Hace poco más de un año, el papa Francisco nos recordaba en su exhortación Gaudete et exúltate (Alegraos y regocijaos) que todos estamos llamados a la santidad, es decir, a la perfección de la caridad. A la vez nos exhortaba a caminar por esta senda ofreciendo la propia vida por amor a Dios y al prójimo, en las tareas ordinarias y sencillas de cada día. Los santos que nos han precedido y siguen unidos a nosotros nos alientan a no detenernos en el camino y nos estimulan a seguir caminando hacia la meta. Hoy me vienen a la memoria estas palabras del Papa, al disponernos a celebrar el próximo día 17 de mayo la fiesta de San Pascual Baylón, Patrono de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón y de la Ciudad de Vila-real.
Mayo es el mes dedicado de modo singular a la Virgen María. En este año pastoral, centrado en la Eucaristía, podemos contemplar a María como “mujer eucarística”: la Virgen nos enseñará a creer, celebrar, amar, adorar y vivir la Eucaristía para llegar a ser, como ella, discípulos misioneros del Señor y hacer así de nuestras parroquias, comunidades vivas y misioneras.
María es “mujer Eucarística”; así la llamó por primera vez en la historia san Juan Pablo II en su carta encíclica Ecclesia de Eucaristia. Así como Iglesia y Eucaristía son inseparables, lo mismo se puede decir de María y la Eucaristía. No sabemos si la Virgen celebró la última Cena con Jesús y los apóstoles. Tampoco se dice en el Nuevo Testamento que celebrase la Eucaristía con los apóstoles, aunque lo más seguro es que así fuera: María, que estaba con los apóstoles unida en la oración a la espera de la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14), no pudo faltar en las celebraciones eucarísticas de los primeros cristianos, asiduos en la oración y en la fracción del pan (cf. Hch 2,42), es decir, de la Eucaristía.
Este segundo Domingo de Pascua es el Domingo de la Divina Misericordia. Dios es misericordia; éste es su nombre, nos dijo el papa Francisco. Dios es amor; un amor fiel, que ama a sus creaturas y las sigue amando, incluso cuando se alejan de Él por el pecado; un amor compasivo y misericordioso, entrañable como el de una madre, que sufre y se compadece ante cualquier sufrimiento humano; un amor que está siempre dispuesto al perdón, a la reconciliación y a la sanación.
Jesús, el Hijo de Dios, con sus palabras, gestos y obras, nos muestra este rostro de Dios. Él es la misericordia encarnada de Dios; y su Pascua –su Pasión, Muerte y Resurrección- es la manifestación suprema de la misericordia divina. Por su amor misericordioso, el Padre envía al Hijo al mundo, que se entrega al Padre hasta la muerte en la Cruz por amor a la humanidad para la redención de los pecados y la reconciliación con Dios, entre los hombres y con la creación; en su amor misericordioso, el Padre acoge y acepta la ofrenda de su Hijo Jesús y lo resucita a la vida gloriosa, salvando a la humanidad; y, por amor, Cristo resucitado envía el Espíritu Santo para que su obra redentora y salvadora siga llegando a la humanidad a través de su Iglesia.
Durante la Cuaresma hemos peregrinado hacia la Pascua de Resurrección. La Semana Santa nos ha conducido al Triduo Pascual, en el que hemos celebrado la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Las tres son inseparables. El Jesús que padeció y murió, ha resucitado y vive para siempre. Todo ha sucedido por el amor inmenso de Dios hacia nosotros y hacia nuestro mundo, para el perdón de nuestros pecados y por nuestra salvación eterna. Para muchos bautizados, sin embargo, la Pascua es algo del pasado, sin significado ni trascendencia alguna para la vida presente y futura, personal, comunitaria o social. Muchos de nuestros cristianos se quedan en las procesiones de estos días o sólo llegan hasta la Pasión y Muerte de Jesús en el Viernes Santo.
Pascua es el paso de Jesús por la muerte a la vida gloriosa. Sin resurrección, la pasión y la muerte serían la expresión de un fracaso. Pero no: ¡Cristo ha resucitado! No se trata de una vuelta a esta vida para volver a morir, sino del paso a nueva forma de vida, gloriosa y eterna. Tampoco es una ‘historia piadosa’, fruto de la fantasía de unas mujeres crédulas o de la profunda frustración de sus discípulos. La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico y real, que sucede una vez y para siempre. El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. Jesucristo vive ya glorioso y para siempre. Las mujeres y los mismos Apóstoles, desconcertados en un primer momento ante la tumba vacía, aceptan el hecho real de la resurrección; se encuentran con el Resucitado y comprenden el sentido de salvación de la resurrección a la luz de las Escrituras. En la mañana del primer día de la semana, cuando fueron a embalsamarlo, el cuerpo de Jesús, muerto y sepultado tres días antes, ya no estaba en la tumba; no porque hubiera sido robado, sino porque había resucitado.
Podría parecer una redundancia hablar del sentido cristiano de la Semana Santa. Pero ya no lo es en nuestro tiempo. La Semana Santa va perdiendo, en efecto, su sentido originario y propio, su sentido cristiano. Para muchos es tiempo de vacaciones y hablan de vacaciones de Semana Santa; otros la identifican con las procesiones; y, a tenor de la baja participación en los actos litúrgicos, no son tantos los que la entienden y viven todavía desde su sentido genuino.
La Semana Santa es la más importante de todo el año para la fe cristiana. La llamamos ‘santa’, porque es santificada por los acontecimientos que en estos días conmemoramos y actualizamos en la liturgia: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Son la prueba definitiva del amor misericordioso de Dios a los hombres, manifestado en la entrega de su Hijo hasta la muerte y su resurrección a la Vida gloriosa. Cristo nos redime así del pecado y de la muerte, y nos devuelve a la vida de comunión con Dios y con los hombres: muriendo destruye la muerte y resucitando restaura la vida.
Las Cofradías y Hermandades de Semana Santa de nuestra diócesis están convocadas este domingo para la procesión diocesana de Semana Santa en Nules. Cercanos los días santos, la procesión será una expresión de nuestra fe común en Cristo Jesús, muerto y resucitado para la Vida del mundo, y de nuestra pertenencia a la gran familia de la Iglesia diocesana. Las Cofradías son ante todo una realidad cristiana y eclesial. En su centro y raíz está Jesucristo, Redentor único de todos, que vive y está presente en su Iglesia. Él es la única roca firme sobre la que se ha de edificar cualquier realidad que es parte de la Iglesia, como son las Cofradías y Hermandades. Sin Jesucristo y sin la Iglesia no serían nada, se quedarían en lo puramente estético y costumbrista, vacío de hondura y de verdad.
El próximo 6 de abril vamos a celebrar por tercer año consecutivo un encuentro diocesano con los adolescentes y jóvenes que se preparan para recibir la Confirmación. Es una buena ocasión para conocerse y para compartir juntos la alegría de ser amigos de Jesús. Para mí es un verdadero gozo pasar este día con los confirmandos, escuchar sus anhelos y esperanzas, y también –claro está- sus dificultades y peticiones a nuestra Iglesia para poder ser y vivir como cristianos hoy. Y, sobre todo, es nuestro deseo ayudarles a preparar como se merece su Confirmación.
Hemos elegido como lema del encuentro las palabras de Jesús: “Venid a Mí…”. Porque en el centro de nuestro encuentro -como en todo el proceso de preparación para la Confirmación- estará el Señor Resucitado para dejarnos encontrar o reencontrar por Él o para profundizar en este encuentro personal con el Señor vivo sin el cual no se puede ser cristiano. Nos han recordado insistentemente los papas Benedicto y Francisco.
El próximo día 25 de marzo celebramos la fiesta de la Anunciación del Señor, el acontecimiento cuando el ángel Gabriel trasladó a la Virgen María que era la agraciada y elegida por Dios para ser la madre de su Hijo. Gracias al ‘fiat’ (hágase) incondicional de María al amor de Dios, Jesús, el Hijo de Dios, se encarnó en su seno virginal y comenzó su vida humana; fue el de María un “sí” agradecido y gozoso: “proclama mi alma la grandeza del Señor”, cantará más tarde María. Por ello, en este día también la Jornada por la vida, que nos llama a acoger y cuidar con amor toda vida humana.
Durante la Cuaresma, la Palabra de Dios nos exhorta a la conversión de mente, de corazón y de vida a Dios. Jesús nos dice: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Es el camino para prepararnos debidamente a la celebración del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo; éste es el camino hacia la Pascua del Señor.
El misterio de la redención de Cristo en la Cruz nos muestra que el amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado. Quien conoce, contempla y experimenta la grandeza y profundidad del amor de Cristo, siente profundo dolor por la propia infidelidad al amor de Dios y la urgencia de conformarse cada vez más con el amor de Cristo.
Por San José celebramos el Día del Seminario. Este año, en nuestra Diócesis lo celebraremos el Domingo, día 17, y en las Misas vespertinas del sábado anterior. Nuestros seminarios estarán estos días especialmente presentes en la oración de nuestras comunidades; algo que no debería faltar a lo largo de todo el año. Porque todos y cada uno estamos llamados a orar por la buena formación de nuestros seminaristas y pedir con insistencia y perseverancia a Dios que nos envíe vocaciones al sacerdocio ordenado. Nos urge –y mucho- recuperar o intensificar nuestro amor y compromiso por nuestros seminarios; en ellos se forman, aquellos que han sentido la llamada del Señor al sacerdocio y que serán los futuros pastores de nuestras comunidades. Hemos de intensificar también nuestra oración por las vocaciones sacerdotales.
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