrutar de diez días de descanso. Ya bastante enfermo, entre sus muros pasó el epílogo de los calores del verano, sentado en una mecedora junto a la ventana de su estancia, desde donde se veía el flanco norte de la fortificación amurallada de la ciudad episcopal, el extraordinario paisaje de la vega del río Palancia, que discurre a los pies de la hondonada y, hoy en día, ve pasar regularmente el tren sin catenaria que coge impulso en estos llanos para escalar las rampas cercanas del Ragudo hacia el Altiplano de Barracas y El Toro.
Completamente expoliado durante la guerra civil, cayendo en deriva continua y degradación hasta el momento presente, aún conserva gran parte de su atractiva fábrica, de sillares, ladrillos y aparejos, que lo hicieron lugar privilegiado retiro de grandes religiosos, jesuitas, obispos, colegiales e, incluso, los arquitectos diocesanos durante su estancia en la ciudad. Con su planta baja de amplia entrada de carruajes, aún son visibles los espacios de la gran cocina principal de gran chimenea, comedor y arranque de la gran escalera tabicada de vueltas. Su primera planta, noble, con estancia del prelado, salón de recepción y habitaciones auxiliares. Y su planta alta, galería porticada a la aragonesa, para alojamiento del servicio, profesores y estudiantes. Un edificio y un paraje, durante siglos, al especial servicio de la Diócesis.
Hace pocas fechas hablamos de las especiales circunstancias, con todos los detalles precisos de la edificación en el comentario de «La adecuación de la ermita de los Santos Patronos de Sot de Ferrer. Humilde Iglesia interina del pueblo durante la construcción de su gran templo parroquial (1778-1787)» (BOE Segorbe-Castellón, junio 2023), que llevaron a la construcción de uno de los grandes edificios monumentales de nuestra diócesis, la iglesia parroquial de la Inmaculada Concepción de Sot de Ferrer. En el trasfondo, lo que se trasciende a la historia de aquel momento en aquel sencillo lugar del obispado, a las puertas de la archidiócesis de Valencia a orillas del Palancia, es el choque entre dos mundos, el del señor del «Antiguo Régimen» y el obispo ilustrado, el mundo tradicional del barroco y la nueva academia de bellas artes, entre el maestro de obras y cantero del antiguo régimen y el arquitecto titulado de las modernas escuelas.
En Sot encontramos uno de los últimos intentos de imponer la construcción de un edificio religioso en arquitectura barroca y rococó en nuestras comarcas, propiciada por los señores de la localidad, en contra de uno de los primeros pasos de la ilustración propiciada por las Academias de Bellas Artes, auspiciada por el obispo de Segorbe Alonso Cano y Nieto (Mota del Cuervo, 1711-Segorbe, 1780), con la llegada de los nuevos pensamientos, de alguna manera impositivos que, a través del revisionismo ilustrado en caminos, carreteras, edificios religiosos y civiles, privados o públicos, etc., llegó por inspiración real, a través del aliento reformista del castellonense Antonio Ponz, hasta los últimos confines y territorios limítrofes de nuestro territorio, ejerciendo una labor de control tan intensa que acabó, poco a poco, con las reservas de los últimos reductos artísticos para someterlos al juicio de la razón.
En aquel tiempo nos encontramos ante un verdadero cruce de caminos entre dos épocas, cuyo resultado fue la edificación más imponente del academicismo diocesano, sucediendo al anterior templo seicentista. Una realización llena de madurez, experiencia y conocimiento, perviviendo entremezclada ante la marea arrolladora de los nuevos tiempos ilustrados y la imposición de sus criterios. A simple vista, es fácilmente apreciable el valor urbanístico del templo parroquial de Sot, digno de una gran urbe, sobrepasando imponente el volumen y la altura del caserío de la localidad, sobresaliendo y centralizando el espacio más importante del entramado reticular del pueblo.
Por ello, cuando nos hallamos ante la población de Sot, al costado derecho del antiguo Camino Real, nos encontramos ante un conjunto desconcertante. Un testimonio significativo para la panorámica de la población, la gran Iglesia parroquial con su monumental fachada “a la romana” con dos campanarios, el de levante reaprovechado del templo anterior. Una armoniosa composición donde el espíritu académico respira por todos sus poros, que resultó arquitectónicamente revolucionario en nuestras tierras diocesanas, rompiendo con una estructura tradicional de siglos, entre clasicismos y barroquismos, implantando un modelo absolutamente novedoso por estos parajes y sin solución de continuidad.
Sin embargo, ese modelo absolutamente neoclasicista romano, ejecutado esencialmente en piedra y ladrillo, volvía a apostar por una solución digamos “tradicional” en nuestro devenir artístico propio: el acabado revocado y polícromo de esa fachada en tonos ocres y amarillos que, por un lado, protegían al muro de las inclemencias del tiempo y el azote diario del sol y, por otro, aportaba una escenografía colorística, aun visible, a todo el frontis recayente a la plaza principal del pueblo, con una visión de varios kilómetros a la redonda a lo largo de todo el valle.
Unas gamas cromáticas presentes en otras importantes construcciones de nuestro patrimonio histórico de ese momento a lo largo de todo el territorio valenciano. En ese sentido, el aspecto actual neutro y apagado de las tonalidades de la obra, con sus problemas estructurales, constituyen una consecuencia de las penalidades propias sufridas desde tiempos decimonónicos hasta los episodios de la posguerra, así como de la ausencia de intervención en su fábrica por imposibilidades económicas por largo tiempo. Por todo ello, una vez estabilizado el edificio, la recuperación de los colores originales y documentados, conllevaría la recuperación plástica del verdadero aspecto original de todo el frontis, con apilastrados de orden gigante y grandes cornisas y frontón, a la manera basilical romana de la época dorada.
Afectada la fachada, desde hace años, de grandes problemas de consistencia de la piedra vernácula empleada, de regular calidad, la recuperación de los cromatismos y decoraciones exteriores reales vienen a revelar una profusa ornamentación rotunda y artística completa, envuelta en colores, tonalidades y gamas propias un tanto heredadas del decorativismo del último barroco vernáculo. Por ello, resulta importante para la salvación de nuestro patrimonio histórico la necesaria actuación exterior completa, tanto de su fábrica como en la vuelta al antiguo aspecto pictórico del contorno, que nos permita encuadrarlo dentro del perfil usual dominante dentro de los monumentos propios de su época. Una actuación que permitiría recobrar elementos ornamentales fundamentales de su apariencia que, debido a las circunstancias y dificultades de algunos momentos históricos, no fueron tenidas en cuenta, recuperando el sentido estético y el criterio artístico de una obra tan importante y emblemática para nuestra diócesis.
Su perfil, ricamente coloreado en tonos llamativos, constituía un verdadero faro visible desde toda la vega media del río Palancia, impactando a todos los viajeros que subían y bajaban desde el Reino de Aragón al de Valencia. Una obra arquitectónica levantada en escasos diez años (1777-1787), que constituye un ejemplo único y singular de este momento histórico en nuestra región, realizada en un momento de transición, antes de que los nuevos tiempos ilustrados, impulsados desde la monarquía, vinieran a imponer completamente sus criterios.
A nadie escapa, a nivel patrimonial, que la torre parroquial de Jérica, de la antigua villa Condal del mismo nombre, conocida como de la «Alcudia» o de las campanas, es uno de los bienes histórico-artísticos más importantes y reconocidos, a nivel diocesano y provincial. Elevada exenta a los pies del primitivo núcleo fortificado del castillo, cerca de la primitiva iglesia -antes mezquita-, y en la parte alta del casco urbano medieval, del que constituye el epicentro del primer recinto amurallado, en el lugar óptimo para hacerla visible y audible desde todo el valle y término que preside (Rodríguez Culebras, 1983).
Viéndose que la construcción de la nueva Iglesia en el costado de levante del pueblo hacía inviable la edificación allí de un campanario funcional, la construcción de un campanar con remate de linterna tardo-mudéjar de ladrillo visto, de severo orden romanista, sobre el viejo torreón octogonal islámico de mampostería y mortero destinado a vivienda del campanero en diferentes estancias unidas por una escalera de caracol preexistente, tardorromano para la historiografía incipiente, pareció la mejor opción. Como se aprecia en el dibujo que adjuntamos al presente texto, sin querer, o quizás queriendo, se acabó dando paso, de esta manera, a un edificio singular compuesto por dos cuerpos separados por cientos de años unidos para la belleza póstuma y «mayor gloria de Dios».
La decisión del Concejo de la Villa de unir los destinos de ambas construcciones en una sola en 1614, aunque fuera por necesidad, providencial para la conservación hasta nuestros días de la más antigua, devino en la creación de uno de los monumentos más bellos y armoniosos que la retina humana pueda imaginar. Con planos de fray Antón Martín, cartujo de Portacoeli, la obra fue llevada a cabo por el maestro de obras local Domingo Frasnedo, aquel que había capitulado también las obras del campanario de Puebla de Arenoso en 23 de septiembre de 1611 (El arte al servicio de una idea, 2013), por una cantidad de 1.775 Libras. Con las dificultades, incremento desmesurado de gastos y retrasos, el Concejo acabó encargando la dirección a fray Pedro Ruhimonte, donado en la Cartuja de Valldecrist, que dio a la obra el aspecto definitivo actual.
Colocadas las campanas en 1619, pronto se visuraron los trabajos de su fábrica. Con la presencia de los dos frailes y el maestro valenciano Francisco Catalán y el segorbino Antonio Barán, en 1618, será en 1622 cuando se realizará una nueva revisión de lo realizado, con la presencia nuevamente de Catalán, por la Villa, y de Pedro Ombuena, por el maestro Frasnedo. El 23 de diciembre se firmaba el final de la obra, que había ascendido a la cantidad de 3.278 Libras.
La nueva obra ofrecía un maravilloso aspecto arquitectónico, de indudable huella aragonesa, que lo hacen único en tierras valencianas, donde se aprecia la influencia del campanario de la Catedral de Teruel o de obras cercanas, como la torre del convento de Carmelitas de Rubielos de Mora. Un momento de gran esplendor artístico en la comarca, coincidiendo con la renovación manierista de la Iglesia Mayor de Valldecrist.
Hoy en día, restaurado y con el toque manual de sus campanas tan vivo como el vidriado verde de sus tejas, incorporadas por los maestros Vicente Garrafulla y Antonio Agueriz tras la reparación seicentista de la media naranja de la linterna (Pérez Martín), nos encontramos ante el testimonio floreciente del pasado de una de las poblaciones más bellas de nuestro entorno diocesano, el pueblo de Francisco del Vayo, donde permanecen vivas las piedras de la fe plasmadas en la impronta de edificios religiosos tan emblemáticos como Santa Águeda la Vieja o San Roque (siglos XIII-XIV), la Iglesia parroquial de Santa Águeda (siglos XIV-XVII) con su colección museográfica, Convento de Agustinos del Socós (siglo XVI), la Iglesia de la Sangre renovada en el siglo XVII por Mateo Bernia (Montolío-Simón-Albert, 2020) con su antiquísima cofradía (Vañó, 2023), el Calvario (siglo XVIII), la Cruz Cubierta (1511), etc.
El hermoso campanario, que hace escasas fechas celebraba su Cuarto Centenario, en el que ya no participaron los célebres albañiles que hicieron famoso su estilo plenamente hispano en las centurias anteriores, sometido ya a las artes clásicas, fue declarado en 1979 como Monumento Histórico-Artístico Nacional. Una silueta reconocible y altiva que, muy probablemente, constituye el verdadero referente monumental de la antigua diócesis de Segorbe, testimonio de tiempos pasados como una de las principales poblaciones de la misma, y una de las villas más importantes del antiguo Reino.
LA IGLESIA DE LA SANGRE DE CRISTO DE SEGORBE Y LA ACEPTACIÓN DE PABLO ENRÍQUEZ DE BRUSELAS (FLANDES) EN EL GREMIO DE SASTRES DE LA CIUDAD (1706)
Conocemos bien por las visitas pastorales, las fuentes de autores como Aguilar y Serrat, Morro Fosas o Tormo, fotografías históricas y bibliografía y una tesis doctoral de los últimos años, la historia de la Iglesia de la Sangre y su cofradía allí instituida, la más antigua de la Semana Santa segorbina. Emplazada junto al templo mozárabe de San Pedro, en pleno arrabal de la ciudad de Segorbe y en el área donde tradicionalmente se localizaba una antigua mezquita musulmana, parece ser que ocupaba el solar donde se encontraba edificada la primitiva «capilla de la Purísima Concepción», donde se instituiría la Cofradía de la Preciosísima Sangre de Cristo a mediados del siglo XVI, impulsada por el obispo Francisco Sancho Allepuz (1577-1578), primer obispo de Segorbe separado de Albarracín, y confirmada por su sucesor Gil Ruiz de Lihori (1579-1582), con privilegios e indulgencias -Papa Gregorio XIII (1586)- que se atesoraban en tres bulas en pergamino hasta 1936, aunque conservando temporalmente el nombre original mariano citado.
En 1640 ya tenía construida una nueva Iglesia denominada ya como de La Sangre, «la que es moderna hecha», de estilo clasicista, atribuible al gran arquitecto Pedro Ambuesa, uno de los más importantes del reino, y que había estado trabajando en la ciudad otras obras, como el templo de San Martín del Convento de Agustinas o en la propia Catedral. El destruido retablo mayor, de talla en madera sin policromar de principios del XVII, atribuido al escultor Juan Miguel Orliens, llevaba en su centro una hornacina dorada y estofada, con flores de negro y oro, cerrada por una tabla bocaporte al óleo, móvil con mecanismo o tramoya, con la iconografía de la Sangre de Cristo. Tras ella y tres finas cortinillas, se exponía la imagen devota del Crucificado de bulto redondo, que se descubría todos los viernes de año y los días de la Cuaresma en la que había sermón, momentos en el que se cantaba el salmo del miserere.
La visita pastoral del Obispo Gavaldá a la Diócesis (1635-57) es muy clarificadora para el conocimiento de la Iglesia y la Cofradía (ACS, 548), acompañada de un preciso inventario de bienes muebles de la misma. Desde el altar mayor, desde el lado del Evangelio, se encontraba la Capilla de San Vicente, bajo patronato de la ciudad, donde se emplazaba el retablo de San Vicente Ferrer, obra cumbre del pintor Vicente Macip (ca. 1518), en la actualidad en la Catedral de Segorbe. A continuación, estaba la capilla de San Jerónimo, con retablo de pintura moderna sin decorar, perteneciente al gremio de los «Villuteros». En el mismo lado la capilla del Ecce Homo, propiedad de la Cofradía, con retablo de pintura antiguo con imagen policromada de bulto en el nicho central. En el lado de la Epístola, la capilla de Santa Eulalia, de la ciudad, con un cuadro al óleo de la santa, donde se encontraba, sobre el altar, la imagen de vestir de San Pedro Apóstol, conocida como de los “Estudiantes”, con sotana negra y manto colorado. Tras ella la capilla de San José, con un cuadro del santo con el Niño de la mano, del Abad Joseph Estornel. Después, la capilla de los Santos Médicos, con diferentes que componen su altar, propiedad del doctor Francisco Sierra. El recinto, rodeado en su perímetro por un zócalo de buena azulejería alcorina presentaba, en tiempos más recientes, los altares del Sto. Paso, el del Ecce Homo, el de San Jerónimo, atribuido a M. March, y el de la Virgen contra la Peste, atribuido a Espinosa, en el lado del Evangelio y el de Cristo atado a la Columna, la Oración del Huerto, la Virgen del Carmen y de San Vicente Ferrer en el lado de la Epístola, donde existía una puerta que daba a la casa donde vivía el hombre que limpiaba la iglesia.
Poseía el templo un coro alto, a los pies, bajo del cual se guardaban los ornamentos en unas armariadas. En aquellos momentos, el tejado tenía problemas de goteras y necesitaba de una sacristía, que aún no tenía, por lo que se indica la posibilidad de adquirir una casita junto al testero de la iglesia y destinarla a dicho uso. Se enteró el prelado que en dicha Iglesia criaban gusanos de seda y se hacían ensayos de bailes y danzas con chirimías y tambores, pidiendo a los clavarios que no permitiesen ambas actividades bajo pena de excomunión.
En 1722, Roque Pérez dejaba una limosna de doce libras para la compra de dos hachas y dos velas que acompañaran a la Virgen de la Soledad en la noche de Viernes Santo durante la procesión y entierro de Nuestro Señor Jesucristo en la «Cofradía de Santíssima Sangre de Christo» (ACS, 1194).
El 31 de agosto de 1725, el Papa Benedicto XIII agregaba, por Bula Pontificia, la Cofradía de la Sangre de Segorbe a la Archicofradía del Santísimo Cristo, venerado en la romana Iglesia de San Marcelo, haciendo extensibles las amplias indulgencias concedidas a aquella institución a las de nuestra ciudad. Una vinculación que conllevó un pequeño cambio de denominación del Cristo conociéndose, a partir de entonces, como de “San Marcelo”, impresionante obra de arte en talla de madera del siglo XVI que procesionaba en Semana Santa por las calles de Segorbe, portado a mano por el clavario con la ayuda de unas correas.
Fechado en 1771 se conserva un expediente en el Archivo Histórico Nacional, sobre el estado de las cofradías, hermandades y congregaciones correspondiente a la ciudad de Segorbe junto con los pueblos de su partido, remitido por el alcalde mayor de la ciudad, Isidro Romero, en contestación a la petición del Conde de Aranda, de 28 de septiembre de 1770, sobre el estado general que manifiesta el total de las Hermandades, Cofradías, Congregaciones y Gremios que hay en esta Ciudad de Segorbe y pueblos de su Partido, las fiestas que hacen, su importe y aprobación. Allí se describe, como Cofradía, la de la Purísima Sangre de Cristo en la Iglesia de su nombre.
Interesante es conocer como, por decreto de 20 de mayo de 1777 del Obispo Alonso Cano y Nieto se comunicaba y ordenaba a las cofradías de la Sangre y de la Trinidad, en las procesiones de Jueves Santo, portar cirios o candelas en vez de hachas (ACS, 540). Poco después, el 4 de diciembre de 1793, se constata el enterramiento de un comerciante francés, Juan Bisier, en la Iglesia de la Sangre (ACS, 580). El 20 de febrero de 1804, el capellán de la cofradía, Mosén Isidoro Pérez, solicitaba al Cabildo Catedral la gracia de portar una capa pluvial blanca para la decencia del culto en algunas funciones de la Hermita o Capilla de la Sangre (ACS, 599)
De 9 de octubre de 1822 existe un escrito de la propia Cofradía del Cristo de San Marcelo al Cabildo de la Catedral de Segorbe solicitando se devolviese a su Iglesia el órgano del cenobio franciscano de San Blas, propiedad de los cofrades (ACS, 617). El 14 de marzo de 1883, se acordaba la exposición del Cristo yacente en Jueves y Viernes Santo en la capilla de El Salvador de la Catedral, en aquellos momentos parroquia de Santa María (ACS, 609).
En 1923, la Iglesia y la casa de la cofradía eran entregadas, para el culto, a los padres Carmelitas, sin mengua de los derechos de la propia institución siendo, a partir de 1961, cuando volverían a hacer uso del segundo piso de la citada casa.
Durante la guerra civil, a mediados de 1937, una de las actas de incautación de la Junta Republicana del Tesoro Artístico (Castellón) presenta el lastimoso estado de los edificios religiosos durante la contienda, deteniéndose en la Iglesia de la Sangre. En la misma se informa sobre el aceptable estado del patrimonio mueble en contraste con la situación del inmueble, con daños graves: «De pintura se observó la falta en la iglesia de la Sangre de lienzos de San Jerónimo, del siglo XVII, Virgen de la Peste y San Nicolás, de Hilario de Espinosa; San Jerónimo, de M. March, y retablo de San Vicente Ferrer, de Vicente Masip, el padre de Juan de Juanes (luego devuelto)”.
Durante la guerra, los bombardeos habían destrozado el conjunto arquitectónico, considerándose en firme su derrumbe: «En esta joya del siglo XVI, considerada por José Benlliure como perfecto modelo de acabado y uniforme estilo y como la mejor obra valenciana de su índole, hay que sumar, a la acción destructiva de los obuses, la actuación incontrolada de algunos segorbinos que sin detenerse a valorar cuestiones de arte ni de historia, quemaron en una gran hoguera sus imágenes, entre las que se encontraban el Santo Cristo, San Marcelo, la Virgen del Carmen y un Ecce Homo. Todo lo consumió el fuego con otras obras de incalculable valor, cuadros, mobiliario de época, ornamentos antiguos, orfebrería, un lienzo de San Vicente Ferrer premiado en el concurso artístico nacional y los azulejos, ejemplares únicos de la clásica escuela de Alcora del siglo XVI que cubrían las paredes interiores del templo que servía de convento a los Carmelitas calzados».
Consultada la Cofradía y el Provincial de los Carmelitas de la Provincia Arago-Valentina, el 8 de noviembre de 1948, el Ayuntamiento de Segorbe abría la posibilidad de expedir la oportuna autorización de demolición de la Iglesia y apertura de una plaza si no se lograba su restauración. Definitivamente, el mes de septiembre de 1950 se derribó el edificio, -que reconstruimos en dibujo adjunto en sus detalles y características previas a su destrucción-, una vez el arquitecto Luis Gay Ramos, en un informe, confirmó el estado de ruina. Entre su patrimonio conservaba un lienzo de la “Aparición de Cristo a San Felipe Neri” (ca. 1630), atribuible a Vicente Castelló, hoy en día desaparecido.
Tras la contienda, de desastrosos efectos para la cofradía, tanto materiales como espirituales, la institución resurgió con nuevos bríos, recuperando, poco a poco, su patrimonio perdido. Entre otras, la imagen principal, el Cristo de San Marcelo, fue encargada al escultor José Ortells López, siguiendo el modelo de la destruida (1943), o la Virgen de la Soledad, donada en 1956 por la familia Torres Murciano y Cortel, magnífico trabajo del maestro José María Hervás Benet.
Como consecuencia del decreto episcopal de 20 de julio de 1955, para determinar la situación de la cofradía de San Marcelo dentro del ámbito de las Asociaciones Piadosas de los laicos, en su nueva aprobación canónica de la Cofradía tras la guerra, radicada en la iglesia parroquial de San Pedro de Segorbe, erigida como tal en el año 1578, estaba a la espera de la aprobación de unos nuevos Estatutos y a la recuperación de la memoria de su agregación a la Archicofradía romana o se pida una nueva agregación, realizada por escrito el 9 de junio de 1960, en una carta dirigida a M. Lino Bianchi, camarlengo de la Archicofradía del Santo Cristo de San Marcelo de Roma, con respaldo del Sr. Obispo Pont i Gol y rúbricas del Prior Francisco Mateo y el clavario, Franco Escolano.
El 31 de marzo de 1961 se aprobaban nuevos Estatutos, rubricados por el Obispo José Pont i Gol el 10 de junio de 1961, recibiéndose de Roma original impreso de los Estatutos de la Cofradía del Santísimo Cristo de San Marcelo (1827). A continuación, se redactó un nuevo ritual de toma de posesión de sus clavarios con imposición del crucifijo (1955), cuya bendición el Obispo delegó en el Sr. Prior.
EL DOCUMENTO
El Archivo Catedralicio de Segorbe conserva un hermoso e interesante documento histórico, fechado en tres de octubre de 1706, inserto en un «rebedor» de escrituras del notario Victoriano Polo, acerca de una celebración de un capítulo del Gremio de Sastres de la Ciudad para la aceptación del mancebo Pablo Enríquez, natural de Bruselas, en Flandes (ACS, 1126), y que habría llegado a Segorbe en plena Guerra de Sucesión al trono de la monarquía española (1701-1713).
«Die iii mensis octobris anno a Nativitate Domine MDCCVI
En la Yglesia de la Sangre de Christo de la presente Ciudad de Segorbe juntos y congregados como es costumbre Salvador Martinez Clavario Sebastian Gomez Mayoral Juan Rosell Menor Mayoral Juan Rosell Mayor Maestro de Trazas y Xavier Royo bolsero o tachero Maestros Officiales del Officio de Sastres de dicha Ciudad en donde para tratar convenido y concordado las infratas cosas y otras se acostumbran juntar. Precediendo convocacion hecha por su andador ettiam.Todos unanimes y conformes y ninguno en nada discrepante y en presencia de Pedro Roca Alguacil del Bayle de la presente Ciudad gerenta vices de su Governador ausente y de mi el Notario Escrivano del dicho Officio y testigo avaxo escritos. Atendido y considerado que por parte de Pablo Enríquez mancebo de la Ciudad de Bruxelas de Flandes se les fue pedido y suplicado en 17 de agosto de este presente año MDCCVI a los Clavarios Mayorales Maestro de Trazas y demas maestros juntos y congregados en dicha Yglesia como consta por el Libro de dicho Officio con sesion y junta celebrada en dicho dia 27 de Agosto lo admitieran crearan y constituyeran Maestro de dicho Officio facultad y gremio gozando de las libertades y privilegios que los demas maestros de dicho Officio gozan y que prometeria y se sugetaria a observar estas y pagar todos los Capitulos tachas verticales y servidumbres que los demas Maestros de dio Officio estan y pagan et non se divertendo ad alios actus aviendo sido examinado por dicho Clavario Mayorales Maestro de Trazas y Tachero como es costumbre de diferentes entes de ropas y posturas de vestires hallaron apto y suficiente para crearlo y constituirlo Maestro de dicho Officio por consiguiente para que goze y use gozar y usar pueda de todo lo que los demas Maestros de dicho Officio gozan y usan. Por tanto gratis ettiam cum presentes ettiam lo crearon constituyeron y nombraron Maestro de dicho Officio facultad y gremio dandole y confiriéndole todos los privilegios gracias libertades y prerogativas que a los Maestros de dicho Offcio se les suele y acostumbra dar y atribuyr. Y el dicho Pablo Enriquez presente y acceptante con juramento ad bonum verum ettiam pro ut morir est en poder de dicho Pedro Roca Alguacil prometio de haverse fiel y legalmente en dicho Magisterio de dicho Officio facultad y gremio, de guardar las constituciones observancias y estar a todo lo que los demas maestros están tenidos y obligados y de pagar XXV Libras por depossito decaxa como se acostumbra con los que son de la Corona de Aragon fuera de los del presente Reyno de Valencia y assi mesmo las propinas y salario que a los Clavario Mayorales ettiam. Escrivano notario en semexantes nombramientos se acostumbra. De quibus ómnibus ettiam actum en dicha Yglesia de la Sangre de Christo de la presente Ciudad de Segorbe ettiam.
Presentes fueron por testigos a dichas cossas Joseph Ordaz Mayor labrador y Jayme Zerberon pelayre de Segorbe habitador».
El documento coincide, cronológicamente, en el tránsito del siglo XVII al XVIII, con el pontificado del obispado de Segorbe de Antonio Ferrer y Milà (1692-1707). Sus primeros años de gobierno estuvieron marcados por las reformas barrocas en los templos diocesanos, como el propio presbiterio de Catedral, y la construcción de otros nuevos, como la iglesia de Santa Ana, de Segorbe.
Sin embargo, con la irrupción de la guerra, el pueblo se posicionó en los bandos que aspiraban al trono, en la disputa entre Felipe V y el archiduque Carlos de Austria. El obispo seguidor del archiduque, tomó el juramento de los fueros valencianos en la Catedral de Valencia, siendo la figura eclesiástica de representación en las ceremonias valencianas, ante la huida a Madrid del arzobispo Antonio Folch de Cardona. La vinculación del prelado segorbino a la causa austracista, unido a los cambios políticos consecuencia del resultado de la guerra, con la abolición del derecho privativo o foral valenciano y la consolidación de la monarquía borbónica, significó el inicio de la sucesión de prelados no valencianos en la sede.
El número 29 de la revista del Instituto de Cultura del Alto Palancia, de diciembre de 2022, desde ayer en las librerías, recoge la apasionante historia de “La Tercera Orden Franciscana Seglar en Segorbe”, objeto de una conferencia por sus autores el día de la presentación del mismo, el pasado 3 de marzo. La Tercera Orden secular es una institución que, inspirada por San Francisco de Asís en el siglo XIII, trató de acercar a los feligreses al mundo espiritual de la conventualidad, pero sin pertenecer a ella. De su existencia, al menos en Segorbe, se conocía escasas informaciones, que en el presente artículo se detallan como novedosas, con nueva documentación al respecto-, con gran importancia en los siglos XVII y XVIII hasta el siglo XIX, tiempo en que -llevada por el empuje del obispo Francisco de Asís Aguilar, terciario desde su juventud- volvió a arraigar en la sede diocesana segorbina.
La investigación, realizada por los doctores Montolío Torán y Guerrero Carot, incide en los orígenes, en la primitiva ciudad episcopal. La historia de la Tercera Orden Franciscana comienza en la antigua diócesis de Albarracín Segorbe entre 1373 y 1390, con la fundación del convento de San Francisco de Chelva. La plasmación de este primer establecimiento franciscano diocesano resultó de la iniciativa de un grupo de frailes deseosos de encontrar una mayor autenticidad en sus vidas después de los grandes y negativos episodios bélicos y de la peste negra vividos en la Corona de Aragón. Para ello, obtuvieron permiso para vivir como ermitaños, al modo de los primitivos cristianos, en cuevas en el término de Chelva, siendo el entonces legado apostólico, Pedro de Luna, futuro Benedicto XIII, quien les autorizó en un «breve» a admitir novicios y nuevos aspirantes, entre los que destacaron grandes personajes espirituales como el padre Juan de Catina y el lego Pedro Dueñas, mártires en Granada en el año 1397. Un hecho que acabó constituyendo el comienzo de la reforma franciscana en los reinos de España, dividiendo la orden entre claustrales o conventuales, residentes en los primitivos conventos, y observantes, que buscaban la autenticidad de los orígenes del movimiento.
Papel importante en la consolidación de la orden franciscana la tuvo el patronazgo de la reina María de Luna, cuando el 22 de mayo de 1402 pedía al pontífice Benedicto XIII la creación de un nuevo convento en Gilet (Valencia). El 16 de agosto de 1403 se promulgó la bula Eximiae devotionis affectus. Aquel mismo año solicitaba una vicaría propia conformada por los cenobios de Chelva, Manzanera, Santo Espíritu (inaugurado en 1404) y otras futuras, todas ellas enclavadas en el Camino Real de Aragón, eligiendo la propia monarca al primer guardián de Santo Espíritu, su confesor Francesc Eiximenis, por las bulas Eximie devotionis y Dum Sincere.
Años más tarde, el 23 de febrero de 1413, con intermediación de personajes tan importantes como fray Bertomeu Borrás y fray Bernat Escariola, el Papa Benedicto XIII concedía la bula Sacrae religionis,facultando a los frailes de Santo Espíritu de constituir una nueva comunidad en la ciudad de Segorbe, “Santa María de los Ángeles”. El 28 de julio de 1413, el prelado franciscano Juan de Tauste (1410-1427) autorizaba su fundación y otorgaba la ermita de San Blas para su establecimiento, que comenzará su andadura en 1415. Además, se ponía bajo la obediencia del nuevo Guardián, fray Blai de Campells, a la ciudad de Segorbe y las villas y lugares de Jérica, Altura, Viver, Pina, Castellnou, Onda y Betxí con sus términos y territorios.
La Custodia Regular Observante de Segorbe y Santo Espíritu sería instituida el 26 de junio de 1424, conformada, según la bula «Ad ea»de Martín V, por los conventos de Segorbe, Santo Espíritu, Chelva y Manzanera, impulsada en buena medida por el obispo segorbino, el franciscano Juan de Tahust (1410-1427). Una Custodia a la que, en 1425, se agregarán los conventos de Tarazona, Morvedre, Cariñena, Alpartir y Alumna, modificando su denominación por el de «Nuestra Señora de la Vega». Un listado de conventos observantes de la provincia de Aragón al que se le irán añadiendo otros muchos a partir de 1438 de las diócesis de Barcelona, Tortosa, Tarazona, Zaragoza, Valencia o Cartagena. Entre ellos, en las actuales demarcaciones diocesanas de Segorbe-Castellón, cabe destacar la fundación del convento de Santa Catalina de Onda en 1448, a instancias de la reina de María de Castilla. En 1530 se establecían en Castielfabib y pocos años después, en el Capítulo de febrero de 1560, fundando los colegios de filosofía y teología en los cenobios de Chelva y Segorbe.
La última etapa franciscana duró de 1898 a 1973, año en que se marchó la comunidad, aunque siguieron atendiendo la iglesia hasta 1996. Desde entonces la Tercera Orden Seglar, inspirada en el Seráfico Padre San Francisco de Asís, de alguna manera, ha quedado olvidada entre los fieles y sus gentes.
UNAS INDULGENCIAS POR EL REZO ANTE EL JESÚS CRUCIFICADO VENERADO EN LA CATEDRAL DE SEGORBE. DEL PINTOR LUIS ANTONIO PLANES AL ESCULTOR ENRIQUE PARIENTE
El pasado sábado, 4 de marzo de 2023, se celebraba el Vía Crucis Diocesano por el recorrido procesional habitual de las calles de Segorbe, partiendo de su Catedral, con la participación de todas las cofradías presididas por el Sr. Obispo, D. Casimiro López, acompañado por el Ilmo. Cabildo Catedral. Un transitar devocional en el que, por primera vez, participaba, procesionada solemnemente a hombros por voluntarios de las cofradías locales de Semana Santa, la extraordinaria imagen del Cristo crucificado de la Seo (1956), talla en madera policromada y dorada, del gran artista Enrique Pariente Sanchis (Valencia 1903-1987), autor con una grandísima producción escultórica repartida por toda España y parte del extranjero.
El presente Cristo, realizado con la mediación de D. Romualdo Amigó, Vicario General, previo boceto a pequeña escala, también conservado, fue costeado, de manera anónima, por el propio Obispo José Pont i Gol, siendo bendecido el 15 de agosto de 1956 y colocado en el antiguo retablo del crucificado, en la antigua capilla del Corpus de la Catedral.
“Nueva Imagen para la Catedral. – El día 15 de Agosto festividad de la Asunción de Ntra. Señora, el Rvdmo. Prelado, después de la celebración del Pontifical acostumbrado, bendijo una nueva Imagen de Jesús Crucificado, donada por el mismo Sr. Obispo para la Catedral en conmemoración de las bodas de plata sacerdotales y en agradecimiento de los obsequios y muestras de afecto que, con esta ocasión, ha recibido de todo el Obispado. El Rvdmo. Prelado dirigió unas sentidas palabras a los fieles asistentes. Dicha imagen presidirá el altar del Santísimo.”
El maestro Enrique Pariente, muy desconocido hasta fechas muy recientes, se mostró con todas sus obras un artista de gran capacidad de comprensión para sumergirse en el sentido religioso, destacando extraordinariamente en sus esculturas los rostros cargados de gran sentimiento contenido y de dulzura emotiva espiritual y religiosa. Si bien su gran actividad artística en la provincia de Jaén fue muy profusa, con un gran número de imágenes recientemente identificadas, a partir de los años cincuenta comenzó a trabajar para la orden de los Dominicos.
Tras aquella etapa, en los años sesenta del siglo XX, el autor centraría el trabajo de su taller en la zona valenciana, plasmando la verdad de su estilo más íntimo en sus obras. Especialmente en la Catedral de Segorbe se concentran tres de sus mejores obras: el imponente grupo titular de la Virgen de la Asunción (1949), el Cristo yacente (1950) y éste, el Cristo crucificado. Su última obra, el Cristo de los Labradores de Faura, de tamaño mucho mayor del natural, cerraría una carrera artística marcada por su anonimato, pero brillante en su calidad.
No obstante, sabemos por noticias documentales que, hasta la destrucción de 1936, dicho retablo contaba con un famoso Cristo crucificado realizado por el gran pintor valenciano Luis Antonio Planes (1742-1821) a partir de 1816, coautor del fresco de la Gloria del presbiterio y autor de diversos lienzos para los bocaportes de los retablos del templo catedralicio, como el de la capilla de la Concepción (Museo de Bellas Artes de Valencia), Santo Tomás (Museo Catedralicio de Segorbe) o San Lorenzo (desaparecido), además del de la Santa Cena del retablo mayor (Museo Catedralicio de Segorbe), proponiéndose para la realización del lienzo del cuadro del retablo del Cristo, en la Seo.
Un cuadro que, en 1867, era objeto de la concesión de indulgencias, concedidas por Mariano Barrio Fernández (Jaca, 1804-Valencia, 1876) por el rezo ante su imagen de Jesús Crucificado venerada en la Santa Iglesia Catedral de Segorbe.
«Nos el Doctor D Mariano Barrio Fernández, por la Gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica Arzobispo de Valencia, Prelado Doméstico de su Santidad asistente al Sacro Solio Pontificio, Senador del Reino, Caballero Gran Cruz de la Real Orden Americana de Isabel La Católica, del Consejo de Su Majestad, etc. etc.
Deseando promover, en cuanto está de nuestra parte, el Divino Culto, y fomentar la devocion del Pueblo Cristiano, dando graciosamente lo que en la misma forma hemos recibido de la Divina Misericordia, sin mérito alguno nuestro: Concedemos ochenta días de Indulgencia a todos los fieles de uno y otro sexo por cada vez que devotamente rezaren un Padre nuestro, Credo o acto de contricion ante la imagen de Jesus Crucificado pintura al oleo, que se venera en la Santa Yglesia Catedral de Segorbe, y pidieren a Dios nuestro Señor por la exaltación de nuestra Santa Fe Católica, paz y concordia entre los Reyes y Principes Cristianos, estirpacion de las heregias y demás fines piadosos de nuestra Santa Madre la Iglesia. Dadas en Valencia 19 de febrero del 1862.
Mariano, Arzobispo de Valencia [rubricado]
Por mandato de Su Excelencia Ilustrisima el Arzobispo mi Señor.
Bernardo Martín, secretario [rubricado].»
En definitiva, un retablo, emplazado dentro de la antigua Capilla del Corpus Christi, el último en realizarse en la renovación de la Catedral (1791-1795), que constituía y constituye un espacio especial para la fe y la devoción dentro de la Catedral donde, en el pasado, un famoso cuadro de Luis Planes mereció la concesión de indulgencias a todos los que rezaran ante él y que, en la actualidad y desde 1956, cuenta con una de las obras maestras del genial escultor sagrado Enrique Pariente Sanchis.
En los primeros siglos, el sacramento del bautismo, por el que el individuo entraba a formar parte de la comunidad cristiana, del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia, se administraba sumergiendo al candidato en una pequeña piscina con el agua purificadora. Una costumbre que, anteriormente, también había practicado la secta judía de los esenios, con frecuentes abluciones rituales para el perdón de los pecados.
El ritual bautismal, del griego «baptos», que significa lavar o sumergir, trajo consigo cambios en la creciente población cristiana tardorromana: «Por tanto, mediante el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó del poder del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva. El agua aquí representa la muerte y resurrección hacia una nueva vida» (Romanos 6, 4). Una práctica litúrgica del sacramento que fue evolucionando desde la construcción de baptisterios con piscina de inmersión, los ejemplos más antiguos, hasta la creación de pilas bautismales de bulto redondo, en un largo proceso que vino a abarcar toda la época visigoda en la antigua Hispania, del siglo V (ca. 480) hasta el siglo VIII de nuestra era, con una invasión musulmana, a partir del año 711, que constituye el fin de la Antigüedad, propiamente dicha, en nuestras tierras.
El papel del bautismo resultó ser clave en la Hispania Visigoda, no sólo en el asentamiento de la autoridad episcopal sobre su clero y rebaño a través de la bendición del crisma, sino en la estabilización de la Iglesia y del propio Estado, sobre todo a partir del reinado de Leovigildo (568-586), tras un tiempo de luchas internas de las élites y entre las múltiples identidades religiosas que habían conllevado, hasta ese momento, un reino inestable y fracturado. El bautismo se convirtió en la clave de un programa de asimilación, cohesión y unificación, al igual que en otros reinos cristianos, como el Carolingio, donde los intelectuales de la Corte, con sus reformas, propiciaron el establecimiento del «Imperium Cristianum» en Europa a finales del siglo VIII y principios del IX, consolidando a la sociedad en todos los aspectos.
Hasta ese momento, la evolución de la ceremonia ha ido cambiando mucho desde el Bautismo de Jesús en el Jordán de manos de Juan Bautista, utilizándose primitivamente, en tiempos de persecución, parajes fluviales o marinos; «Juan bautizaba en Enón, junto a Salim, porque había muchas aguas, y venían y eran bautizados» (Juan 3, 23). En un principio, como primero de los siete sacramentos de la Iglesia, los primeros cristianos lo recibían en una edad adulta, al entrar a formar parte de la comunidad y del reino de Dios, en un acto público de fe. El ser sumergido en el agua representa la muerte de nuestros pecados anteriores; cuando emergemos de ésta, emprendemos una nueva vida en Cristo:
«Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mateo 28, 19).
El valor de este elemento, en un mundo de mayoría pagana de convertidos, fue adquiriendo tanta importancia que acabó condicionando el edificio que la contenía y proporcionando la denominación de Baptisterio a la Iglesia que contenía dicha pila bautismal. El ritual y la inmersión, que recordaba la cultura del agua del mundo de la antigüedad clásica, pronto fue trasladado a los infantes, como transmisión generacional de la fe, sin exclusión de los adultos que deseaban recibir el sacramento. Con el tiempo, por lógica, siendo la mayoría de bautizados niños, se fue imponiendo la pila bautismal a la piscina, en gran parte por una cuestión de practicidad e, incluso, de movilidad. A medida que el bautismo ganaba en trascendencia y ante la imposibilidad de los obispos de hacerse presentes en cada uno de los sacramentos realizados, éstos reforzaron su papel reservándose diversos aspectos de los rituales post-bautismales, como la citada bendición del crisma y la imposición de las dos manos.
Con el Edicto de Milán (313) del emperador Constantino y, posteriormente, con Teodosio (380), la libertad religiosa y la oficialidad de la misma en el imperio, conllevó la posibilidad de un oficio público legal, sin clandestinidad (espacios reservados, secretos o subterráneos-catacumbas), y la primera edificación de los primeros templos, a menudo reconvertidos de paganos a cristianos o de nueva planta, con sus capillas bautismales. En las demarcaciones hispánicas, sobre todo tras la conversión al catolicismo del rey Recaredo y del pueblo Visigodo, antiguamente arrianos, en el III concilio de Toledo (589), se encuentra abundante información sobre este rito especial en los concilios de aquel tiempo, como en el de Elvira (ca. 300), I Toledo (400), Gerona (517), Lérida (546), Braga (561), II Braga (572), III Toledo (589), II Sevilla (619), IV Toledo (633), Mérida (666), XI Toledo (675) y XVII Toledo (694).
La conversión del monarca y, por consiguiente, de todo su pueblo, determinó y unificó el catolicismo hispano y su ritual. San Gregorio Magno (540-604), sugirió a San Leandro (534-596) la realización de una sola inmersión en lugar de tres, simbolizando la unidad de la Santísima Trinidad, tal y como plasmó el santo sevillano en su epístola de 588 y reforzó su hermano, San Isidoro (556-636) en una de sus Etimologías. Esta simplificación también asentaba diferencias con los arrianos, que practicaban la triple inmersión. Si bien el bautismo desempeñó un papel de distinción social en el reino visigodo antes de la conversión en el III Concilio de Toledo (589), éste marcó de manera especial y dio un claro empuje y unificación de la identidad hispana, salvo la población judía, en sus inicios frente a la herejía arriana de las élites visigodas y asentando la ortodoxia católica más antigua de la Iglesia, practicada por los indígenas hispanorromanos. Un testimonio de cómo el Bautismo vino a ser una poderosa arma de integración para una burocracia centralizada en un reino religiosamente dividido y con una fuerte tendencia a una fracturación territorial y luchas internas, como se había apreciado durante el establecimiento del priscilianismo (siglo IV) y el arrianismo (siglo V).
En este sentido, la piscina bautismal de Soneja, del siglo VI, ubicada en una estancia lateral de un templo basilical, sigue las líneas habituales de la época presentes en otras estructuras similares, constando de dos escalinatas -a este y oeste- con tres escalones, para descender y ascender, y «aquarium», presenta una planta redonda, a diferencia de otras conservadas cuadrangulares, rectangulares, octogonales, etc., contando cada una de las formas con una gran simbología cristiana propia, no presentando decoración ornamental alguna, al menos conservada.
Otra cuestión, de muy difícil resolución, es la verdadera presencia en la actual localidad de nuestra actual diócesis de Segorbe-Castellón de un emplazamiento cristiano de primer orden como éste. También desconocemos la existencia de otras piscinas bautismales como la presente, hallada de manera accidental y, podríamos decir «providencial», durante las excavaciones de la ermita de San Francisco Javier (finales del siglo XVII), en un emplazamiento sin culto, desde la invasión árabe (711), durante casi mil años.
¿Había conocimiento entre los antiguos pobladores de su primitivo uso? ¿Era lugar de culto en recuerdo de algún acontecimiento martirial durante las persecuciones o donde se conservaba la reliquia de algún santo de los primeros tiempos del cristianismo en nuestra diócesis? ¿A qué primitivo obispado pertenecía tan importante asentamiento en el lugar fronterizo, junto al río Palancia, entre la diócesis Tarraconense y la Cartaginense? «Todos fuimos bautizados por un solo espíritu para constituir un solo cuerpo, ya seamos judíos o gentiles, esclavos o libres» (I Corintios 12-13).
La única realidad que podemos reflejar es, para todos nosotros los cristianos, la excepcionalidad y singularidad del hallazgo, desconociendo si habría otras piezas similares, incluidas también las pilas, todavía no identificadas ni descubiertas por la arqueología que, dada la problemática y literatura de época sobre la cuestión, como la que hemos expuesto anteriormente, sin duda debieron existir, habiendo más templos donde administrar el sacramento aparte de los conocidos por la investigación. «Quien no nazca del agua y del Espíritu no podrá entra en el reino de Dios» (Juan 3, 5).
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