La estima y atención de los ancianos
Queridos diocesanos:
Al inicio del nuevo año os deseo a todos y cada uno de vosotros que “el Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Nm 6, 24. 26). Así bendecían los sacerdotes al pueblo de Israel al final de las grandes fiestas litúrgicas, especialmente en la fiesta del año nuevo. Hoy invoco sobre todos vosotros la bendición del Señor para el nuevo año en medio de la pandemia con sus crisis añadidas: sanitaria, laboral, económica, social y política. Que con la ayuda, la luz y la protección divinas pronto las veamos superadas. Fijemos nuestra mirada en el Niño, nacido en Belén: Él es el Emmanuel. Dios está con nosotros y nunca nos abandona. No tengamos miedo. El Niño-Dios es nuestra esperanza, el príncipe de la paz y la luz para nuestro camino.
De modo especial deseo la bendición y la protección de Dios para los enfermos y los ancianos, tan necesitados de nuestra estima, atención, cariño y cuidado, siempre y más en estos tiempos de pandemia. Con dolor hemos visto que nuestros mayores han sido los más afectados por la pandemia y, en muchos casos, han sido descartados de un modo muy egoísta y poco humano. Tiene que cuestionar nuestra conciencia el hecho de que las residencias de ancianos hayan sido las más afectadas por la pandemia; ha sido cruel que, en algunos casos, hayan sido abandonados o que no se les admitiera en los hospitales. Esto no puede volver a suceder. Gracias a Dios, parece que serán los primeros en recibir la vacuna.
Nuestros ancianos son un tesoro para la familia, la Iglesia y la sociedad. Ellos se merecen todo nuestro aprecio y cuidado siempre y en particular en la soledad, en la debilidad, en la enfermedad y también al final de sus días en esta tierra. Se lo merecen por lo que son, por su vida entregada al servicio de todos y por lo que nos siguen ofreciendo: su experiencia, su cuidado, lleno de cariño hacia los nietos, su implicación en la transmisión de la fe y su esfuerzo impagable en la construcción de la sociedad. Seamos agradecidos. Nuestros mayores nunca pueden ser descartados y menos aún abandonados.
La propia familia es la primera interpelada. La Palabra de Dios nos dice: “Hijo, cuida de tu padre en su vejez y durante su vida no le causes tristeza. Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él y no lo desprecies aun estando tú en pleno vigor. Porque la compasión hacia el padre no será olvidada” (Eclo 3, 12-14a). Los padres deberían educar siempre a sus hijos, con su ejemplo, en el respeto, la consideración, el aprecio, la atención y el cuidado de los abuelos. No podemos dejarlos solos, y, cuando sea necesario llevarlos a una residencia, la familia no los puede olvidar. ¡Nos han dado tanto! Seamos agradecidos. Aceptemos su experiencia y su sabiduría tan necesarias para la vida.
En una sociedad, en la que prima lo joven y lo útil, los mayores nos ayudan a valorar lo esencial y a renunciar a lo transitorio. Ellos nos enseñan que el amor y el servicio a los suyos y a los restantes miembros de la sociedad son el verdadero fundamento y apoyo para acoger, levantar y ofrecer esperanza a nuestros semejantes en medio de las dificultades de la vida. Y nos ayudan a mirar a la trascendencia.
Es doloroso constatar a menudo el poco aprecio hacia nuestros mayores en la vida pública. En palabras del papa Francisco: “en una civilización en la que no hay sitio para los ancianos o se los descarta porque crean problemas, esta civilización lleva consigo el virus de la muerte” (Audiencia 4.03.2015). De modo especial, esmeremos nuestro cuidado por los ancianos que están enfermos o viven solos.
Nuestra Iglesia diocesana celebra este lunes, 4 de enero, la fiesta de santa Genoveva Torres Morales, la primera santa de Segorbe-Castellón. Su experiencia personal de dolor, con una pierna amputada, graves problemas familiares y la soledad, la dispusieron para acoger la obra a la que Dios la había destinado: ser consuelo de las ancianas y de las personas afligidas. El pueblo fiel la llamaba ‘el angel de la soledad’. En su canonización, Juan Pablo II dijo de ella que “fue instrumento de la ternura de Dios hacia las personas solas y necesitadas de amor, de consuelo y de cuidados en su cuerpo y en su espíritu. La nota característica que impulsaba su espiritualidad era la adoración reparadora a la Eucaristía, fundamento desde el que desplegaba un apostolado lleno de humildad y sencillez, de abnegación y caridad”. Este es su legado para sus hijas, las ‘Angélicas’, para nuestra Iglesia diocesana, para nuestras parroquias y para cada uno de nosotros.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón